sábado, 24 de octubre de 2020

El gesto de Héctor.- Luigi Zoja (1943)


Resultado de imagen de Luigi zoja 

3.-Modernidad y decadencia
3.2.-De la revolución francesa a la revolución industrial

  «La Revolución Industrial hace añicos esa estabilidad y sacude las relaciones sociales. Con el tiempo, la nueva riqueza producida permitirá corregir muchas de las nuevas injusticias económicas. De hecho, ayudará a mantener el bienestar general a unos niveles antes inimaginables. Sin embargo, la novedad también revoluciona las relaciones familiares, que entran en un estado de inestabilidad que aún hoy perdura. […]
 La nueva realidad destroza la convivencia familiar, que el padre -pues su identidad también consistía en su convicción- creía eterna. Arranca a esposa e hijos de su autoridad y los entrega a una jerarquía externa, sin ninguna relación personal, que sólo retiene del padre la severidad. Por primera vez puede ocurrir que las ganancias de los familiares sean más altas que las suyas. De un plumazo pierde soberanía y dignidad. […]
 A partir del día en que el campesino abandona la azada y pasa a la fábrica, éste, de una forma repentina y radical, ya no está ante los ojos del hijo. Lo mismo les sucede, poco después, al artesano, al herrero o al carpintero. Sus productos son expulsados del mercado por obra de las máquinas que los fabrican con costes más bajos. Para estos padres comienza un exilio en los talleres, donde se trabaja la madera y el hierro, en los que sirven a máquinas que, a su vez, sirven a un patrón extraño. […] Producen un rédito pero ya no generan una enseñanza directa ni una iniciación a la vida adulta; […] 
 El hijo de la era industrial ya no ve ni conoce la actividad del padre; ya no tiene una imagen de él como adulto y como cabeza de familia en el acto de sostener a sus familiares con el trabajo, como Eneas había sostenido a los suyos con su cuerpo. […]
 Con la industrialización, durante el día, el padre puede ser succionado por la fábrica y, durante la noche, por un dormitorio para hombres, que le permite encontrarse a una distancia aceptable del trabajo. Para el hijo se convierte en un desconocido. […]
 Al mismo tiempo, el padre se encuentra, como diríamos hoy, deprimido. Ha perdido el interés por el trabajo y gran parte de la relación concreta con la familia. En el campo y en la artesanía se daba una estacionalidad que dejaba momentos libres para pasarlos juntos; ahora el trabajo es siempre mucho tiempo y a menudo va acompañado de un largo desplazamiento. Además, cuando podía el padre ya no deseaba volver a un hogar tan poco saludable, con familiares hacinados y tristes a los cuales ya no tenía nada que contar, no cómo ha abierto el surco con el arado ni cómo ha sometido la madera a su voluntad. Sólo debe llevar el dinero que ha ganado. Sin embargo, como no tiene nada que compartir, hasta esto último se le hace extraño y frío, como repartir números, no algo cálido como pasarse las sopas del campo, humeantes como el cerdo que ha vivido y ha muerto en el patio, alegres como el vino de la viña. Por primera vez, el padre urbanizado esconde algo y lo gasta en beber. Ha reencontrado el vino, no el viñedo y el alivio dura tanto como el bar: el hogar resulta aún más ajeno; las palabras, pocas y hostiles. Al día siguiente, volverá incluso más tarde, esconderá más dinero para llevárselo a una antigua campesina que ha descendido hasta un oficio aún más humillante, a otra cadena de montaje.
 En el lugar de la imagen del padre, los huérfanos tienen un agujero mental; pero en el hijo de este hombre, esto no sucede. Es diferente porque no puede ignorar que tiene un progenitor. Por primera vez en la historia el hijo se avergüenza del padre. No se trata de algo ocasional, siente vergüenza de tener padre y de ser su hijo. Ese día nace el problema de los hijos que no quieren crecer y, de éste, directamente, la sociedad actual de adultos que no quieren serlo.
