viernes, 9 de octubre de 2020

Memorias de ultratumba.- François-René de Chateaubriand (1768-1848)

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Primera parte
Años de juventud: el soldado y el viajero (1768-1800)
VI.-El contrarrevolucionario

  «Las revoluciones, como los ríos, engruesan durante su curso: yo hallé la que había dejado en Francia enormemente crecida y desbordada. La había dej
ado con Mirabeau bajo la Constituyente y la hallaba con Danton bajo la Legislativa. Acababa de ser conocido en París el tratado de Pilnitz de 27 de agosto de 1791. El 14 de diciembre del mismo año, cuando yo me encontraba en medio de las tempestades, el rey anunció que había escrito a los príncipes del Imperio -especialmente al elector de Tréveris- sobre los armamentos de Alemania. Los hermanos de Luis XIV, el príncipe de Condé, el señor de Calonne, el vizconde de Mirabeau y el señor de la Queuille fueron acusados inmediatamente. Desde el 9 de noviembre se había dado un decreto contra los emigrados: en estas filas de proscritos fui a colocarme. Otros quizá hubiesen retrocedido; pero la razón del más fuerte me coloca siempre al lado del más débil: el orgullo de la victoria me es insoportable.
 Al dirigirme del Havre a Saint-Malo tuve ocasión de observar las divisiones y las desgracias de Francia: los palacios, quemados o abandonados; sus propietarios habían huido; las mujeres vivían refugiadas en las ciudades. Las aldeas y los pueblos gemían bajo la tiranía de los clubs afiliados al central de los franciscanos, reunido después con el de los jacobinos. Su antagonista, la Sociedad monárquica o de San Bernardo, ya no existía; la innoble denominación de "descamisado" se había hecho popular; ya no se llamaba al rey más que "Monsieur Veto" o "Monsieur Capeto".
 Fui recibido tiernamente por mi madre y mis familiares, que deploraban sin embargo la inoportunidad de mi vuelta. Mi tío, el conde de Bedée, se disponía a pasar a Jersey con su mujer y sus hijos. Se trataba de hallar dinero para reunirse con los príncipes. Mi viaje a América había abierto una brecha en mi fortuna; mis propiedades estaban casi arruinadas por la supresión de los derechos feudales; los beneficios simples que debía recibir en virtud de mi afiliación a la orden de Malta habían caído en manos de la nación, juntamente con los demás bienes del clero. Este concurso de circunstancias decidió el acto más grave de mi vida: me casaron, a fin de procurarme medios de hacerme matar sosteniendo una causa que no amaba.
 Vivía retirado en Saint-Malo el señor de Lavigne, caballero de San Luis, antiguo comandante de Lorient. Este caballero tuvo dos hijos; uno de ellos se casó con la señorita de Placelière. Dos hijas de este matrimonio quedaron de corta edad, huérfanas de padre y madre: la mayor se casó con el conde de Plessis-Parscau; la menor, que vivía con su abuelo, tenía diecisiete años a mi regreso de América. Era blanca, delicada, pequeña y muy bonita; dejaba caer como un nido sus hermosos cabellos rizados naturalmente. Se calculaba su fortuna en quinientos o seiscientos mil francos.
 Mis hermanas se empeñaron en casarme con esta señorita, muy amiga de Lucila. El negocio se trató a espaldas mías. Apenas había visto tres o cuatro veces a la señorita de Lavigne y yo no me notaba ninguna cualidad de marido. Lucila amaba a la señorita de Lavigne y veía en este matrimonio la independencia de mi fortuna.
 -¡Hazlo pues! -le dije.
 En mí el hombre público es inquebrantable; el hombre privado está a merced del que quiere apoderarse de él.
 El consentimiento del abuelo, del tío paterno y de los principales parientes se obtuvo fácilmente; quedaba por conquistar un tío materno, Vaubert, gran demócrata, que se opuso al matrimonio de su sobrina con un aristócrata como yo. Se creyó que se podía pasar adelante; pero mi piadosa madre exigió que el matrimonio religioso fuera hecho por un cura "no juramentado", lo que no podía hacerse sino de un modo secreto. Vaubert lo supo y lanzó contra nosotros a la magistratura, con el pretexto de rapto y violación de la ley, basándose en la pretendida senilidad de su abuelo. La señorita de Lavigne, ya señora de Chateaubriand, fue llevada por decreto de los tribunales a un convento de Saint-Malo, sin que yo tuviera comunicación con ella.
