I
"Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura
descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el
Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo, aunque la ocasión
merece rememorar este hecho en la mente del lector, allí suelen dormir, o,
mejor dicho, acampar los clochards de
París.
Y
uno de esos clochards fue como por
azar al encuentro del caballero de edad madura, que por cierto iba bien
trajeado y daba la impresión de ser un viajero que se propone contemplar las
curiosidades de las ciudades que visita. Aunque aquel clochard ofrecía ciertamente el mismo aspecto harapiento y digno de compasión que todos aquéllos con quienes compartía su infortunio, parecía sin
embargo merecedor de la atención especial del caballero de edad madura bien
trajeado. Mas no nos es dado conocer la causa de tal preferencia.
Como queda dicho, estaba atardeciendo, y bajo
los puentes, a orillas del río, la oscuridad era ya más cerrada que arriba en
los muelles y sobre los puentes. Aquel hombre sin hogar y manifiestamente
desaliñado avanzaba con paso vacilante. No parecía percatarse de la presencia
del caballero mayor bien trajeado. Más éste, que no vacilaba en absoluto sino
que con total aplomo dirigía sus pasos directamente hacia el vacilante clochard, por lo visto le había
descubierto desde lejos. El caballero de edad madura le cerró prácticamente el
paso. Ambos detuvieron sus pasos, frente a frente.
-¿Adónde le llevan sus pasos, hermano?
-inquirió el caballero mayor bien trajeado.
El otro le echó una leve mirada, para contestar luego:
-Que yo sepa, no tengo hermano, ni sé adónde
me lleva el camino.
-Yo intentaré mostrárselo -prosiguió el
caballero-, pero no deberá enojarse conmigo si, como contrapartida, le pido un
favor poco frecuente.
-Estoy dispuesto a cualquier servicio -accedió
el harapiento.
-Claro que me doy cuenta de que tiene usted
algunos defectos, mas Dios ha dispuesto que se cruzara en mi camino. A buen
seguro estará necesitado de dinero. ¡No, no me tome a mal mis palabras! A mí me
sobra. ¿Querrá decirme con toda franqueza cuánto necesita? Por lo menos para
salir del paso...
El
otro permaneció unos segundos sumido en reflexiones, pero en seguida profirió:
-Veinte francos.
-No creo que esta suma sea suficiente -replicó
el caballero-. Seguramente necesitará doscientos.
El
harapiento retrocedió un paso. Parecía como si fuera a caer, pero, aunque
vacilante, se mantuvo en pie. Y entonces dijo:
-No puedo negar que preferiría doscientos
francos en lugar de veinte, pero soy un hombre de honor. Parece que me está
usted juzgando mal. No puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias
razones: en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo
lugar, porque no sé cómo ni cuándo podría devolvérselo y, en tercer lugar,
porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de
domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este
río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he
dicho, soy un hombre de honor.
-Tampoco yo poseo domicilio fijo -respondió el
caballero de edad madura- y también yo me instalo cada día bajo un puente
distinto. Mas, a pesar de ello, le ruego que tenga la amabilidad de aceptar los
doscientos francos, al fin y al cabo una suma ridícula para un hombre como
usted. Y en lo referente a la restitución, habré de extenderme algo más para
poderle hacer entender por qué no puedo indicarle el nombre de algún banco
donde usted pudiera ingresar el importe. Resulta que me he convertido al
cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de
Lisieux. Y ahora venero muy en especial la estatuilla de la santa que se guarda
en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, que usted podrá lovalizar con
facilidad. Así que, tan pronto tenga reunidos los doscientos francos y su
conciencia le obligue a zanjar esta ridícula deuda, diríjase por favor a Sainte
Marie des Batignolles y entregue la suma en manos del sacerdote cuando éste
termine de oficiar la misa. Suponiendo que adeuda usted el dinero, se lo debe a
santa Teresita. Mas, cuidado, no lo olvide: tiene que ser la de Sainte Marie
des Batignolles".
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