Discurso octavo: Qué es un pueblo en el sentido superior de la palabra y qué es amor a la patria
«Pueblo y patria, en este sentido, como portadores y garantía de la eternidad terrena y como aquello que puede ser eterno aquí en la tierra, son algo que está por encima del Estado en el sentido habitual de la palabra; están por encima del orden social tal y como se entiende en un concepto simple y claro y se establece y conserva de acuerdo con este concepto. El Estado quiere una cierta justicia y una paz interna, quiere que cada individuo encuentre con su trabajo el alimento y la prolongación de su existencia física mientras Dios quiera conservársela. Todo esto es sólo medio, condición y estructura de aquello que realmente quiere el amor a la patria, del florecimiento aquí, en el mundo, de lo eterno y de lo divino, cada vez más puro, más perfecto y más adecuado dentro del desarrollo infinito. Precisamente por esto, este amor a la patria tiene incluso que regir al Estado como autoridad primerísima, última e independiente, al limitarle a la hora de elegir los medios para su objetivo inmediato, la paz interna. Para este objetivo hay que limitar sin más la libertad natural de individuo de varias formas, y si no se tuviese ninguna intención ni meta aparate de ésta, se haría bien en continuar limitándola lo más posible, sometiendo sus emociones a una norma uniforme y manteniéndolas bajo vigilancia permanente. Aun en el supuesto de que este rigor no fuese necesario, al menos no dañaría su único objetivo. Sólo una concepción superior del género humano y de los pueblos rebasa este cálculo limitado. La libertad, incluso en las emociones de la vida exterior, es la tierra en que germina la formación superior; una legislación que la tenga en cuenta le dejará a la primera un ámbito lo más amplio posible, incluso con el riesgo de que no se llegue a un grado muy elevado de tranquilidad y quietud uniformes y de que el gobernar se convierta en tarea un poco más difícil y trabajosa.
Para explicar esto con un ejemplo: se sabe que a algunas naciones se les ha dicho claramente que no tenían necesidad de tanta libertad como, por ejemplo, otras. Esta frase puede incluso ser benigna y suave si con ella simplemente se quiere decir que no podrían soportar tanta libertad y que sólo un alto grado de rigor podría evitar que se aniquilasen entre sí. Pero si se toman las palabras tal y como se han dicho, son ciertas a condición de que tal nación sea completamente incapaz de vida originaria y del impulso hacia ella. Una nación así, si es que pudiera existir, en la que sólo unos pocos nobles no constituirían tampoco una excepción a la regla, no necesitaría de hecho libertad alguna, pues ésta está determinada para objetivos más elevados y que sobrepasan al Estado; necesita simplemente domesticación y adiestramiento para que los individuos coexistan en paz y para que la totalidad esté preparada para ser medio eficaz para objetivos que escapan a su alcance y que le han sido propuestos a capricho. Aquí no vamos a decidir si a una nación puede decírsele esto con verdad; lo que sí está claro es que un pueblo originario necesita libertad, que la libertad es garantía de su persistencia como originario y que en su subsistencia soporta sin peligro alguno un grado cada vez más elevado de ella. Esto constituye la primera parte con respecto a la cual el amor a la patria debe gobernar al mismo Estado.
Así ha sido hasta ahora. Donde realmente se ha gobernado, donde se han superado serias luchas, donde se ha salido victorioso contra una resistencia fuerte, allí ha estado esa promesa de vida eterna, que ha sido quien ha gobernado, luchado y vencido.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1977, en traducción de Luis A. Acosta y María Jesús Varela, pp. 210-213. ISBN: 84-276-0395-9.]
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