miércoles, 7 de octubre de 2020

Discursos a la nación alemana.- Johann Gottlieb Fichte (1762-1814)

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Discurso octavo: Qué es un pueblo en el sentido superior de la palabra y qué es amor a la patria

  
  «Pueblo y patria, en este sentido, como portadores y garantía de la eternidad terrena y como aquello que puede ser eterno aquí en la tierra, son algo que está por encima del Estado en el sentido habitual de la palabra; están por encima del orden social tal y como se entiende en un concepto simple y claro y se establece y conserva de acuerdo con este concepto. El Estado quiere una cierta justicia y una paz interna, quiere que cada individuo encuentre con su trabajo el alimento y la prolongación de su existencia física mientras Dios quiera conservársela. Todo esto es sólo medio, condición y estructura de aquello que realmente quiere el amor a la patria, del florecimiento aquí, en el mundo, de lo eterno y de lo divino, cada vez más puro, más perfecto y más adecuado dentro del desarrollo infinito. Precisamente por esto, este amor a la patria tiene incluso que regir al Estado como autoridad primerísima, última e independiente, al limitarle a la hora de elegir los medios para su objetivo inmediato, la paz interna. Para este objetivo hay que limitar sin más la libertad natural de individuo de varias formas, y si no se tuviese ninguna intención ni meta aparate de ésta, se haría bien en continuar limitándola lo más posible, sometiendo sus emociones a una norma uniforme y manteniéndolas bajo vigilancia permanente. Aun en el supuesto de que este rigor no fuese necesario, al menos no dañaría su único objetivo. Sólo una concepción superior del género humano y de los pueblos rebasa este cálculo limitado. La libertad, incluso en las emociones de la vida exterior, es la tierra en que germina la formación superior; una legislación que la tenga en cuenta le dejará a la primera un ámbito lo más amplio posible, incluso con el riesgo de que no se llegue a un grado muy elevado de tranquilidad y quietud uniformes y de que el gobernar se convierta en tarea un poco más difícil y trabajosa.
 Para explicar esto con un ejemplo: se sabe que a algunas naciones se les ha dicho claramente que no tenían necesidad de tanta libertad como, por ejemplo, otras. Esta frase puede incluso ser benigna y suave si con ella simplemente se quiere decir que no podrían soportar tanta libertad y que sólo un alto grado de rigor podría evitar que se aniquilasen entre sí. Pero si se toman las palabras tal y como se han dicho, son ciertas a condición de que tal nación sea completamente incapaz de vida originaria y del impulso hacia ella. Una nación así, si es que pudiera existir, en la que sólo unos pocos nobles no constituirían tampoco una excepción a la regla, no necesitaría de hecho libertad alguna, pues ésta está determinada para objetivos más elevados y que sobrepasan al Estado; necesita simplemente domesticación y adiestramiento para que los individuos coexistan en paz y para que la totalidad esté preparada para ser medio eficaz para objetivos que escapan a su alcance y que le han sido propuestos a capricho. Aquí no vamos a decidir si a una nación puede decírsele esto con verdad; lo que sí está claro es que un pueblo originario necesita libertad, que la libertad es garantía de su persistencia como originario y que en su subsistencia soporta sin peligro alguno un grado cada vez más elevado de ella. Esto constituye la primera parte con respecto a la cual el amor a la patria debe gobernar al mismo Estado.
Resultado de imagen de discursos a la nación alemana Además, el amor a la patria tiene que ser quien gobierne al Estado en el sentido de proponerle incluso una meta superior a la común del mantenimiento de la paz interna, de la propiedad, de la libertad personal, de la vida y del bienestar de todos. Solamente para este objetivo superior, y no con ninguna otra intención, el Estado reúne una fuerza armada. Cuando se habla de su utilización, cuando se trata de arriesgar todos los objetivos meramente conceptuales del Estado, como son, propiedad, libertad personal, vida y bienestar, e incluso la subsistencia del Estado, sin una idea clara de la segura consecución de la meta propuesta, cosa que en asuntos de este tipo nunca es posible, cuando se trata de decidir de manera originaria y responsable ante Dios, entonces en el timón del Estado vive una vida verdaderamente originaria y primera y es aquí donde aparecen los verdaderos derechos de majestad del gobierno de aventurar, al igual que Dios, la vida inferior en razón de la superior. En el mantenimiento de la constitución heredada, de las leyes, del bienestar del ciudadano, no hay una vida verdaderamente auténtica ni una decisión originaria. Estas leyes las han creado unas circunstancias y situaciones y unos legisladores que tal vez hace tiempo que han muerto ya; las épocas posteriores continúan con fidelidad por el camino trazado y no viven de hecho una vida pública propia, sino que solamente repiten una vida ya pasada. En tales épocas, no se necesita de auténtico gobierno. Pero cuando peligra esta continuidad regular y se trata de decidir sobre casos nuevos que nunca se han dado antes, entonces se necesita una vida que viva por sí misma. ¿A qué espíritu podría ponérsele el timón en tales casos, que fuese capaz de decidir con seguridad y certeza propias y sin continuas vacilaciones turbulentas, que tuviese el derecho innegable a detentar el poder, quiéralo o no, incluso él mismo, ante cualquiera que pudiera presentarse y obligar a quien se resista a poner en peligro todo, hasta la misma vida? No el espíritu del sereno amor cívico a la constitución y a las leyes, sino la llama ardiente del amor superior a la patria que entiende la nación como envolvente de lo eterno y al que el noble se entrega con alegría y al que el no noble, que sólo está ahí por amor al primero, debe entregarse quiera o no. No es aquel amor cívico a la constitución; éste no es capaz de ello si es que es razonable. Ocurra lo que ocurra, como no se gobierna por gobernar, siempre encontrará para sí un gobernante. Dejad que el nuevo gobernante quiera incluso la esclavitud (¿dónde está la esclavitud sino en el desprecio y en la opresión a la peculiaridad de un pueblo originario, peculiaridad que no existe para esa mentalidad?), dejadle que quiera incluso la esclavitud (pues de la vida de los esclavos, de su gran cantidad, incluso de su bienestar puede sacarse provecho), pues si sabe calcular medianamente, bajo él será soportable la esclavitud. Al menos encontrarán siempre vida y sustento. ¿Para qué tendrían que luchar entonces? Después de estas dos cosas lo que más les importa es la tranquilidad. A ésta sólo la perturba la lucha continuada. Se servirán de todos sus medios para que termine pronto, se resignarán y cederán, ¿por qué no habrían de hacerlo? Nunca han tenido otra cosa por la que actuar, ni han esperado de la vida nada más que la continuación de la costumbre de existir bajo condiciones soportables. La promesa de una vida que, incluso aquí en la tierra, vaya más allá de la vida terrena es lo que puede animarles hasta a morir por la patria.
 Así ha sido hasta ahora. Donde realmente se ha gobernado, donde se han superado serias luchas, donde se ha salido victorioso contra una resistencia fuerte, allí ha estado esa promesa de vida eterna, que ha sido quien ha gobernado, luchado y vencido.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1977, en traducción de Luis A. Acosta y María Jesús Varela, pp. 210-213. ISBN: 84-276-0395-9.]
 

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