Segunda parte.- Introducción a los tormentos del opio
"Ahora, pues, volvía a ser feliz: tomaba
sólo 1.000 gotas de láudano al día y ¿qué era eso? Una tardía primavera había
aparecido para dar por terminada la estación de la juventud. Mi cerebro cumplía
sus funciones con el mismo vigor de antaño; leí de nuevo a Kant, y de nuevo le
entendí, o me figuré que le entendía. De nuevo mis sensaciones de placer se
expandían hacia los que me rodeaban: y si cualquiera desde Oxford o Cambridge o
cualquier otro sitio hubiera anunciado su visita a mi modesta casa, le habría
brindado la más suntuosa bienvenida que un hombre tan pobre podía ofrecer. No
habría otra cosa que pudiera depararle felicidad a un sabio, mas le habría
invitado a tanto láudano como deseara, y en copa de oro. Y a propósito, ya que
hablo de regalar láudano, recuerdo de esta época un pequeño incidente; lo
menciono, aun siendo trivial, porque el lector habrá de topárselo nuevamente en
mis sueños, sobre los que produjo un influjo más terrible de lo que pueda
imaginarse. Cierto día un malayo llamó a mi puerta. No acierto a conjeturar qué
asuntos tuviera que gestionar un malayo entre las montañas inglesas, pero es
posible que se hallara de camino hacia un puerto de mar, distante unas cuarenta
millas.
La
sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada entre las
montañas, que nunca había visto ropas asiáticas de ningún tipo. Su turbante,
por tanto, le impresionó no poco, y como quiera que los conocimientos de inglés
del visitante se correspondían exactamente con los que ella tenía de idioma
malayo pareció abrirse un abismo infranqueable para toda comunicación de ideas,
si es que alguna había en cualquiera de las partes. La joven, ante este dilema,
recordando la reputada sabiduría de su patrón (y sin duda suponiendo mi dominio
de todas las lenguas del planeta y quizá también de alguno de los idiomas
lunares) vino hasta mí y me dio a entender que había una especie de demonio en
la planta de abajo, que mi arte, según ella claramente imaginaba, podría
exorcizar de la casa. No bajé de inmediato; mas cuando lo hice, el grupo que
ante mí se presentó, formado por simple azar, aunque no muy elaborado, se
apoderó de mi curiosidad y de mi fantasía como nunca lo hiciera ninguna de las
actitudes esculturales que se exhiben en los ballets del Teatro de la Ópera,
con toda su ostentosa complejidad. En una cocina rústica, con las paredes
cubiertas por paneles de madera oscura que por la edad y el roce semejaba de
roble, que más parecía vestíbulo solariego que cocina, se encontraba el malayo.
Su turbante y sus pantalones anchos de blanco deslustrado se resaltaban contra
el fondo oscuro. Se había acercado a la muchacha más de lo que a ella parecía
agradarle, si bien su nativo espíritu intrépido y montaraz pugnaba con el
sentimiento de mero asombro que su mirada revelaba al contemplar el tigre que
tenía ante sí. No cabe imaginar escena más sorprendente que el hermoso rostro
inglés de la muchacha, con su exquisita blancura y su porte altivo e
independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo, que el
aire marino había esmaltado y recubierto de caoba, sus ojos pequeños, fieros e
inquietos, sus finos labios y sus reverencias y gestos serviles. [...] Mi
conocimiento de las lenguas orientales no es notablemente profundo, pues en
realidad se limita a dos palabras: el término árabe para cebada y el turco para
opio (madjoon), que aprendí de
Anastasio. Y como no disponía de un diccionario de malayo, ni tan siquiera del Mithridates de Adelung, que podría
haberme proporcionado algunas palabras, me dirigí a él pronunciando algunos
versos de la Ilíada, considerando que
de los idiomas que domino, el griego era, por situación geográfica, el más
cercano a una lengua oriental. Con muy devoto gesto de adoración me respondió
en lo que supongo era malayo. De esta manera salvé mi reputación ante mis
vecinos, pues el malayo no tenía modo de traicionar el secreto. Se mantuvo
tendido sobre el suelo durante cerca de una hora y luego prosiguió su viaje. Al
partir, le obsequié con un trozo de opio. En tanto orientalista, supuse que el
opio le resultaría familiar, y la expresión de su rostro me convenció de que
así era. Sin embargo, me quedé algo consternado cuando vi que de repente se
llevó la mano a la boca (y por usar una frase escolar) se zampó el trozo
entero, dividido en tres piezas, de un solo bocado. La cantidad bastaba para
matar a tres soldados de caballería con sus caballos, y sentí cierta alarma por
la pobre criatura, mas, ¿qué podía hacerse? Le había dado el opio por compasión
de su vida solitaria, al recordar que si había viajado a pie a Londres, haría
casi tres semanas que no intercambiaba palabra con ningún ser humano. No se me
hubiera ocurrido violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le obligaran
a purgarse con un emético, pues habría creído espantado que nos disponíamos a
sacrificarlo ante algún ídolo inglés. No: era claro que no había otro remedio;
se marchó y durante varios días me sentí inquieto. Mas como nunca llegó a mis
oídos que encontraran a ningún malayo muerto, me convencí de que estaba
acostumbrado al opio, y de que seguramente se cumplió mi intención de prestarle
ayuda al proporcionarle una noche de alivio entre los rigores de su vida
errante".
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