martes, 13 de octubre de 2020

Los dieciséis árboles del Somme.- Lars Mytting (1968)

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II.-Solsticio de verano
1

  «Miré el establo y las casetas de herramientas antes de continuar en dirección al bosque de abedules flameados.
 De niño me daba miedo subir hasta allí. En primavera oía restallidos procedentes de ese bosque, como si alguien estuviera disparando una escopeta. El abuelo también los oía, enderezaba la espalda y dirigía la mirada hacia arriba.
 -Son los hierros de mi hermano, están reventando -me dijo un día y, a continuación, volvió a agacharse sobre lo que estaba haciendo.
 Fue la primera vez que le oí pronunciar la palabra hermano. Más tarde averigüé que se llamaba Einar y que acabaron enemistados. Lucharon en bandos distintos durante la guerra, el abuelo en el Frente Oriental y Einar en Shetland. Mucho más no me contaron, salvo algún comentario suelto de Alma, como cuando se hizo un rayajo en la mesa del salón. "La hizo Einar" se limitó a decir, y cuando quise averiguar más, me contó que había sido ebanista, que había trabajado en París en los años treinta y que lo mataron en 1944.
 Lo que quedaba de él era un taller de carpintería. Estaba algo apartado, en una casita alargada, con la pintura roja desconchada y las ventanas cubiertas de polvo por dentro. Era el único edificio de la granja en el que la hierba crecía libremente alrededor de los cimientos. Sin embargo, el día en que me enteré de la existencia de Einar no pregunté por él sino por lo que el abuelo quería decir con "los hierros".
 -Mi hermano colocó anillos de hierro alrededor de los árboles -dijo-. Ahora están oxidados. En esta época del año sube la savia, los árboles crecen y los restallidos que oyes son los abedules liberándose.
 Me resultaba incomprensible que Einar quisiera torturar a los árboles.
 -Mantente alejado de ese bosque -dijo el abuelo-. A veces los fragmentos de hierro salen disparados y te aseguro que lo último que quieres ver en la vida son pedazos de hierro volando.
 Y entonces se le puso esa mirada que tenía muy rara vez, una mirada que me chocaba al mismo tiempo que me privaba de compasión, y que sabía que era un guiño hacia el pasado y la guerra. Con frecuencia luego se arrepentía y pasaba a tener un semblante inusualmente benigno, algo inseguro, que hacía que de pronto se bajara del tractor y me preguntara qué me apetecía cenar.
 Dije que me alegraba de que los árboles no pudieran quejarse y que de lo contrario no podría dormir, la ventana de mi cuarto daba a un bosque entero que gritaba de dolor. Pero sólo lo dije para contentar al abuelo y ni siquiera le pregunté por qué Einar había colocado anillos de hierro alrededor de los troncos.
 Más adelante leí Sucedió 1971 y, en las largas horas que pasé enfadado sin saber por qué, tuve la sensación de aliarme con Einar porque él había estado enemistado con el abuelo. Cuando estallaba la primera tormenta de primavera y la savia se ponía en marcha, de lo único que estaba pendiente al acostarme era de los restallidos del bosque de abedules. Y una noche sentí el impulso de ver a Einar. Me levanté de la cama, pasé de puntillas por delante del dormitorio del abuelo y me puse algo de ropa que había dejado en la entrada. Luego eché a correr hacia el bosque, mirando hacia atrás por si veía luz en la ventana. […]
 De pronto me encontraba entre los troncos de los abedules. Einar había colocado anillos alrededor de todos los árboles, unas cintas de hierro planas y oxidadas que aprisionaban la corteza blanca, mientras un sinfín de hojas verdes temblaba en las copas. Era un bosque grande y debía haber por lo menos cien abedules con  cintas de hierro, cinco o seis por árbol, distribuidas a distintas alturas. Debió de usar una escalera para colocarlas. Seguramente el plan era ir ajustando los anillos a medida que los árboles crecieran, porque unos largos tornillos con enormes tuercas de mariposa en los extremos servían para tensarlos. Pero a Einar lo mataron en 1944 y nunca pudo regresar para aflojar los anillos. La mayoría estaban ya corroídos por el óxido o colgaban flojos de los troncos; los árboles habían engullido algunos y otros se habían caído y yacían en el suelo del bosque.
 ¿Por qué había torturado así a los árboles? Esa noche pasé allí mucho rato, rodeado de los blancos troncos que parecían un mar de astas de bandera y practicando el enfado con un hombre muerto, un enfado que no tardé en descartar cuando me di cuenta de que sólo estaba imitando el del abuelo.
 Y, de repente, a mi espalda sonó un restallido. Salí corriendo hacia la granja por la misma senda que había marcado al subir, pero, al meterme bajo el edredón, no logré calmarme y tuve que hacer algo que no había hecho en muchos años […]
 Estaba asustado, asustado de verdad. El restallido del bosque había despertado algo en mí, un miedo intenso y un recuerdo se agitaban en mi interior. […]
 Al día siguiente le planteé una pregunta al profesor de pretecnología y el hombre se cepilló las virutas del delantal.
 -¿El abedul flameado? -dijo-. Es el mejor material de carpintería que tenemos en este país. Se saca de árboles dañados. El dibujo de la veta es como lenguas de fuego, sale cuando el árbol se sana a sí mismo.
 Esa fue la expresión que usó: sanar.
Los Dieciseis Arboles Del Somme - Mytting Lars Nunca había oído al profesor de pretecnología hablar así. Por lo general sólo hablaba de la importancia de ahorrar en materiales, siempre insistiendo en que tomáramos aún mejor las medidas. Sin embargo, en ese momento se fue al trastero y volvió con una pequeña puerta de armario que relumbraba en tonos dorados. La veta serpenteaba produciendo juegos de sombras y matices negros contra el luminoso fondo de color ámbar.
  -Lo que ves son cicatrices -dijo-. El árbol tiene que encapsular la herida para seguir creciendo. Los anillos de crecimiento se buscan rodeos y se estiran por encima de la herida. El dibujo es impredecible. Hasta que empiezas a serrar las tablas, no sabes cómo va a quedar.
 Se me daba bien la carpintería, sabía ensamblar la madera sin dejar grietas y tallar pequeñas caras a pulso.
 -En tu familia, lleváis la carpintería en la sangre -dijo el profesor con aire pensativo, y, al oírlo, sentí un tirón, el tirón de una cuerda que no acababa en Hirifjell, sino mucho más allá.
 A partir de entonces, aunque nunca lo contaba, visitaba a menudo el bosque y me ponía a mirar los árboles de Einar, encadenados como presos.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Alfaguara Editorial, 2017, en traducción de Cristina Gómez Baggethun. ISBN:  97-884-2042-677-8.]
 

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