lunes, 19 de octubre de 2020

Sátiras.- Quinto Horacio Flaco (65 a.C. - 8 a.C.)

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Sátiras, II, 7
Horacio y su esclavo

  «-Hace rato que te escucho y quisiera decirte algunas palabras; pero yo soy tu esclavo y siento miedo.
 -¿Eres tú, Davo?
 -Sí, Davo, servidor fiel del amo que lo compró, y todo lo sobrio que es preciso; es decir, que puedes estar tranquilo, por mi vida.
 -¡Bien! Ya que nuestros antepasados así lo quisieron, usa de la libertad de diciembre. Habla.
 -Entre los hombres, aman algunos el vicio con constancia y persiguen sin cesar su meta; muchos nada, otros se afirman en el bien, otros son dóciles agentes del mal. Reconocido muchas veces por sus tres anillos, Prisco fue durante toda su vida la irregularidad misma: cambiaba cada hora el laticlavo por el augusticlavo, salía de un palacio para encerrarse en lugares de los que un liberto un poco escrupuloso no hubiera podido salir decentemente; unas veces optaba por seducir a las mujeres en Roma, otras por enseñar filosofía en Atenas, como hombre nacido bajo la influencia maligna de todos los Vortumnos reunidos. Volanerio, el dicharachero, cuando la bien merecida gota entumeció las articulaciones de sus dedos, contrató a un hombre a sueldo diario para que agitase e introdujese en su lugar los huesos en el cubilete; cuanta mayor constancia demostró en sus propios vicios, tanto más suave fue su desdicha y su parte mejor que la de aquel otro que sufre con la cuerda tensa unas veces, relajada otras.
 -¿Vas a decime de una vez, bribón, a dónde se encaminan esas pláticas?
 -A ti, sí, a ti.
 -¿Cómo, malvado?
Resultado de imagen de literatura latina jean bayet -Alabas tu condición y las costumbres de la plebe de antaño, y, a pesar de ello, si algún dios te llevara a ellas, protestarías bruscamente, bien porque no crees en la superioridad moral de los principios que proclamas, o porque los defiendes sin tener fuerza para practicarlos y sigues atascado con el vano deseo de arrancar tu pie del fango. En Roma deseas el campo; en el campo pones por las nubes la ciudad ausente; así es tu inconstancia. Si por casualidad no recibes ninguna invitación para cenar, te enorgulleces de tus hortalizas libres de inquietudes, y como si únicamente fueras a comer a la ciudad forzado y constreñido, te declaras feliz y te congratulas de no tener que ir a cenar a ningún sitio. Mecenas te invita a acudir, convidado tardío, en el momento en que se encienden las luces: "¿Nadie va a traerme aceite con mayor rapidez? ¿No me oye nadie?" Así gritas con gran estruendo, y huyes como un ladrón. Mulvio y los demás dicharacheros se marchan, con imprecaciones que es preferible no repetir. "Sí, lo confieso -podría decir Mulvio-, yo me dejo guiar fácilmente por mi estómago; el olor de la cocina eleva mi nariz; carezco de energía, soy perezoso, y añadid, si queréis, tabernario. Tú, en cambio, siendo igual que yo, y peor aún tal vez, ¿debes atacarme espontáneamente, como si tuvieras mayor valía, y ocultar tu vicios con elegantes palabras?" ¿Qué decir, si es manifiesto que tú eres más necio que yo, comprado por quinientas dracmas?... Deja de intimidarme con ese rostro terrible; contén tu mano y tu cólera mientras te explico lo que me ha enseñado el portero de Crispino. A ti te atrae la mujer de otro, mientras que Davo se contenta con una cortesana de baja ralea: ¿cuál de los dos, en su pecado, merece antes la cruz?... "Yo no soy un libertino", dices; ni yo tampoco soy un ladrón, por Hércules, cuando por prudencia, paso sin detenerme ante los vasos de plata. Quita el peligro, y la naturaleza, ya sin frenos, se lanzará en libre carrera. ¿Eres tú mi dueño? ¿Tú, a quien tantas cosas y tantos individuos hacen esclavo de tiranías tan imperiosas? ¿Tú, a quien la fusta -si cayera dos o tres veces sobre tus hombros- no podría librar de una esclavitud miserable? Añade aún una consideración que no debe tener menos peso; pues si llamamos "esclavo sometido" a quien sirve a un esclavo, como dice vuestra costumbre, o compañero de esclavitud, ¿qué soy yo para ti? Con toda seguridad, tú, que me das órdenes, eres esclavo miserable de otro señor y, como una marioneta, te pones en movimiento por resortes extraños. ¿Quién es libre, pues? El sabio, el hombre que posee el dominio de sí mismo, al que no espantan ni la pobreza, ni la muerte, ni las cadenas; que es fuerte para luchar contra las pasiones, para despreciar los honores, que constituye un todo en sí mismo, ofreciendo a las cosas externas como la superficie lisa de una esfera. en la que ninguna de ellas tiene poder para adherirse, y no se deja domeñar por los asaltos impotentes de la Fortuna. De todos estos rasgos, ¿hay alguno que puedas reconocer como tuyo propio? Una mujer exige de ti cinco talentos, te atormenta, te cierra su puerta y te rocía con agua helada; luego te llama; aparta tu cuello de su  yugo vergonzoso; entonces di: "Soy libre; sí, libre". No puedes, pues un rudo señor hurga en tu espíritu, te ataca duramente con su espolón si estás cansado y te obliga a cambiar de dirección a pesar de tus esfuerzos contrarios. Cuando quedas, insensato, paralizado de admiración ante un pequeño cuadro de Pausias, ¿en qué eres menos culpable que yo cuando admiro, extendidas las pantorrillas, los combates de Fulvio, de Rutaba o de Pacideyano, dibujados con minio o carbón de un modo tan impresionante que diríase que vemos a los hombres, blandiendo sus armas, luchar, herir y esquivar los golpes? Davo, sin embargo, es una mala persona, un callejero; a ti te llaman experto fino y hábil, en materia de antigüedades. Yo no valgo nada, si me dejo seducir por un dulce humeante; tu gran virtud, tu gran valor, ¿resisten la lucha contra las comidas exquisitas? Mis concesiones al estómago me resultan más funestas. ¿Por qué? Porque cargan mi espalda de golpes. Pero, ¿en qué respecto resultas tú menos castigado cuando buscas esos alimentos que no se pueden comprar a bajo precio? Pues las buenas comidas repetidas en exceso causan acidez, y los pies temblorosos, se resisten a sostener el cuerpo enfermo. ¿Es culpable acaso el esclavo que, cuando se acerca la noche, cambia furtivamente un estrigilo por un racimo de uvas? Y el amo que, para dar gusto a su glotonería, vende sus tierras, ¿no tiene nada de servil? Añade que no tienes el defecto de no poder permanecer una hora contigo mismo, que no sabes hacer una perfecta clasificación de tus diversiones, que tratas de esquivarte como de un esclavo fugitivo y errante, intentando acallar tu inquietud con el vino o con el sueño: trabajo vano, pues este compañero sombrío se une al fugitivo y le sigue paso a paso.
 -¿Dónde hay una piedra?
 -¿Para qué?
 -¿O flechas?
 -Este hombre está loco, o compone versos.
 -Si no marchas pronto de aquí, irás a ocupar el noveno lugar entre los trabajadores de mi finca sabina.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de la obra "Literatura Latina" por Jean Bayet, Editorial Ariel, 1981, en traducción de Andrés Espinosa Alarcón, pp. 245-247. ISBN: 84-344-3905-0.]
 

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