domingo, 27 de septiembre de 2015

"El rumor del oleaje".- Yukio Mishima (1925-1970)

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Capítulo 7

 "Llegó el día en que Hiroshi, el hermano de Shinji, tenía que ir de excursión con la escuela. Durante seis días recorrerían la zona de Osaka y Kyoto, y pasarían cinco noches fuera de casa. De este modo los jóvenes de Utajima, que hasta entonces nunca habían estado fuera de la isla, verían por primera vez el ancho mundo con sus propios ojos y realizarían un veloz aprendizaje. También los escolares de una generación anterior habían cruzado en barco a la isla principal y contemplado con los ojos como platos el primer ómnibus tirado por caballos que habían visto jamás y que les hacía gritar: "¡Mirad, mirad, un perrazo tirando de un retrete!".

 Los niños de la isla adquirían sus primeras nociones del mundo exterior mediante las imágenes y textos de sus libros escolares más que por experiencia directa. Era muy difícil para ellos concebir, por la pura fuerza de la imaginación, cosas como los tranvías, los edificios altos, las películas, el metro. Pero una vez habían visto la realidad, una vez desaparecida la sorpresa de la novedad, percibían claramente lo inútil que había sido tratar de imaginar esas cosas, hasta el punto de que, al final de una larga vida en la isla, ya no recordarían la existencia de los tranvías que iban y venían estrepitosamente por las calles de la ciudad.

 Antes de cada excursión, en el santuario de Yashiro hacían un buen negocio con la venta de talismanes. En su vida cotidiana, las mujeres de la isla se exponían con toda naturalidad a los peligros y la muerte que acechan en el mar, pero cuando se trataba de excursiones a las ciudades gigantescas que ellas ni siquiera habían visto, las madres tenían la sensación de que sus hijos emprendían grandes aventuras que desafiaban a la muerte.

 La madre de Hiroshi le había comprado dos huevos, un manjar caro en la isla, y le había preparado un almuerzo a base de huevos fritos excesivamente salados. Y en el fondo de la talega, donde el chico tardaría en encontrarlo, había metido fruta y caramelos.

 Únicamente el día en que los escolares partían de viaje, el transbordador de la isla, el Kamikaze-maru, zarpaba de la isla a la una de la tarde, una hora muy distinta de la habitual. Tiempo atrás el testarudo veterano que capitaneaba aquel lanchón trepidante de algo menos de veinte toneladas se había negado a zarpar a una hora distinta de la oficialmente establecida, cuyo incumplimiento consideraba una abominación. Pero entonces llegó el año en que su propio hijo fue de excursión, y el hombre comprendió por fin a qué se referían las autoridades escolares cuando decían que los niños despilfarrarían su dinero si el barco llegaba a Toba mucho antes de que partiera el tren, y aceptó a regañadientes el horario que le indicaban.

 La cabina del pasaje y la cubierta del Kamikaze-maru estaban llenas a rebosar de escolares, talegas y cantimploras colgadas del pecho. A los maestros que acompañaban a los muchachos les aterraba el enjambre de madres reunidas en el espigón. En Utajima, la posición de un maestro dependía del talante de las madres. Fueron ellas quienes cierta vez tacharon de comunista a uno de ellos y le obligaron a marcharse de la isla, mientras que otro, popular entre las madres, incluso dejó embarazada a una de las maestras, y aun así promovieron su ascenso y llegó a ocupar el cargo de subdirector.

 Comenzaba la tarde de un auténtico día primaveral y, mientras el barco zarpaba, cada madre pronunciaba a gritos el nombre de su hijo. Los muchachos, con el barboquejo de su gorra estudiantil bajo el mentón, aguardaron hasta que estuvieron seguros de que ya no podían verles desde la orilla y entonces se pusieron a gritar, alegres y divertidos:

 -¡Adiós, estúpida!... ¡Hurra! ¡Al diablo contigo, vieja oca!

 El barco, atestado de jóvenes con negros uniformes estudiantiles, emitió hacia la costa los reflejos de la luz que incidía en las insignias metálicas de las gorras y los botones bruñidos, hasta que se internó mar adentro...

 Cuando la madre de Hiroshi estuvo de regreso, sentada en las esteras de paja de su casa, sumida en la penumbra y en un profundo silencio incluso a plena luz del día, se echó a llorar, pensando en el día en que finalmente sus dos hijos la dejarían para siempre y se harían a la mar".

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