9.-La Subasta de las Ilusiones
«Luego redoblaron los tambores y se acalló el parloteo en un silencio cargado de expectativas.
Dio comienzo la Subasta de las Ilusiones.
Un chiquillo vestido de punta en blanco, con una chaqueta azul con incrustaciones de oro y la máscara de un asnillo, apareció en el palco de detrás del telón y avanzó impertérrito hacia el rematador.
-Y para empezar, esta noche tenemos con nosotros a un niño, ¡un guapo chiquillo de diez años! -vociferó el hombre, acogido por coros y ovaciones-. ¿Cómo te llamas, pequeño?
-¡Kuros, el Grande!
-¡Kurus, el Grande! ¿Y qué sabes hacer?
-Estoy vivo.
-¡Magnífico! ¡Señoras y señores, tenemos aquí a Kurus el Grande y está vivo! ¿Alguien está interesado en su adquisición?
Se alzó un bosque de manos y comenzó a oírse una vocinglería. Pero nadie habló de dinero. A Antonio, pendiente de inspeccionar las góndolas, le pareció que aquellas ofertas eran simples e insensatas abstracciones.
Al cabo de algunos minutos se puso en pie una mujer, que dominó a todas las otras voces gritando con todo el aliento de sus pulmones su propia oferta: veintinueve años de su vida a cambio del niño.
-¡Adjudicado! -sentenció el rematador.
La mujer corrió a coger al pequeño atemorizado. Mientras subía los escalones, sus sollozos se hacían más fuertes y desesperados, hasta transformarse en un llanto incontenible cuando se encontró delante de Kurus el Grande. Lo abrazó con tal ímpetu que estuvo a punto de asfixiarlo.
-¡Estás vivo! -daba gracias entre lágrimas-. ¡Estás vivo, hijo mío! ¡Creía haberte perdido para siempre!
Se le pidió que firmase en un libro registro para sellar el contrato. Lo hizo distraída, demasiado emocionada para darse cuenta de lo que estaba originando. Luego ella y Kurus el Grande se fueron, cogidos de la mano. Y sin embargo, a cada paso, a la mujer le costaba cada vez más caminar, doblándose, encaneciendo y empequeñeciendo como si estuviera envejeciendo ante los ojos de todos. Se marchitó veinte años en veinte pasos, pero su sonrisa no se ajó ni un instante.
El rematador, en aquel punto, sacó a subasta un reloj de péndulo con la esfera blanca sólo en una mitad: del tiempo perdido quedaban sólo los números del siete al uno. Había sido amablemente cedido por el Gran Relojero, dijo el rematador. Con él, cualquiera podría hacerse las ilusiones de tener más tiempo y poder continuar su búsqueda en Tirnail. Era una pieza de valor incalculable y hubo quien, con tal de hacerse con él, ofreció el Cordero Vegetal de Tartaria, recogido en la región de Oneiros, donde se cosechaban las fantasías perdidas; había quien hubiera prescindido del recuerdo del rostro de su madre y quien estaba dispuesto a privar a su dormir de sus sueños. Al final, fue adjudicado a un aviador que ofreció los recuerdos de sus viajes, a los que tuvo que añadir, visto el carácter unívoco del objeto, el coraje de volar. E inmediatamente cuando subió al tablado para llevarse el péndulo, el piloto comenzó a sufrir terriblemente de vértigos.
[...]
Hizo una inclinación, a la que siguieron los silbidos extasiados de la multitud. El rematador le preguntó cómo se llamaba.
-¿Y qué sabes hacer?
Genève se encogió de hombros y rió sarcásticamente, perpleja.
-Tengo el pelo verde.
-Tiene el pelo verde, señoras y señores. ¡Qué sublime ilusión, qué regalo para la vista! Así pues, damas y caballeros, cuánto ofrecen por semejante...
Levantó la mano izquierda, mostrando su dorso a los presentes. Tenía un tatuaje.
-Pero, ¿qué es?
-¡No lo veo!
-¡Es una libélula!
Corrió esta voz entre los clientes de la Subasta. En pocos segundos, hasta quien estaba lejos, más allá de las puertas de la gran sala, supo que Genève tenía una libélula tatuada en su mano izquierda.
[...]
Se alzaron casi todas las manos para adquirir a la Genève de los cabellos verdes. Se oyeron gritos. No faltó quien ofreció lágrimas derramadas sobre el lecho de muerte de su padre, algún otro puso en venta su propia voz y alguien propuso un poco de la tierra recogida de la tumba de su hijo; un vigilante nocturno de un almacén de la periferia ofreció todos los amaneceres que había visto, impresionando al rematador. Al final, estaba a punto de conseguirla sobre los innumerables pretendientes un viejo vagabundo dispuesto a prescindir de todos los días felices de su vida.
Se alzaron casi todas las manos para adquirir a la Genève de los cabellos verdes. Se oyeron gritos. No faltó quien ofreció lágrimas derramadas sobre el lecho de muerte de su padre, algún otro puso en venta su propia voz y alguien propuso un poco de la tierra recogida de la tumba de su hijo; un vigilante nocturno de un almacén de la periferia ofreció todos los amaneceres que había visto, impresionando al rematador. Al final, estaba a punto de conseguirla sobre los innumerables pretendientes un viejo vagabundo dispuesto a prescindir de todos los días felices de su vida.
Durante un instante, los ojos de Genève y de Antonio se encontraron en medio de aquel fermento, y entonces el caos se tornó orden, el ruido silencio y la mezcolanza, soledad.
Antonio debía conseguirla. Pero, ¿qué podía dar a cambio? No tenía nada consigo, allí, en Tirnail. ¿Qué poseía que estuviese dotado de un mínimo de valor?
-¡Ofrezco mi nombre! -gritó, y todas las manos se bajaron porque nadie había osado una propuesta tan arriesgada.
-¡Yo, Antonio Maria Fonte, ofrezco mi nombre a cambio de Genève Poitier! -repitió, ignorando los vahídos de Edgar que le imploraba que no fuese más allá.»
[El texto pertenece a la edición en español de Duomo ediciones, 2016, en traducción de José Ramón Monreal, pp. 92-96. ISBN: 978-84-16261-89-5.]
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