II.- La endemoniada de Poitiers
Ithier explica el amor mundano
"Ithier, otro vencido, tomó a su cargo la tarea compleja de conseguir que Pons, menos sutil que los demás personajes de este episodio, por moverse en un cerrado círculo austero de convicciones estrictas, donde lo bueno y lo malo se encastillaban en exactas posiciones y donde todo se regulaba de acuerdo con las exigencias de una religión inflexible, captara los matices del vínculo que, al cabo de los años, prevalecía entre Ozil y Berta, y no entorpeciera con actitudes insólitas un diálogo del cual dependía el futuro de Aiol. No fue sencillo lograrlo. Pons actuaba como un hombre para el cual dos y dos son invariablemente cuatro, y para quien Ozil no representaba nada más que la imagen de un pecador, de un ser que desvirtuaba, con cada uno de sus gestos, el santo espíritu de la cruzada, de los cruce signati, un individuo que había contribuido a empujar a Berta por la senda viciosa (como si ella lo necesitara), y no le importaba un comino el detalle de que perteneciera al linaje feudal de Lusignan y de que hubiera paladeado la intimidad de los reyes de Jerusalén. Dividía a los humanos en dos clases únicas y adversarias: pecadores y no pecadores; Ozil formaba parte de la primera, de la que él, con sus oraciones y propósitos de disciplinada vida, había rescatado a Berta, llevándola del lado de los virtuosos. Y no había más vueltas que darle, porque la verdad no se confunde con una zanfonía cuyo manubrio se hace girar a gusto. Así como una estatua de la Virgen o de un apóstol, está bien o mal esculpida y es imposible errar sobre sus justos méritos, resultaba vano acumular argumentos para demostrarle a Pons que una conciencia negra era blanca. Se reía de los señores (lo dijo, con una sonrisa forzada, al disgustado Ithier que aspiró a empinarse como favorito del rey de Castilla); para él no había más señores que los canónigos que encargaban sus obras. Además, a esa disposición intransigente se añadían sus celos que apenas velaba. Lo sacaba de quicio la atrevida confianza de ese caballero, sin duda más pobre que él, a quien tildaba de inútil, un hueco apostador incorregible en torneos donde se juega la cabeza (nueva infracción de los preceptos divinos) y, pero eso no se advertía casi pues era lo que más quería esconder, lo espantaba e indignaba la idea de que Ozil, obviamente más fascinante que él, pudiera inquietar con su encanto personal a la sosegada Berta y modificar el cristiano ritmo que le había comunicado a sus actividades. El tolerante y trivial Ithier, mucho más elástico y mañoso, empleó en la función de convencerlo los razonamientos que le procuraba la extraña moda de entonces, en lo que ataña a las relaciones entre esposos, sin tener en cuenta que su dialéctica frívola y mundana, inspirada por las costumbres de un medio aristocrático que en nada correspondía a la realidad del tallista y la posadera, sólo lograría acentuar la suspicacias irascibles de su hermano.
Le puntualizó que el criterio había evolucionado diametralmente desde que Pons, veinteañero cincelador de pórticos catedralicios, recorría con el atado al hombro las carreteras de Francia y de Alemania. No se concedía, ahora, trascendencia a prejuicios que antes habían embotado a las gentes. Ahora un amor cortés, inteligente, razonado, en que si el cuerpo concernía al marido, el corazón concernía al amador -puesto que no podía florecer el amor verdadero dentro del matrimonio-, sucedía al apadrinado por las viejas condiciones. El marido debía sentirse orgulloso de los homenajes de los cuales era objeto su cónyuge, y oponerse a ellos constituía una falta garrafal de gusto. Chrétien de Troyes lo había explicado nítidamente en sus novelas, como heraldo de la condesa de Champaña. Tanto la mojigatería de la dama como los celos del esposo eran considerados vulgares. Gracias a esas ideas progresistas -recalcaba Ithier- se había terminado el aburrimiento feroz de los castillos; ya nadie se aburría en los castillos, donde anteriormente, después de la misa matinal, la jornada se estiraba con temible pesadez para el castellano, cuando no era época de cacería o guerra. Hoy en día quedaba el recurso intrincado de ocuparse de los sentimientos, jugando a un juego peligroso y exquisito. la nobleza y los juglares se amaban sin que la obsesión torpe de la posesión física prevaleciera; se aspiraba a poseer el alma, primorosamente, poéticamente, conservando en su lugar exacto a los privilegios fundamentales que otorga el matrimonio. Pero Pons no entendía o se negaba a entender. Él no era ni un gran señor atosigado de tedio ni un trovador atormentado por el alambique ingenioso del trovar oscuro, clus; era un tallista de imágenes y como tal trabajaba mientras el sol lo permitía. Carecía de tiempo para fantasías ociosas. Amaba decentemente a su mujer y eso era todo. ¿Con qué le salían, entonces? ¿Cuál era esa diferencia ridícula, ese matiz entre esposo y amante? ¿El caballero Ozil era el amante de su mujer? No... no... no... (hay que comprender, Pons, hay que comprender), no era el amante; era un caballero, y por su condición afrontaba los asuntos del amor de otro modo muy diverso. ¿El amor? ¿Estaba Ozil enamorado de Berta? No, no estaba. Se trataba de algo mucho más complejo que Pons no comprendía y debía esforzarse por comprender. Y dale, dale".
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