viernes, 25 de septiembre de 2015

"El enfermo imaginario".- Moliére (1622-1673)


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Escena tercera
 
 "Argán: Pero seamos un poco razonables. ¿Vos, entonces, no creéis en la medicina?
 Beraldo: No, hermano, y no veo que haya que creer en ella para estar sano.
 Argán: ¡Cómo! ¿No admitís como cierto algo universalmente aceptado y reverenciado en todas las épocas?
 Beraldo: Lejos de admitirlo como cierto, lo considero, dicho sea entre nosotros, una de las mayores locuras acaecidas a los hombres, y, desde una perspectiva filosófica, no encuentro mascarada mayor. Nada hay más ridículo que un hombre queriéndose ocupar de la curación de otro.
 Argan: ¿Por qué no aceptáis, hermano, que un hombre pueda curar a otro?
 Beraldo: En virtud de que los dispositivos de nuestra maquinaria, hermano, son hasta aquí misterios de los que el hombre no sabe ni jota, pues la naturaleza nos ha puesto ante los ojos una venda demasiado gruesa como para que veamos algo.
 Argán: ¿A vuestro juicio, entonces, los médicos no saben nada?
 Beraldo: Por descontado, hermano. Se saben la mayoría de las bondades más hermosas, saben hablar en buen latín y conocen las denominaciones de las enfermedades en griego, así como su clasificación y su definición; pero de curar, lo que se dice curar, no saben nada.
 Argán: Mas siempre habrá que convenir en que, de dicha materia, saben más que los demás.
 Beraldo: Saben, hermano, lo que os he dicho, lo cual no cura demasiado, y toda la excelencia de su arte consiste en un pomposo galimatías, en una cháchara capciosa que os va dando palabras como razones y promesas como efectos.
 Argán: Pero hay personas tan capaces y sensatas como vos, hermano, y, sin embargo, seguimos viendo cómo, en la enfermedad, todos recurren a los médicos.
 Beraldo: Eso es un signo de la debilidad humana y no de la verdad de su arte.
 Argán: Mas es menester que los médicos crean en la bondad de su arte, ya que se lo aplican a ellos mismos.
 Beraldo: Los hay que están en el mismo error que el público del que se aprovechan, y los hay que se aprovechan a sabiendas. El señor Purgón ese, por poner un ejemplo, no tiene ni pizca de picardía; es un médico, médico, de los pies a la cabeza, un hombre que cree en sus reglas más que en cualquier demostración matemática, y que consideraría un crimen pretender revisarlas; un hombre que no estima que haya nada oscuro en la medicina ni nada dudoso ni nada renuente, y que, con una impetuosa prevención, una inquebrantable confianza y un sentido común y una razón brutales, va derrochando purgas y sangrías, sin sopesar nada. No hay que malquistarse con él, por lo que os pueda hacer; os despachará con la mejor buena fe, y, matándoos, no estará haciendo más que lo que hace con su mujer o sus hijos, o incluso lo que haría consigo mismo en caso de necesidad.
 Argán: Le tenéis ojeriza desde antiguo, hermano. Pero, bueno, vayamos al grano. ¿Qué hacer, entonces, cuando se cae enfermo?
 Beraldo: Nada, hermano.
 Argán: ¿Nada?
 Beraldo: Nada. Simplemente permanecer en reposo. Cuando la dejamos actuar, la naturaleza por sí sola va saliendo poco a poco del desorden en que ha caído. Quien lo estropea todo es nuestra inquietud, nuestra impaciencia, y casi todos los hombres mueren de sus remedios y no de sus enfermedades.
 Argán: Pero habrá que convenir, hermano, que a la naturaleza se la puede ayudar con determinadas cosas.
 Beraldo: Por Dios, hermano, se trata de meras ilusiones con las que nos gusta alimentarnos, pues toda la vida se nos han estado colando a los hombres hermosas fantasías que acabamos creyéndonos porque nos halagan y resultaría deseable que fueran verdaderas. Cuando un médico os habla de auxiliar, socorrer, aliviar a la naturaleza, quitarle lo que le perjudica y añadirle lo que le falta, restablecerle y devolverle la plena disponibilidad de sus funciones, cuando os habla de rectificar la sangre, atemperar las entrañas y el cerebro, desinflar el bazo, acomodar el pecho, reparar el hígado, fortalecer el corazón, restablecer y conservar la temperatura orgánica, y dice tener secretos para alargar la vida por mucho tiempo, os está contando la novela de la medicina. Pero cuando volvéis a la realidad y a la experiencia, de eso no halláis nada, y os ocurre como en esos sueños bonitos de los que, al despertar, solamente os queda el mal sabor de haberlos creído.
 Argán: O sea, que toda la ciencia universal está contenida en vuestra cabeza, y pretendéis saber más que todos los grandes médicos de nuestro siglo.
 Beraldo: Según sea de palabra o de obra, esos grandes médicos vuestros presentan dos tipos de personalidad: oyéndolos hablar, los más capaces del mundo; viéndoles actuar, los más inútiles de los hombres.
 Argán: ¡Hombre! Por lo que veo, sois un gran doctor, pero ya me gustaría a mí que estuviera aquí algún señor de esos para que rebatiera vuestros argumentos y os tapara la boca".

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