XVI
"Odíntsova se dirigió a Bazárov.
-Está usted mirando las tarjetas por cortesía,
Evguieni Vasílievich. Eso no le interesa. Mejor es que se acerque a nosotros y
que discutamos de algo.
Bazárov se acercó.
-¿De qué manda usted discutir, señora?
-De lo que quiera. Le advierto que soy una
gran polemista.
-¿Usted?
-Sí, yo. Parece que eso le asombra. ¿Por qué?
-Porque por lo poco que puedo observar es
usted de una naturaleza reposada y fría, y para discutir hace falta
apasionamiento.
-¿Cómo ha tenido usted tiempo de conocerme tan
pronto? En primer lugar, soy impaciente y terca, pregúnteselo mejor a Katia; en
segundo lugar, me apasiono con mucha facilidad.
Bazárov miró a Anna.
-Es posible que usted lo sepa mejor. Y si
tiene ganas de discutir, pues vamos allá. Estaba mirando las tarjetas de la
Suiza alemana en su álbum, y usted me hace la observación de que eso no puede
interesarme. Lo ha dicho usted porque no concibe en mí un sentido artístico, y
efectivamente no lo tengo; pero esas tarjetas podían interesarme desde el punto
de vista geológico, desde el punto de vista de la formación de las montañas,
por ejemplo.
-Perdone, como geólogo, consultaría usted
antes un libro especializado que un dibujo.
-El dibujo me ofrece en una imagen lo que en
un libro se desarrolla en diez páginas completas.
Anna guardó silencio.
-¿De forma que no tiene usted ni un ápice de
sentido artístico? -preguntó apoyando los codos sobre la mesa y con ese mismo
movimiento acercando su rostro al de Bazárov-. ¿Cómo se las arregla usted sin
él?
-Y
permítame usted que le pregunte: ¿para qué es necesario?
-Pues aunque no sea más que para conocer y
estudiar a la gente.
Bazárov sonrió sarcásticamente.
-En primer lugar, para eso existe la
experiencia de la vida; en segundo lugar, le diré que no merece la pena
estudiar a las personas por separado. Todos se parecen unos a otros lo mismo
corporalmente que en lo espiritual; cada uno de nosotros tiene un cerebro, un
bazo, un corazón, unos pulmones, y todo está igualmente distribuido; y las
llamadas cualidades morales son las mismas en unos que en otros, las pequeñas
variaciones no significan nada. Basta un individuo como ejemplar para juzgar a
todos los demás. Los hombres son como los árboles en el bosque; ningún botánico
se va a poner a estudiar cada abedul por separado.
Katia, que lentamente iba colocando una flor
junto a otra, levantó con perplejidad los ojos hacia Bazárov; al encontrarse
con su rápida y displicente mirada enrojeció hasta las orejas. Anna
Serguiéievna movió la cabeza.
-Los árboles en el bosque -repitió-. Según
usted, no hay diferencia entre un hombre tonto y listo, entre uno bueno y uno
malo.
-No, sí la hay: como entre el enfermo y el
sano. Los pulmones de un tuberculoso no están en las mismas condiciones que los
de usted y los míos, aunque sean iguales de constitución. Nosotros conocemos
aproximadamente a qué se deben los achaques corporales; pero las enfermedades
morales proceden de otra educación, de muchas nimiedades, que desde pequeños se
inculcan en la cabeza de los niños, de la monstruosa estructura de la sociedad,
en una palabra. Reforme usted la sociedad, y no habrá enfermedades.
Bazárov decía todo esto con un aspecto como si
al mismo tiempo pensara: "Me creas o no, ¡me da lo mismo!" Se pasaba
lentamente sus largos dedos por las patillas, mientras su mirada corría de un
rincón a otro de la habitación.
-¿Y usted cree -dijo Anna- que cuando se
reforme la sociedad ya no habrá hombres tontos ni malos?
-Al menos, en una sociedad justamente
organizada dará lo mismo que un hombre sea tonto o listo, malo o bueno.
-Sí, ya comprendo; todos tendrán el mismo
bazo.
-Eso es, exactamente, señora.
Odíntsova se dirigió a Arkadi.
-¿Y cuál es su opinión, Arkadi Nikoláievich?
-Estoy de acuerdo con Evguieni -contestó.
Katia le miró de reojo.
-Me asombran ustedes, señores -exclamó
Odíntsova-, pero ya hablaremos en otro momento. Ahora oigo que viene la tía a
tomar el té, no debemos ofender sus oídos.
La
tía de Anna Serguiéievna, la princesa J..., una mujer delgadita y menuda, con
el rostro muy arrugado y unos ojos inmóviles y malignos bajo el postizo canoso,
entró y, habiendo apenas saludado a los invitados, se dejó caer en un ancho
butacón de fieltro, donde nadie, salvo ella, tenía derecho a sentarse. Katia le
colocó un banquillo bajo los pies; la vieja ni le dio las gracias, ni la miró
siquiera; sólo movió las manos bajo el chal amarillo que cubría casi todo su
cuerpo enclenque. A la princesa le gustaba el color amarillo: incluso en el
gorro lucía lazos de intenso color amarillo".
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