martes, 22 de septiembre de 2015

"La vida exagerada de Martín Romaña".- Alfredo Bryce Echenique (1939)


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La segunda salida de Martín Romaña, su exageración y sus tristezas
 
 "Ya casi nadie trabajaba en París, y por toda Francia los estudiantes se rebelaban con lindos slogans de difícil aplicación inmediata pero momentáneamente bien respaldados por toneladas de adoquinazos de certera puntería y huelgas de obreros dispuestos a acompañarlos hasta que bueno fuera culantro pero no tanto, que es cuando mayor fuerza empezaron a agarrar los grupúsculos y ésa fue la verdadera primavera rebelde de los gochistas hijos de papá, según denominación sindical más o menos generalizada, motivo por el cual se fueron quedando solos solitos con su soledad de barbas, pelo muy largo, vestimenta hippizante, y en todo caso adiós para siempre al me pongo la corbata y vivo, de César Vallejo. Yo era un rostro en la muchedumbre, un poco como todo el mundo, si exceptuamos a la policía que se cubría el rostro con impresionantes máscaras deshumanizadoras antes de cargar con odio pero sin armas de fuego contra la muchedumbre, que era el rostro de la primavera. Y aunque hubo más de un joven trágicamente muerto (y muchos que aprovecharon para desaparecer del todo de la caduca casa familiar), yo siempre me pregunté muy latinoamericanamente, y claro, di gracias al cielo por ello, por qué aquí nunca se disparaba como en nuestros países y hasta qué punto se estuvo esperando el momento de disparar y cómo la vieron los de allá arriba, al otro lado de la barrera, y cómo se las arreglaron para contener a una policía que debía eyacular ante la sola idea de disparar un poco como en México, en Tlatelolco, donde en octubre de ese mismo año hubo un mayo con violento contenido latinoamericano.

 Así andaban las cosas, o así se iban encaminando mientras yo avanzaba rumbo a la infame escuelita en que trabajaba para ganarme el pan, imaginando a Inés y a los otros muchachos del Grupo sentados en una puerta de París a la que los cincuenta mil obreros nunca llegaban, y por consiguiente odiándome. Por supuesto que en el colegito la directora había decidido que era peligroso dictar clases y que aunque el mundo estaba patas arriba y ya era hora de actuar con mano dura contra los universitarios revoltosos e inmundos, era mejor que ella, por precaución, cerrara sus puertas para evitar riesgos inútiles y, sobre todo, porque no habiendo metro para trasladarse cómo iban a venir los niños y los profesores. No me atreví a responderle que yo podía venir a pie, porque como ella muy bien sabía mi casa no quedaba nada lejos y casi siempre venía a pie. En cuanto a los alumnos, con excepción de dos o tres, todos vivían en los alrededores, ¿cuál era el problema, pues?
 Pero lengua donde ya saben porque ésta era otra variedad de monstruo que se aprovechaba hasta de los días de nieve para decirnos que no viniéramos a trabajar; en fin, cualquier cosa con tal de no pagarnos, y ahora, aunque estaba por la mano dura y todo eso, bien feliz que estaba y ojalá que mayo del 68 dure hasta el verano para no tenerle que pagar a nadie. Inútil reclamar, porque además sobraban los profesores-estudiantes como yo, y era muy fácil encontrarle reemplazo a uno. Feliz, pues, el monstruo de avaricia, y todavía encima con la concha de venir a decirme que iba a aprovechar esos días de "desórdenes" para hacer algunas obritas en el destartaladísimo local de cuatro clases, un wáter instalado en el rincón de una de ellas, y apenas disimulado por un tabique, y una puerta que daba a lo que fue la quinta clase, hasta que empezaron la demolición de la parte posterior del local, mas no de la parte que daba a la calle, que para gran suerte del monstruo Nº 2 había sido declarada monumento histórico. Total, que la vieja se quedaba con sus cuatro clases, su histórica fachada, su wáter dentro de una clase, y una puerta que desde la demolición daba al vacío. Esa puerta era la única arma que tenía yo contra ella, ya que poco tiempo atrás había sido testigo de  una especie de milagro a lo San Martín de Porres, santo negrito, peruano y bien criollo, que detenía a mitad de camino a los que estaban sacando el alma desde un techo, mientras corría a pedirle permiso para milagrear al prior del convento colonial, pues por entonces el futuro santo era simplemente fray Martín y barría de color humilde los claustros con la escoba con la que hoy podemos verlo en la eternidad de la estampita. El prior accedía, el moreno regresaba con una especie de paracaídas invisible, y procedía en el acto al acto milagroso.

 Algo muy semejante sucedió en el colejucho cuando una chica que había estudiado en la quinta clase simplemente se distrajo, mientras yo andaba tratando de explicar unas reglas de acentuación, ante alumnos incorregibles y hasta de mi edad (porque ahí llegaba más o menos el lumpen de los liceos franceses), que infantilísimos, aunque también con mucha razón, se tapbn l nariz y oídos porque ésa era la clase del wáter y se nos había instalado un diarreico incontenible, que hasta retrasado mental no paraba. Justo entonces apareció la alumna que se distrajo, la menos fea y tonta de todas, además, hubiera sido una pena que se nos desnucara o algo por el estilo, porque había que ver lo que eran las otras. Apareció tranquilita y distraída, rumbo a su clase de antes de la demolición, y como todos andábamos con el problema del diarreico, no reaccionamos a tiempo y la pobrecita se nos fue al vacío desde el tercer piso. Y lo increíble es que recién acabábamos de captar bien lo que había ocurrido, y de correr a mirar y de déjenme pasar primero, etc., cuando Marie, así se llamaba la distraída, volvió a aparecer por la puerta de la clase limpiándose un poco el polvo, tranquilita pero con la lágrimas en los ojos, y ordenando con voz de orgullosa que cuidadito con reírse o con contarle a nadie, porque no le había pasado absolutamente nada.
 Como profesor, estaba obligado a hacer un verdadero escándalo por los peligros a los que se hallaban expuestos los alumnos de ese colegio. Pero en vista de que Marie no quería que se hablase del asunto, yo me lo guardé para algún día en que mi trabajo corriera peligro o para un aumento de sueldo, pero mayo del 68 por sí solo tendría que reportarme algún beneficio salarial, cuando acabara eso sí".

 
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 Escucha, clicando en el enlace, un fragmento de esta novela de Alfredo Bryce Echenique: "La vida exagerada de Martín Romaña".
 

 

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