Capítulo VI
«Dos hombres que oyeron el diálogo comenzaron a reírse de la Manuela, tratando de tocarla para comprobar si tenía o no pechos. Mijita linda... qué será esto. Déjeme que la toquetee, ándate para allá roto borracho, qué venís a toquetearme tú. Entonces ellos dijeron que era el colmo que trajeran maricones como éste, que era un asco, que era un descrédito, que él iba a hablar con el jefe de carabineros que estaba sentado en la otra esquina con una de las putas en la falda, para que metiera a la Manuela en la cárcel por inmoral, esto es una degeneración. Entonces la Manuela lo rasguñó. Que no se metiera con ella. Que él podía delatar al Jefe de Carabineros por estar medio borracho. Que tuviera cuidadito porque la Manuela era muy conocida en Talca y tenía muy buen trato con la policía. Una es profesional, me pagaron para que haga mi show...
La Japonesa fue a buscar a don Alejo y lo trajo apurada para que interviniera.
-¿Qué te están haciendo, Manuela?
-Este hombre me está molestando.
-¿Qué te está haciendo?
-Me está diciendo cosas... -¿Qué cosas?
-Degenerado... y maricón...
Todos se rieron.
-¿Y no eres?
-Maricón, seré, pero degenerado no. Soy profesional. Nadie tiene derecho a venir a tratarme así. ¿Qué se tiene que venir a meter conmigo este ignorante? ¿Quién es él para venir a decir cosas a una, ah? Si me trajeron es porque querían verme, asique... Si no quieren show, entonces bueno, me pagan la noche y me voy, yo no tengo ningún interés en bailar en este pueblo de porquería lleno de muertos de hambre...
-Ya, Manuela, ya... toma...
Y la Japonesa lo hizo tomarse otro vaso de tinto.
Don Alejo dispersó el grupo. Se sentó a la mesa, llamó a la Japonesa, echó a alguien que quiso sentarse con ellos y sentó a un lado suyo a la Rosita y al otro a la Manuela: brindaron con el borgoña recién traído.
-Porque sigas triunfando, Manuela...
-Lo mismo por usted, don Alejo.
Cuando don Alejo salió a bailar con la Rosita, la Japonesa acercó su silla a la de la Manuela.
[...]
Don Alejo se acercó a la mesa. Con sus ojos de loza azulina, de muñeca, de bolita, de santo de bulto, miró a la Manuela, que se estremeció como si toda su voluntad hubiera sido absorbida por esa mirada que la rodeaba, que la disolvía. ¿Cómo no sentir vergüenza de seguir sosteniendo la mirada de esos ojos portentosos con sus ojillos parduscos de escasas pestañas? Los bajó.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1980, pp. 96-100. ISBN: 84-02-05161-8.]
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