El pozo
«Los somalíes constituyen un solo pueblo de varios millones de habitantes. Tienen lengua, historia y cultura comunes. Al igual que territorio. Y la misma religión: el islam. Una cuarta parte de esta comunidad vive en el sur y se dedica a la agricultura, cultivando sorgo, maíz, fríjoles y plátanos. Pero la mayoría se compone de nómadas, propietarios de rebaños. Precisamente me hallo ahora entre ellos, en un vasto territorio semidesértico, allá por entre Berbera y Las Anod. Los somalíes se dividen en varios clanes grandes (tales como issaq, daarood, dir, hawiye) y éstos, a su vez, en clanes menores, que se cuentan por decenas, y estos últimos, finalmente en grupos emparentados, por centenares e incluso miles. Los lazos familiares, las alianzas y los conflictos entre todas estas comunidades y constelaciones de linaje conforman la historia de la sociedad somalí.
El somalí nace en algún lugar junto a un camino, en una cabaña-refugio o, simplemente, bajo el cielo raso. Jamás sabrá su lugar de nacimiento, que tampoco será inscrito en parte alguna. Al igual que sus padres, no tendrá una aldea o un pueblo natal. Tiene una única identidad: la que marca su relación con la familia, el grupo de parientes y el clan. Cuando se encuentran dos desconocidos, empiezan diciendo: ¿Que quién soy? Soy Soba, de la familia de Ahmad Abdullah, la cual pertenece al grupo de Mussa Araye, que, a su vez, pertenece al clan de Hasean Said, el cual forma parte de la unión de clanes isaaq, etc. Tras semejante presentación, le toca el turno al segundo desconocido, quien procederá a facilitar los detalles de su origen y definir sus raíces, y ese intercambio de información , que se prolonga durante largo rato, resulta sumamente importante, pues ambos desconocidos intentan averiguar lo que los une o separa, y si se fundirán en un abrazo o se abalanzarán el uno sobre el otro con un cuchillo. A todo esto, la relación particular entre las dos personas, su simpatía o antipatía mutuas, no tiene ninguna importancia; la actitud hacia el otro, amistosa u hostil, depende de cómo se presentan en el momento dado las relaciones entre sus respectivos clanes. La persona privada, particular, el individuo, no existe; sólo cuenta como parte de este u otro linaje.
Cuando el niño cumple ocho años se le concede un gran honor: a partir de este momento, junto con sus compañeros, se encargará de cuidar de un rebaño de camellos, el tesoro más preciado de los nómadas somalíes. Entre ellos, todo se mide por el valor de los camellos: la riqueza, el poder, la vida. Sobre todo la vida. Si Ahmed mata a un miembro de otra familia, la suya tiene que pagar a la del muerto una indemnización. Si ha matado a un hombre, cien camellos; y si a una mujer, cincuenta. Si no, ¡habrá guerra! Sin camellos la persona no puede existir. Se alimenta de la leche de las hembras. Traslada su casa a lomos del animal. Sólo vendiéndolo puede fundar una familia: entrar en posesión de una esposa exige pagar un precio, siempre en camellos, a los parientes de la elegida. Finalmente, salvará la vida, pagando la correspondiente indemnización con dichos animales.
El rebaño que poseen todos los grupos familiares se compone de camellos, cabras y ovejas. Aquí no se puede cultivar la tierra. Es una arena seca y abrasadora en que no germina nada. De modo que el rebaño se convierte en la única fuente de ingresos, de vida. Pero los animales necesitan de agua y pastos. Y aquí, incluso en la estación de las lluvias no abundan, y en la seca la mayoría de los pastos desaparecen del todo y los arroyos y los pozos pierden mucha profundidad , cuando no toda el agua. Entonces llegan la sequía y el hambre, y muere el ganado así como mucha gente.
Ahora el pequeño somalí empieza a conocer su mundo. Lo aprende. Esas acacias solitarias, esos baobabs gigantes gigantescos se convierten en señales que le dicen dónde está y por dónde debe caminar. Esas rocas altas, esos barrancos verticales llenos de piedras, esas peñas rocosas salientes le indican el camino, le enseñan las direcciones y no le permiten perderse. Pero el paisaje en cuestión, que en un principio le parece legible y conocido, no tarda en despojarle del sentimiento de seguridad. Pronto resulta que los mismos lugares y laberintos, las mismas composiciones de señales que lo rodean ofrecen un aspecto en la época quemada por la sequía y otro diferente, cuando, en la estación de las lluvias, se cubren de un verde frondoso; que las mismas crestas y hendiduras rocosas cobran unas formas, profundidad y color en los horizontales rayos del sol de la mañana y otras, muy distintas, al mediodía, cuando caen sobre ellas rayos verticales. Sólo entonces comprenderá el chiquillo que un mismo paisaje entraña un sinfín de composiciones que varían y cambian y que hay que saber cuándo y en qué orden se suceden y qué significan, qué le dicen y qué le advierten.
Y ésta es su primera lección: que el mundo habla haciéndolo en muchas lenguas, y que constantemente hay que aprenderlas. Aunque a medida que pasa el tiempo, el chico recibe también otra lección: conoce a su planeta, el mapa del mismo y los caminos e itinerarios en él señalados, sus direcciones, trayectorias y trazado. Aunque, aparentemente, no se vea nada alrededor, nada más que extensiones desnudas y desiertas, lo cierto es que estas tierras las cruzan numerosos caminos y senderos, rutas e itinerarios, cierto que invisibles en la arena y entre las rocas, pero no menos impresos de modo imborrable en la memoria de las gentes que llevan siglos atravesándolos. En este lugar empieza el gran juego somalí, el juego de la supervivencia, de la vida: dichas rutas conducen de pozo en pozo, de pasto en pasto. Como consecuencia de guerras, conflictos y regateos seculares, cada grupo familiar, cada unión y clan tiene sus propias rutas, pozos y pastos reconocidos por la tradición. La situación casi roza lo ideal cuando se trata de un año de lluvias abundantes y pastos frondosos, cuando los rebaños cuentan con un número de cabezas moderado y no han nacido demasiados niños. Pero basta que llegue la sequía -lo que, al fin y al cabo, se repite a menudo-, para que desaparezca la hierba y se sequen los pozos. Entonces, toda esa red de caminos y senderos, tan primorosamente tejida durante años para que los clanes al trasladarse no se topen unos con otros y no pisen territorio ajeno, de pronto pierde vigencia, se enmaraña, resquebraja y estalla en mil pedazos. Empieza una búsqueda desesperada de pozos en los que aún hay agua, intentos de alcanzarlos a cualquier precio. Desde todas partes, los hombres conducen a sus rebaños a esos escasos lugares donde todavía se conservan briznas de hierba. La estación seca se convierte en época de fiebre, tensión, furia y guerras. Afloran entonces los peores rasgos del ser humano: la desconfianza, la astucia, la avaricia y el odio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Folio, 2004, en traducción de Agata Orzeszek, pp.200-203. ISBN: 84-413-1966-9.]
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