La
segunda salida de Martín Romaña, su exageración y sus tristezas
"Ya casi nadie trabajaba en París, y por
toda Francia los estudiantes se rebelaban con lindos slogans de difícil
aplicación inmediata pero momentáneamente bien respaldados por toneladas de
adoquinazos de certera puntería y huelgas de obreros dispuestos a acompañarlos
hasta que bueno fuera culantro pero no tanto, que es cuando mayor fuerza
empezaron a agarrar los grupúsculos y ésa fue la verdadera primavera rebelde de
los gochistas hijos de papá, según denominación sindical más o menos
generalizada, motivo por el cual se fueron quedando solos solitos con su
soledad de barbas, pelo muy largo, vestimenta hippizante, y en todo caso adiós
para siempre al me pongo la corbata y vivo, de César Vallejo. Yo era un rostro
en la muchedumbre, un poco como todo el mundo, si exceptuamos a la policía que
se cubría el rostro con impresionantes máscaras deshumanizadoras antes de
cargar con odio pero sin armas de fuego contra la muchedumbre, que era el
rostro de la primavera. Y aunque hubo más de un joven trágicamente muerto (y
muchos que aprovecharon para desaparecer del todo de la caduca casa familiar),
yo siempre me pregunté muy latinoamericanamente, y claro, di gracias al cielo
por ello, por qué aquí nunca se disparaba como en nuestros países y hasta qué
punto se estuvo esperando el momento de disparar y cómo la vieron los de allá
arriba, al otro lado de la barrera, y cómo se las arreglaron para contener a
una policía que debía eyacular ante la sola idea de disparar un poco como en México,
en Tlatelolco, donde en octubre de ese mismo año hubo un mayo con violento
contenido latinoamericano.
Así andaban las cosas, o así se iban
encaminando mientras yo avanzaba rumbo a la infame escuelita en que trabajaba
para ganarme el pan, imaginando a Inés y a los otros muchachos del Grupo
sentados en una puerta de París a la que los cincuenta mil obreros nunca
llegaban, y por consiguiente odiándome. Por supuesto que en el colegito la
directora había decidido que era peligroso dictar clases y que aunque el mundo
estaba patas arriba y ya era hora de actuar con mano dura contra los
universitarios revoltosos e inmundos, era mejor que ella, por precaución,
cerrara sus puertas para evitar riesgos inútiles y, sobre todo, porque no
habiendo metro para trasladarse cómo iban a venir los niños y los profesores.
No me atreví a responderle que yo podía venir a pie, porque como ella muy bien
sabía mi casa no quedaba nada lejos y casi siempre venía a pie. En cuanto a los
alumnos, con excepción de dos o tres, todos vivían en los alrededores, ¿cuál
era el problema, pues?
Pero lengua donde ya saben porque ésta era
otra variedad de monstruo que se aprovechaba hasta de los días de nieve para
decirnos que no viniéramos a trabajar; en fin, cualquier cosa con tal de no
pagarnos, y ahora, aunque estaba por la mano dura y todo eso, bien feliz que
estaba y ojalá que mayo del 68 dure hasta el verano para no tenerle que pagar a
nadie. Inútil reclamar, porque además sobraban los profesores-estudiantes como
yo, y era muy fácil encontrarle reemplazo a uno. Feliz, pues, el monstruo de
avaricia, y todavía encima con la concha de venir a decirme que iba a
aprovechar esos días de "desórdenes" para hacer algunas obritas en el
destartaladísimo local de cuatro clases, un wáter instalado en el rincón de una
de ellas, y apenas disimulado por un tabique, y una puerta que daba a lo que
fue la quinta clase, hasta que empezaron la demolición de la parte posterior
del local, mas no de la parte que daba a la calle, que para gran suerte del
monstruo Nº 2 había sido declarada monumento histórico. Total, que la vieja se
quedaba con sus cuatro clases, su histórica fachada, su wáter dentro de una
clase, y una puerta que desde la demolición daba al vacío. Esa puerta era la
única arma que tenía yo contra ella, ya que poco tiempo atrás había sido
testigo de una especie de milagro a lo
San Martín de Porres, santo negrito, peruano y bien criollo, que detenía a
mitad de camino a los que estaban sacando el alma desde un techo, mientras
corría a pedirle permiso para milagrear al prior del convento colonial, pues
por entonces el futuro santo era simplemente fray Martín y barría de color
humilde los claustros con la escoba con la que hoy podemos verlo en la
eternidad de la estampita. El prior accedía, el moreno regresaba con una
especie de paracaídas invisible, y procedía en el acto al acto milagroso.
Algo muy semejante sucedió en el colejucho
cuando una chica que había estudiado en la quinta clase simplemente se
distrajo, mientras yo andaba tratando de explicar unas reglas de acentuación,
ante alumnos incorregibles y hasta de mi edad (porque ahí llegaba más o menos
el lumpen de los liceos franceses), que infantilísimos, aunque también con
mucha razón, se tapbn l nariz y oídos porque ésa era la clase del wáter y se
nos había instalado un diarreico incontenible, que hasta retrasado mental no
paraba. Justo entonces apareció la alumna que se distrajo, la menos fea y tonta
de todas, además, hubiera sido una pena que se nos desnucara o algo por el
estilo, porque había que ver lo que eran las otras. Apareció tranquilita y
distraída, rumbo a su clase de antes de la demolición, y como todos andábamos
con el problema del diarreico, no reaccionamos a tiempo y la pobrecita se nos
fue al vacío desde el tercer piso. Y lo increíble es que recién acabábamos de
captar bien lo que había ocurrido, y de correr a mirar y de déjenme pasar
primero, etc., cuando Marie, así se llamaba la distraída, volvió a aparecer por
la puerta de la clase limpiándose un poco el polvo, tranquilita pero con la
lágrimas en los ojos, y ordenando con voz de orgullosa que cuidadito con reírse
o con contarle a nadie, porque no le había pasado absolutamente nada.
Como profesor, estaba obligado a hacer un
verdadero escándalo por los peligros a los
que se hallaban expuestos los alumnos de ese colegio. Pero en vista de que
Marie no quería que se hablase del asunto, yo me lo guardé para algún día en
que mi trabajo corriera peligro o para un aumento de sueldo, pero mayo del 68
por sí solo tendría que reportarme algún beneficio salarial, cuando acabara eso
sí".
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Escucha, clicando en el enlace, un fragmento de esta novela de Alfredo Bryce Echenique: "La vida exagerada de Martín Romaña".
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