martes, 17 de marzo de 2020

La gente de Smiley.- John Le Carré (1931)

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«Lamentó no haberse afeitado. Deseó llamar menos la atención.
 El joven no miró a nadie una vez estuvo en el interior del salón principal del vapor. Mantuvo baja la mirada; evita el contacto visual, había ordenado el general. El cobrador conversaba con una anciana y lo ignoró. Esperó incómodo e intentó mostrarse sereno.  Había alrededor de treinta pasajeros. Tuvo la impresión de que hombres y mujeres iban vestidos del mismo modo, con abrigos verdes y sombreros de fieltro verde, y de que todos lo desaprobaban. Le llegó el turno. Extendió la palma húmeda de la mano. Un marco, una moneda de cincuenta céntimos y un puñado de las de latón de diez céntimos. El cobrador tomó el importe del billete sin hablar. El joven se abrió paso torpemente entre los asientos, en dirección a popa. El malecón se alejaba. Sospechan que soy un terrorista, pensó el muchacho. Tenía las manos manchadas de aceite y lamentó no haberse lavado. Quizá también me he ensuciado la cara. Muéstrate inexpresivo, había dicho el general. Pasa inadvertido, Ni sonrías ni frunzas el ceño. Actúa con naturalidad. Miró la hora y procuró no adelantar acontecimientos. Se había arremangado el puño izquierdo antes de subir, a fin de tener el reloj a la vista. Aunque no era muy alto, tuvo que agacharse para desembocar súbitamente en la sección de popa, que estaba expuesta a las inclemencias del tiempo y protegida sólo por un toldo. Era cuestión de segundos. Ya no se trataba de días ni de kilómetros ni de horas. Segundos. El segundero del reloj pasó al seis. La próxima vez que llegue al seis, te mueves. Soplaba brisa, pero él apenas lo notó. El tiempo le preocupaba enormemente. Sabía que cuando se ponía nervioso, perdía por completo el sentido del tiempo. Temía que el segundero recorriera dos veces el circuito antes de que él se diese cuenta y convirtiera un minuto en dos. Todos los asientos de la sección de popa estaban vacíos. Anduvo con nerviosismo hasta el último banco, abrazando la cesta de naranjas sobre el estómago con las dos manos y apretando al mismo tiempo el diario contra la axila: soy yo, descifrad mis señales. Se sentía como un idiota. Las naranjas llamaban demasiado la atención. ¿Por qué demonios un joven sin afeitar y con ropa deportiva iría con una cesta de naranjas y el diario del día anterior? ¡Seguramente todo el barco había reparado en él! "¡Capitán... ese joven... el que está allí... es un terrorista! ¡Lleva una bomba en la cesta y se propone atracarnos o hundir el barco!" Junto a la barandilla, una pareja cogida del brazo miraba la bruma de espaldas al joven. El hombre era muy pequeño, más bajo que la mujer. Usaba un gabán negro con cuello de terciopelo. La pareja lo ignoró. Siéntate lo más atrás que puedas y cerciórate de que lo haces junto al pasillo, había dicho el general. Tomó asiento y rezó para que saliera bien la primera vez, para que no fuese necesario apelar a ningún recurso. "Beckie, hago esto por ti", susurró interiormente, pensó en su hija y recordó las palabras del general. A pesar de su origen luterano, de su cuello colgaba una cruz de madera, regalo de su madre, pero la cremallera de la cazadora la ocultaba. ¿Por qué había escondido la cruz? ¿Para que Dios no fuese testigo de su engaño? No lo sabía. Sólo quería volver a conducir, conducir y conducir hasta caer o llegar sano y salvo a casa.
 No detengas tu mirada en ningún sitio, recordó que había dicho el general. Sólo tenía que mirar hacia adelante: Tú eres la parte pasiva. No tienes que hacer nada salvo proporcionar la oportunidad. Ni palabras en código ni nada; sólo la cesta, las naranjas, el sobre amarillo y el diario bajo el brazo. Nunca debí aceptar, pensó. He puesto en peligro a mi hija Beckie. Stella nunca me lo perdonará. Perderé la ciudadanía, lo he arriesgado todo. Hazlo por nuestra causa, había dicho el general. General, yo no la tengo: no era mi causa, sino la suya, la de mi padre; por eso arrojé las naranjas por la borda.
Resultado de imagen de la gente de smiley argos vergara Pero no lo hizo. Dejó el diario en el banco de listones, a su lado, y vio que estaba empapado de sudor, que algunos fragmentos de letra impresa se habían borroneado en la parte que había apretado. Miró la hora. El segundero estaba en el diez. ¡Se ha detenido! Quince minutos desde que miré por última vez... ¡sencillamente es imposible! Una frenética mirada a la orilla le convenció de que ya se encontraban en medio del lago. Volvió a mirar el reloj y vio que el segundero pasaba espasmódicamente hacia el once. Tonto, pensó, serénate. Se inclinó hacia la derecha y fingió leer el diario mientras vigilaba constantemente la esfera del reloj. Terroristas. Nada más que terroristas, pensó al leer los titulares por vigésima vez. No me extraña que los pasajeros crean que soy uno de ellos. Grossfahndung. Era la palabra que ellos utilizaban para designar arrestos masivos. Le sorprendió recordar tanto alemán. Hazlo por nuestra causa.
 La cesta con naranjas se inclinaba precariamente junto a sus pies. Cuando te levantes, coloca la cesta sobre el banco para reservar tu lugar, había dicho el general. ¿Y si se cae? Imaginó que las naranjas rodaban por la cubierta, con el sobre amarillo caído entre ellas, fotos a diestra y siniestra, todas de Beckie. El segundero se acercaba al seis. Se puso de pie. Ahora. Tenía frío el diafragma. Tiró de la cazadora hacia abajo para cubrirse y sin darse cuenta dejó al descubierto la cruz de madera que le regalara su madre. Cerró la cremallera. Pasea tranquilo. No detengas tu mirada en ningún sitio. Simula que eres un tipo soñador. Tu padre no hubiera dudado un solo instante, había dicho el general. Y tú tampoco. Levantó cuidadosamente la cesta hasta el banco, la apoyó con las dos manos y luego la inclinó hacia el respaldo para que tuviera más estabilidad. Después comprobó si estaba bien puesta. Se preguntó qué haría con el Abendblatt. ¿Lo cogía o lo dejaba? ¿Y si su contacto no había visto la señal? Lo cogió y se lo puso bajo el brazo.
 Regresó al salón principal. Una segunda pareja, de más edad y muy tranquila, se trasladó a la sección de popa, aparentemente para tomar el aire. La primera pareja era sensual, incluso vista de espaldas: el hombre menudo y la muchacha bien formada, la elegancia de ambos. Bastaba mirarlos para saber que lo pasaban bien en la cama. Pero la segunda pareja parecía un par de policías; era evidente que el hombre no sentía el menor placer al copular. ¿Hacia dónde divaga mi mente?, pensó enloquecido. Hacia mi esposa, Stella, fue la respuesta. Hacia los prolongados y exquisitos abrazos que quizá nunca volvamos a compartir. Paseó tranquilamente como le habían ordenado y bajó por el pasillo hacia la zona cerrada que ocupaba el piloto. Era fácil no mirar a nadie pues los pasajeros estaban sentados de espaldas a él. Había llegado tan lejos como estaba permitido. El piloto se encontraba a su izquierda, sobre la plataforma elevada.»
    
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1980, en traducción de Horacio González Trejo. ISBN: 84-7017-824-5.]

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