sábado, 3 de octubre de 2020

Cuentos.- Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895)

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Mi inglés


  «Milord Pembroke, mi amigo, es, a pesar de su flema inglesa y sus cuarenta navidades, un gentleman legítimo. Alto y robusto, como un Milón de Crotona fundido en bronce de Inglaterra, impasible y severo como la estatua del remordimiento, pudiera a las mil maravillas colocarse en un museo de antigüedades egipcias, a no ser por los mechones rubios que interrumpen la tersura de su brillante calva, digna de un dramaturgo francés del año treinta. Milord Pembroke es rico: dos milloncejos bien saneados forman su fortuna, y a fe que con sus rentas sabe darse Milord vida de príncipe. Un día el flemático inglés sintió los primeros asomos del spleen, cansóse de la rígida Albión y de sus costumbres invariables; vio feo y monótono aquel cielo eternamente envuelto por las nieblas y aún más ennegrecido todavía por el hollín y el humo de las fábricas; ya no quiso cruzar en su caballo árabe, admiración del Jockey Club, las avenidas; dormía como un lirón en su palco del teatro, sin que le conmoviesen las fiorituras de la Patti; las inglesas, acartonadas y frías, de omóplatos salientes y huesosas manos, no le arrancaban ya ni la más vulgar galantería, y hastiado, en suma, de Londres y de los ingleses, de su palacio y de sus caballos, lió sus maletas; como buen inglés no dijo ni una frase de despedida a sus amigos íntimos, y sin otro compañero que su ayuda de cámara, ya viejo, y un soberbio perro de Noruega, calzó las botas de camino, cubrió su tersa calva con una montera de viaje, y llevando al lado un tarro de riquísimo cognac, favorecido por la niebla de una mañana fría y lluviosa, embaulóse en su cómodo mail coach, arropó sus gigantescos pies con las pieles más ricas y exquisitas, puso en sus manos los guantes de nutria indispensables, encendió su habano suculento, y dando al conductor la hora de marcha, silbó el látigo, sacudieron los caballos sus opulentas crines y el coche partió a todo correr por la avenida.
 Comienzan aquí las aventuras del touriste y extravagante inglés. A algunas me ha referido sotto voce, mientras el thé humeaba en tazas de transparente porcelana. En París se enamoró de una discípula de la Taglioni. En Alemania estuvo a punto de batirse por sostener la prioridad del vino sobre la cerveza. En Italia iba a ser víctima de una vendetta corsa. Cayó en las redes de un marido celoso en Portugal. En la India se salvó por accidente de las garras de un tigre que le había atrapado en cierta cacería, y en China estuvo a punto de casarse con una viuda malabar, renuente a morir en la hoguera por su esposo.
 Todos estos azares, sin embargo, no alteraron en nada la envidiable calma de Milord. Con frescura igual refiere su lucha en el desierto, con un tigre, y sus paseos nocturnos en Hyde Park. Cualquiera diría que el excéntrico Pembroke es un hombre formado de granito. Decidle: "Tu mujer te engaña, tu amigo te vende, tu apoderado te arruina, tu casa se incendia, tu fortuna se pierde" y él dirá, torciendo un cigarrillo: "Bueno". Eso sí, al siguiente día la esposa estará emparedada, cuando menos; el amigo, muerto; el administrador, encarcelado, y Milord Pembroke, tendido entre dos cirios con un revólver en la mano y un plomo en el pecho.
 La primera vez que conocí al típico inglés fue, si mal no recuerdo, en un corrillo en que se hablaba cierta noche de un asunto de crónica escandalosa. Una dama de alto coturno había traicionado vilmente a su marido, y éste, en un momento de ira, habíale herido disparándole a quemarropa un tiro.
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 Defendían algunos al marido, y yo, por sostener lo contrario, afirmaba que el burlado esposo era un criminal infame, merecedor, por lo menos, del grillete. Milord era el único que no había expresado su juicio en este asunto.
 -¿Qué opina usted? -le dijo alguno.
 -¿Yo? Creo, como el señor, que el marido es un mandria. 
 -Eso es -dije al momento-. Usted da así una prueba de su ilustración y de su criterio. ¡Herir a una mujer indefensa! ¿Puede darse mayor crimen? ¡Oh! Usted sí que es humanitario y grande y noble.
 -Es que yo hubiera descuartizado al amante, a vista de la esposa, y después hubiera sacado a ésta los ojos en presencia de sus hijos.
 Fácil es comprender lo estupefacto que me dejaría la tal respuesta. Tomé mi sombrero, y sin decir oste ni moste, huí a todo correr de aquel Nerón en traje de banquero.
 Hubimos de hallarnos otra vez en un convite Milord Pembroke y mi humildísima persona. Hablóme largamente de sus viajes, me refirió del pe al pa sus aventuras, y estrechando poco a poco nuestras relaciones, llegó a ofrecerme, con inglesa cortesía, su casa. Yo sabía que Milord poseía una soberbia casa de recreo, amueblada con lujo sibarita; algunos caballos árabes, capaces de matar de envidia al fakir más opulento de Hyderabad; una jauría de perros que Alfonso Karr habría mirado con deleite, y una mujer, andaluza por más señas, cuya belleza soberana traía sin querer a la memoria las hadas de los cuentos orientales.
 Tengo para mí que esta última presea fue la que más fuertemente me impulsó a aceptar el amistoso convite de Pembroke.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cátedra, 2006, en edición de José María Martínez, pp. 93-96. ISBN: 84-376-2315-4.]

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