 Ha hecho su aparición en el imaginario de la sociedad occidental una figura sin precedentes: el padre indigno. Las narraciones, las ilustraciones y, finalmente, las leyes del siglo XIX comienzan a preocuparse por él. Esta descomposición del tejido familiar -en parte real y, en parte, imaginada por los conformistas y temerosos de algo desconocido que se está formando en la sociedad y en la psique- anima al Estado a sustituir la autoridad paterna en la vida cotidiana, después de que la Revolución la hubiera puesto en tela de juicio en el ámbito de los principios. De esta manera, el proceso continúa siendo circular y el orden paterno rueda hacia abajo, como un alud. Si bien el maestro había producido una figura competidora del padre, la escuela se limitaba, en principio, a ofrecer a las familias la posibilidad de enviar a los hijos allí donde podían ser educados. Ahora se les obliga a estudiar para sustraerlos a un padre que los deseduca, en nombre de un derecho de los niños o del propio Estado. El padre pobre, urbanizado, privado de sus tierras, de su tradición laboral y de su identidad ha perdido el respeto de los demás, así como el propio. Vuelve a existir cuando, en la nueva situación, que lo pone en contacto de forma horizontal con una infinidad de otros como él, se siente parte de la masa, que equilibra con momentáneos sentimientos de potencia la permanente impotencia. Esta compensación alimentará el movimiento sindical y, lentamente, derrotará a la pobreza. Sin embargo, como padre su miseria carece de precedentes y puede que la perciba, porque ya no sabe qué significa ser padre. El hijo o la mujer no lo comprenden o lo desprecian, el patrón le roba el tiempo en la fábrica y esta última le absorbe el pensamiento en el trabajo; los revolucionarios lo quieren como parte de su doctrina, pero no como padre -una función que Marx cree en su ocaso-, pues ahora están comprometidos con proponer estructuras estatales que reemplacen su creciente inadecuación y le eviten la ilusión de emular a la familia burguesa.
 El problema, sin embargo, no parece sólo material ni únicamente se da en las clases pobres. Todos se encuentran afectados, tanto en la práctica como de forma espiritual. La ausencia material del padre asciende de la base de la sociedad hacia lo alto, así como su desaparición cultural desciende de los estratos elevados a los del proletariado.
 Desde abajo la imagen del padre indigno -la desconfianza de los demás en los padres y de los propios padres en sí mismos- se extiende a otras clases sociales. La clase media urbana no ha sufrido la miseria del proletariado, ni ha perdido el prestigio ni la identidad del cabeza de familia al tiempo que la tierra y el oficio.  Quien posee una profesión paterna boyante desea mantenerla: los comerciantes de París, que en el siglo XVIII dejaban su ocupación a sus hijos en el 75 por ciento de los casos, se reducen  a poco más de un tercio en el siglo siguiente. La huida del padre no sólo golpea donde el infortunio ya ha castigado; no forma parte sólo de la crisis económica sino, además, de una mutación que define una época. No se huye únicamente del callejón sin salida de la pobreza, sino asimismo de un símbolo antes bendito y ahora maldito.
Resultado de imagen de el gesto de hector Luigi zoja También en las clases superiores el padre puede contentarse cada vez menos con la pasividad. Para conservar sus puestos de trabajo son absorbidos por actividades cada vez más complejas, por viajes que los llevan cada vez más lejos, que los hacen invisibles e incomprensibles ante sus hijos. La pérdida de la relación ocurre más tarde, pero de manera no menos radical que en el proletariado. Aquí la familia parece más fuerte. Sin embargo, la circulación de las ideas provoca que la imagen colectiva del padre resulte más vulnerable a la crítica que sufre la autoridad tradicional. La nueva cultura de los valores horizontales se afianza primero en las personas más cultas y, después, desciende hacia los desesperados. La secularización de la sociedad continúa sin detenerse. Si en el plano filosófico es Nietzsche, a fínales del siglo XIX, quien aborda la muerte de Dios, en el plano simbólico su muerte parece el punto de llegada de la eliminación del rey; las dos componen la gran metáfora de la eliminación del padre.
 Mientras esos aspectos se entrelazan, diferencian, a su vez, a los grupos sociales para después reunirlos, se alimentan de manera circular; interviene una novedad que hace más simple, más evidente, más democráticamente universal la ausencia del padre: la guerra mundial, en dos momentos separados por una generación, para consentir a los mismos hombres ser tanto hijos abandonados por el padre como padres alejados del hijo.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2018, en traducción de Manu Manzano. ISBN: 978-84-306-1959-7.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: