X.-Condiciones de una propaganda filosófica
«Cuando las
religiones espiran, cuando las naciones agonizan, cuando la política de explotación
está reducida, para sostenerse, a proscribir al obrero y la idea, cuando la
república, puesta por todas partes a la orden del día, busca su fórmula;
llegada la hora en que las antiguas convicciones caen al suelo, las conciencias
están derrotadas, la opinión flaquea, y la multitud de los egoístas grita sálvese
quien pueda, puede decirse también que se está en el momento de intentar,
por medio de una nueva propaganda, la restauración social.
¿Tenemos, nosotros
y nuestros amigos, lo necesario para llevar a cabo semejante obra? Francamente
hablando, así lo creemos.
1. La Justicia, no
temamos repetirnos, gobierna bajo nombres diversos el mundo, naturaleza y
humanidad, ciencia y conciencia, lógica y moral, economía, política, historia,
literatura y arte. La Justicia es lo más primitivo que hay en el alma humana, lo
más fundamental que hay en la sociedad, lo más sagrado que hay en las naciones,
lo que reclama hoy con más ardor la muchedumbre. Es la esencia de las
religiones, al mismo tiempo que la forma de la razón; es el objeto secreto de
la fe, el principio, el medio y el fin del saber. ¿Qué puede concebirse que sea
más universal, más fuerte, más completo que la Justicia, la Justicia, en que lo
mejor implica contradicción?
Ahora bien: el
pueblo posee naturalmente la Justicia; el pueblo la ha conservado mejor que sus
señores y sus sacerdotes; en el pueblo es de mejor ley que entre los sabios que
la enseñan, los abogados que la discuten y los jueces que la aplican. El
pueblo, en fin, por su intuición nativa y su respeto al derecho, está más
adelantado que sus jefes; no le falta, como lo dice él mismo hablando de los animales
inteligentes, más que la palabra. La palabra es lo que nosotros queremos
dar al pueblo.
Nosotros que
sabemos hablar y escribir, no necesitamos, para predicar al pueblo y filosofar en
nombre de la Justicia, sino inspirarnos en los sentimientos de nuestro
auditorio y tomarle por árbitro. Si la filosofía, cuya exposición emprendemos,
es insuficiente, él nos lo dirá; si nos extraviamos en nuestras controversias,
si nos equivocamos en nuestras conclusiones, él nos lo advertirá; si se le
ofrece algo que sea mejor, él lo tomará. El pueblo, en lo que se refiere a la
Justicia, no es, hablando con propiedad, un discípulo y mucho menos un neófito.
Posee la idea y no reclama, como en otro tiempo la plebe romana, sino que se le
inicie en las fórmulas. No le pedimos sino que tenga fe en sí propio, y
adquiera el conocimiento de los hechos y las leyes; no va más allá nuestra tarea.
Somos los guías del pueblo, no sus iniciadores.
2. Esta primera ventaja trae
consigo otra, no menos preciosa: la de que, presentándonos simplemente como
misioneros del derecho, no tenemos necesidad ni de prevalemos de autoridad
alguna, divina ni humana, ni de aparecer como númenes, mártires o santos. Modestia,
franqueza, celo, sobre todo, buen juicio: no se nos exige más. Las verdades que
traemos no son nuestras; no nos han sido reveladas de lo alto por gracia del
Espíritu Santo, ni hemos recibido, para venderlas, privilegio de invención ni
de propiedad. Pertenecen a todo el mundo; están escritas en todas las almas, y
no se nos obligará, en prueba de veracidad, a probarlas con profecías ni
milagros. Hablad al esclavo, de libertad, al proletario de sus derechos, al obrero
de su jornal: todos os comprenderán; y si ven en lo que les prometáis
probabilidades de éxito, no se informarán a nombre de quién o de qué les estáis
hablando. En materia de Justicia, la naturaleza nos ha hecho a todos
competentes, porque a todos nos ha dado iguales facultades e iguales intereses.
Ésta es la razón por qué podemos flaquear en nuestra enseñanza sin comprometer
nunca nuestra causa, y no hay diferencia alguna de opinión que
pueda producir entre nosotros un cisma. El mismo celo por la Justicia que
hubiese podido dividirnos sobre tal o cual punto de doctrina, nos reconciliaría
tarde o temprano. Nada de autoridad, nada de sacerdocio, nada de iglesias. Todos
los que afirmamos el derecho, somos necesariamente ortodoxos en nuestra
creencia, y estamos por lo tanto eternamente unidos. La herejía en la Justicia
es un contrasentido. ¡Oh, si los apóstoles de Cristo hubieran sabido atenerse a
esta enseñanza! ¡Si los gnósticos se hubieran atrevido a volver a ella! ¡Si
Arrio, Pelagio, Manes, Wiclef, Juan Huss y Lutero hubiesen sido capaces de
comprenderla! Pero estaba escrito que el Verbo popular tendría por precursor el
Verbo de Dios: ¡benditos sean entrambos!
3. Pero el pueblo,
se dice, es incapaz de un estudio continuado; la abstracción de las ideas, la
monotonía de la ciencia le fastidian. Con él, es preciso concretar,
personalizar y dramatizar incesantemente, emplear el ithos y el pathos,
cambiar continuamente de objeto y de tono. Arrastrado por la imaginación y la
pasión, realista por temperamento, sigue fácilmente a los empíricos, a los
tribunos y a los charlatanes. Su fervor no es sostenido; recae a cada paso en
el materialismo de los intereses.
Esto prueba una
cosa, y es, que el filósofo que se consagra a la enseñanza de las masas, además
de instruido a fondo en la teoría, debe ser ante todo, en sus conferencias con el
pueblo, un demostrador práctico. En esto, no será tampoco innovador. La
identidad del hecho y de la ley, del fondo y de la forma, ¿no es acaso el
objeto constante de los tribunales? La jurisprudencia, en las universidades y
en los libros, ¿procede acaso de otro modo que por fórmulas y por ejemplos?
Por otra parte, al
enseñar la Justicia, ¿por qué habíamos de privarnos de esas dos palancas
poderosas, la pasión y los intereses? ¿Tiene otro fin la Justicia que asegurar
la felicidad pública contra las invasiones del egoísmo? ¿No tiene la miseria
por sanción? Sí, queremos que el pueblo sepa que está altamente interesado en
la Justicia, y que nadie tratará más a fondo que nosotros de sus intereses
materiales. Uno de los puntos sobre que nos proponemos insistir, es, que todo
crimen y todo delito, toda corrupción pública y privada, todo privilegio de
corporación, toda arbitrariedad en el gobierno, es para el pueblo causa
inmediata de empobrecimiento y luto.
He aquí por qué,
siendo misioneros de la democracia, y teniendo que combatir las más detestables
pasiones, el más cobarde y tenaz egoísmo, no dejaremos de excitar con la
vehemencia de nuestras palabras la indignación del pueblo. La Justicia se
demuestra por el sentimiento tanto como por la lógica. El Código penal
del despotismo llama a esto excitar a los ciudadanos al odio de unos contra otros,
al desprecio y al odio contra el gobierno. ¿Habíamos de dejar engañarnos
por una legislación hipócrita, cuyo único objeto es paralizar las conciencias, a
fin de asegurar, bajo una falsa apariencia de moderación, la impunidad de los
grandes culpables?
La vida del hombre
es corta: el pueblo no puede tomar sino pocas y rápidas lecciones. ¿De qué le
servirían, si no las hiciéramos tan positivas como su existencia; si no
pusiéramos en juego los hombres y las cosas; si, para ganar las inteligencias,
no conmoviéramos las imaginaciones y los corazones? ¿Nos estará vedado,
tratando de la Justicia, ser de nuestro siglo? ¿No mereceríamos ser llamados falsos
apóstoles, si, como quisieran nuestros adversarios, la redujéramos a una pura
abstracción?
En los hechos
contemporáneos es donde, como en un espejo, conviene mostrar al pueblo la
permanencia de las ideas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Librería de Alfonso Durán, 1868, en traducción de F. Pi y Margall, pp. 91-98.]
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