IX
"Bueno, pues ya eran novios. El padre de Ninetta era tan horrible como hermosa era ella. El día en que el gran marqués lo abrazó y le besó en la frente, Giovanni sintió el olor agrio de la fealdad y se quedó con la expresión del que tiene pelos en la boca y no consigue sacárselos.
Pero las veladas en casa del suegro eran extraordinariamente agradables. Junto a la ventana de mármol, con la lámpara apagada y el cielo tachonado de estrellas, Ninetta le levantaba su gran mano y le daba un nombre a cada dedo. El nombre de sus libertades.
-Tú nunca serás como estos tontos de aquí. Nunca serás celoso. Quiero ser leal contigo; nunca tendré un amante pero deseo mis libertades porque nací y crecí libre.
Y así. Pulgar: libertad para salir sola; índice: libertad para ir a la montaña a esquiar; dedo corazón: libertad para hacer un viaje cada año; anular: libertad para montar a caballo; meñique: libertad para elegir los muebles de la casa según su propio gusto, porque la reina de la casa es la mujer.
Giovanni tenía la impresión de que con estas palabras la muchacha le metía en cada dedo, justo debajo de la uña, un alfiler con una banderita. Pero no sentía ningún dolor; al contrario, el hecho de que su mano se encontrase realmente entre las de ella, suaves y calientes como las plumas de un pájaro, le sabía a milagro. Después de haberle puesto estos nombres a sus dedos, Ninetta se los apretaba fuertemente y se los ponía bajo la barbilla y la boca. Giovanni veía ante sí su gran mano y el rostro admirable de ella juntos en una imagen que parecía encarnar la perfecta Felicidad.
Este juego de la mano apasionaba tanto a Ninetta que, a veces, yendo por la calle, le tomaba el dedo corazón o el índice y levantándolo a la altura de los ojos de él, susurraba:
-¿Y éste?
En los primeros tiempos Giovanni se mostró bastante torpe. Confundía la libertad del dedo corazón con la del pulgar y no recordaba la libertad del meñique. Pero más tarde ya no se equivocaba. ¿Dedo corazón? Libertad para hacer un viaje cada año.
Una noche Ninetta se hizo esperar mucho. En la habitación a oscuras, el codo apoyado en el alféizar de mármol, Giovanni conversaba con su suegro, que llenaba las tinieblas con su enorme fealdad.
Hablaban de los hombres en general:
-¡Ladrones! -decía el marqués-. ¡Todos unos ladrones! ¿Me crees si te digo que nunca encontré un caballero?
-Yo, por ejemplo, nunca he robado nada -decía Giovanni.
-Pues no lo sé... Y perdona, hijo, pero la vejez me ha hecho así. Ya no creo en nada. Tú dices que no has robado... Bueno, ¿y yo cómo lo sé? Sí, claro, nadie te ha acusado nunca. ¿Pero cómo sé yo que tú de verdad no has robado? ¿Es que mis ojos han estado en la punta de tus dedos?
-¡Puede usted creerme!
-Yo no creo en nadie, ni siquiera en Nuestro Señor.
De repente llegó Ninetta. Estaba inquieta, agitada, hablaba con tono de enfado y quiso que en seguida se encendiera la lámpara.
-¿Qué pasa? -dijo Giovanni.
-Nada, cariño.
-¡Pero bueno! ¿Es que no puedo saber si estás descontenta por culpa mía?
-Cariño -dijo ella cortando con una hermosa sonrisa su enojo-. Dame la mano... La derecha no, la otra -y bajó la voz-. Pulgar de la mano izquierda: libertad para enfadarme... ¿Me la concedes?
-Sí, pero no de buena gana, porque deseo que tú no te enfades nunca.
Durante la cena, Ninetta no pronunció palabra y apenas probó la comida.
Por fin, ya tarde, mientras estaban apoyados en el alféizar de mármol y las estrellas corrían hacia el norte, pasando por encima de las terrazas, de una baranda a otra, Ninetta le explicó las razones de su malhumor. Acababa de encontrar a su amiga Luisa Cernevale, a la que no veía desde hacía tres años, desde el día en que se casó. ¡Dios mío, qué cara! Aquellos tres años se la habían roído como ratones. ¡Ella era milanesa, él palermitano...! La verdad es que esta pareja también había escrito durante su noviazgo una carta con diez libertades para ella".
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