martes, 3 de marzo de 2020

El arte de desgranar alubias.- Wieslaw Mysliwski (1932)

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Ocho

«Se lo aseguro, me cambió la vida. Pues el almacenero aquel. Antes le hablé de él. Almacenero, y resultó ser un saxofonista. No sé por qué se extraña usted. Sepa que en aquellos tiempos pocos ejercían de lo que eran. El Cura, un soldador. Y muchos como él trabajaban en la construcción, ocultos tras oficios muy diversos. Con frecuencia uno se enteraba de esas cosas compartiendo una botella de vodka. Y no en la primera ocasión. El que no bebía o bebía solo de vez en cuando, no era digno de confianza. Por eso me habitué a la bebida. Sí, te investigaban, pero sólo por encima. Fue más tarde cuando empezaron a indagar con mayor profundidad en el pasado de la gente. Y hasta a meterle mano a las conciencias. Más aún porque la conciencia resultó ser algo distinto a lo que era. ¿Usted piensa que la conciencia es algo estable? Pues lástima que no trabajó usted en alguna obra durante aquella época. Seguro que en otros sitios era igual, pero yo trabajé en la construcción y sólo puedo hablar de la construcción. Mire, todo cambio en el mundo es un golpe a las conciencias. Y ya no digamos si se trata de cambiar el mundo por uno nuevo, mejor, que entonces es sobre todo a las conciencias.
 En cualquier caso, en ningún otro lugar encontraría usted tantas personas diferentes. Albañiles, estucadores, soldadores, electricistas, fontaneros, gruistas, conductores, abastecedores y demás, y lo mismo en las oficinas, y luego resultaba que éste era esto, aquél aquello, éste venía de tal sitio, aquél de tal otro, o habían estado en campos de concentración, o en prisión, o en tal ejército, o en tal otro, o en la insurrección, o en los bosques, con los riñones machacados, o sin dientes, o sin uñas, menores de edad o aún muy jóvenes, pero ya canosos. Cada una de esas obras era una auténtica torre de Babel, pero no de idioma sino de destinos humanos. Aunque también había algunos, y no precisamente pocos, que por sí mismos cambiaron de oficio para unirse a la edificación de ese mundo nuevo y mejor, porque habían dejado de creer en el viejo.
 Ya no me acuerdo en qué obra trabajaba uno que se encargaba de la planificación. Uno decía, el de la planificación, y ya todos sabían de quién se trataba. Pues una vez, bebiendo, confesó que era profesor de Historia. No tenía mucho aguante bebiendo, se emborrachó y empezó a contar que la historia le había engañado. ¿Se lo imagina usted? Que la historia le había engañado. Como si la historia pudiera engañar a alguien. Nosotros somos los que engañamos continuamente a la historia, dependiendo de lo que queramos de ella.
 De todas formas, en mi opinión cada cual vive por sí mismo y cada vida es una historia diferente. Puede que intentemos verter todo eso en un solo recipiente, en una sola inmensidad, pero de ahí no se desprende la verdad sobre el hombre. Después de todo, puede uno imaginarse una historia de personas individuales que hayan vivido en cualquier época. ¿Imposible, dice usted? Ya sé que es imposible. Pero imaginarla se puede. Nada existe como un conjunto generalizado y mucho menos el hombre. No sé desde qué perspectiva mira usted el mundo. Yo, ya le digo, miro desde tal o cual obra. Siempre eran personas individuales, no se parecían entre sí. Se decía equipo, igual que se dice historia, pero solo en las reuniones.
Resultado de imagen de Mysliwski el arte de desgranar alubias Por ejemplo, en una de las obras trabajaba un estudiante de Filosofía. En realidad, había terminado los estudios, sólo le quedaba un examen cuando estalló la guerra. Y tras la guerra aprendió a pavimentar. Era incluso jefe de equipo, me hice amigo suyo. ¡Buf, cómo le daba! Su cabeza no sólo tenía aguante para la filosofía. Y una vez, mientras bebíamos, empezó a hablar de sus estudios sin terminar, y otro le preguntó:
 -¿Y por qué no los terminaste? Después de la guerra pudiste hacerlo. Por un examen...
 Pareció que los ojos le iban a explotar, y eso que no habíamos bebido tanto.
 -¿Y para qué coño? ¿De qué me vale la filosofía después de todo eso? ¡Ninguna mente habría comprendido eso! ¡Ningún Platón, ningún Sócrates, ningún Descartes, Spinoza, Kant! ¡Que se vayan al cuerno! -Y dio un porrazo en la mesa con el vaso.
 Nos miramos unos a otros, porque ninguno sabíamos quiénes eran ésos que tanto le contrariaban. Tampoco se atrevía nadie a preguntar, porque lo mismo ya deberíamos saberlo. Lo único que dijo uno fue:
 -Está visto que en todas partes te encuentras con los mismos hijos de puta. Y no sólo en la construcción. -Y le llenó el vaso hasta arriba-. Toma, bebe.
 Créame, si no hubiera trabajado en la construcción... Bueno, y si no hubiera bebido. En fin, de cualquier forma, aprendí a vivir en la construcción. Y todo gracias a tanta gente diferente como uno se encontraba y que no habría encontrado en ningún otro lugar. Sí señor, les debo mucho. Incluso le diré que lo mismo a ninguno de ellos le apetecía vivir. Cada uno por una razón. Y sin embargo vivían. Lo que les debo sobre todo es eso, aunque a menudo parezca que uno no está en condiciones de pagar un precio tan alto y no tiene a quién pedir prestado, se debe vivir. Y lo más importante, me convencí de que yo no era una excepción. Si lo soy, entonces el mundo está habitado por excepciones. Pero todo eso salía compartiendo el vodka. Así que, ¿cómo no iba a beber?
 Por ejemplo, el que trabajaba en el departamento social, repartía las pastillas de jabón, las toallas, las botas de goma, los guantes. Eso lo podía hacer cualquiera, pero luego bebiendo resultaba que era esto o lo otro. O el de la excavadora, parecía que aparte de manejar la excavadora sólo estaba capacitado para beber vodka, y después de medio litro o de un litro se ponía a recitar poesías de memoria, otro a Cicerón en latín. Y gracias al vodka incluso les escuchábamos con atención.
 En otra obra trabajaba uno que había sido policía antes de la guerra. No sé si estará de acuerdo conmigo en que todo cambio de mundo empieza por la policía.»

   [El texto pertenece a la edición en español de 451 Editores, 2011, en traducción de Francisco Javier Villaverde. ISBN: 978-84-92891-15-3.]

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