 No había rapto, ni infracción de la ley, ni aventura ni amor en todo esto; este matrimonio no tenía más que el lado malo de la novela: la verdad. Se pleiteó y el matrimonio fue juzgado válido civilmente por el tribunal. Al ponerse de acuerdo los parientes de las dos familias, Vaubert desistió de proseguir con el pleito. El cura constitucional fue pagado generosamente y no reclamó contra la primera bendición nupcial, y la señora de Chateaubriand salió del convento con Lucila, que se había encerrado con ella.
 Ella me trajo todo lo que yo podía desear. No sé si ha existido alguna vez inteligencia tan fina como la de mi mujer: adivina el pensamiento y la palabra cuando nacen, en la frente o en los labios del que habla con ella; es imposible engañarla. Dotada de espíritu original y cultivado, aguda escritora, maravillosa narradora, la señora de Chateaubriand me profesa admiración sin haber leído jamás dos líneas de mis obras: temería encontrar ideas que no son las suyas, o descubrir que no tiene bastante entusiasmo para lo que yo valgo. Aunque juez apasionado, es instruida y buena entendedora.
Resultado de imagen de francois rene de chateaubriand memorias de ultratumba Me casé a fines de marzo de 1792, y el 20 de abril la Asamblea Legislativa declaró la guerra a Francisco II de Austria, que acababa de suceder a su padre Leopoldo. La guerra sacó de Francia al resto de la nobleza. Por una parte redoblaron las persecuciones; por otra, no se permitió a los realistas permanecer en sus casas sin que se los acusara de poltrones; fue preciso dirigirme al campamento que venía buscando de tan lejos. Mi tío De Bedée y su familia se embarcaron para Jersey y yo partí para París con mi mujer y mis hermanas Lucila y Julia. En tanto que la tragedia enrojecía las calles, la bucólica florecía en el teatro. París no tenía en 1792 la fisonomía de 1789 y 1790; no era ya la Revolución naciente: era un pueblo que marchaba embriagado hacia su destino, a través de abismos, por sendas desconocidas. La actitud del pueblo no era curiosa ni tumultuaria: era amenazadora. Sólo se encontraban en las calles caras asustadas o feroces, gente que se deslizaba a lo largo de las casas a fin de pasar inadvertida o que merodeaba buscando su presa: miradas temerosas o humilladas se fijaban en las de uno, mientras que otras ásperas parecían atravesarle el rostro.
 La variedad de trajes había cesado. El mundo antiguo se borraba. Se vestía uniformemente la casaca del mundo nuevo: casaca que no era entonces más que el último vestido de los condenados del porvenir. Las licencias sociales que se manifestaron con el rejuvenecimiento de Francia, las libertades de 1789, estas libertades fantásticas y desordenadas de un orden de cosas que se destruye sin cesar sin caer en la anarquía, se nivelaban bajo el cetro popular; se advertía la aproximación de una joven tiranía plebeya, fecunda, es cierto, y llena de esperanzas, pero también mucho más formidable que el despotismo caduco de la antigua monarquía; porque, como el pueblo soberano está en todas partes, cuando llega a convertirse en tirano se hace universal la tiranía.
 A la población parisiense se mezclaba una aportación extraña, de matones del Mediodía: la vanguardia de los marselleses, que Danton atraía para las jornadas del 10 de agosto y las matanzas de septiembre, se daba a conocer por sus harapos, su tez morena, su aire cobarde y criminal, pero criminal de otro sol: in vultu vitium, con el vicio en la cara.
 En la Asamblea Legislativa no conocía yo a nadie. Mirabeau y los primeros ídolos de nuestras revueltas, o no existían, o habían sido derribados de sus altares.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Jesús García Tolsá, pp. 115-118. ISBN: 84-7530-381-1.]
 

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