martes, 24 de marzo de 2020

Cartas a la antigua China.- Herbert Rosendorfer (1934-2012)

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Trigésimo tercera carta

«Martes, 28 de enero
 Querido amigo Dji-gu:
 Ha llegado la penúltima luna de invierno. Todavía sigue habiendo nieve. El tiempo es descorazonador.
 Ayer estuve con la señora Pao-leng en la escuela en la que enseña. La escuela es una gran casa en medio de la ciudad y el ruido de la calle es tan fuerte que prácticamente no se puede entender lo que uno mismo dice. Me hubiera gustado asistir a alguna lección, pero, primero, no estaría bien visto que un hombre mayor, extranjero, se sentara entre escolares y, segundo, la señora Pao-leng dijo que se sentiría insegura y nerviosa si me sentara atrás y la mirara casi como controlándola. También tuve la sensación de que cuando la señora Pao-leng entraba en la escuela -por lo demás un edificio nada bonito y muy sucio- se transformaba de mujer en profesora. Entraba en otro mundo. Era como si de golpe se viera iluminada por una luz de otro color. Incluso su modo de hablar conmigo se volvió distinto. Me quedé quieto en una esquina del vestíbulo y la observé. Los muchachos y muchachas de la escuela vociferaban y hacían ruido a mi alrededor. La señora Pao-leng hablaba aquí con un escolar, allí con un colega, es decir con otro profesor. Había algo así como un profundo foso entre nosotros. Veía a la señora Pao-leng allí de pie -fría e inaccesible, rebosando autoridad a raudales-, y en mis pensamientos se deslizó la imagen de esa misma señora Pao-leng cuando yace entre mis brazos dichosa y abandonada en el momento del éxtasis..., y pensé que todos los que aquí giran a su alrededor no saben nada, ni siquiera sospechan qué aspecto tiene la señora Pao-leng entonces...
 ¿Cuál es la imagen verdadera? Seguramente ambas. 
 La señora Pao-leng me presentó al director de la escuela y dio la pequeña explicación de costumbre: que soy un hombre de Chi-na que se encuentra en Mun-ijk por estudios y todo lo demás. La señora Pao-leng desapareció con una cohorte de escolares. El señor director estaba muy satisfecho y me  recibió muy amablemente en su despacho. Me contó muchas cosas del sistema escolar de los narizotas que, por lo que pude entender, se distingue sobre todo porque cambia constantemente. Por regla general, los niños entran en la escuela con seis años y permanecen hasta los catorce, otros hasta los dieciocho, otros, que se aplican al estudio de una disciplina científica, todavía más. El nivel inferior de las escuelas se llama "Colegio del pueblo"; el superior "Madre de las Ciencias". Entre ambos hay muchos niveles y ramas secundarias.
 El director me dijo que la principal dificultad con la que el sistema escolar, y en realidad el sistema educativo, tiene que luchar no es la maldad, la impuntualidad y la falta de atención de los escolares, sino el hecho de que las escuelas están supervisadas por un ministro y sus mandarines que, a decir verdad, elaboran muchas prescripciones con laboriosa precisión pero que no tienen ni idea de lo que es esencial para una escuela. La obligación principal del profesor consistiría en encontrar una vía intermedia, en parte legal, en parte no, entre los defectos de los escolares y las prescripciones de manual del ministerio.
 Lo que el director no me dijo, pero que yo saqué en conclusión de sus muchos comentarios, es una dificultad mucho más profunda del sistema educativo, que hay que retrotraer a un hecho que llama la atención y merece la pena recordar cuando se habla de la manera de pensar de los narizotas. Un profesor de aquí, entre los narizotas, no puede decir de un escolar que es un sinvergüenza, que es impertinente, que es vago, que es desordenado..., el profesor no puede decir que el escolar es tonto o no está dotado para el estudio. Es comprensible que esto pone al profesor en una situación bien difícil respecto a las familias de los escolares, porque cuando la educación fracasa, la mayor parte de las veces no se debe a la frescura o al desorden, sino a la estupidez y a la falta de agudeza. Pero eso precisamente es lo que los profesores no pueden decir. Impera un código de costumbres no escrito, políticamente correcto, que afirma que todos están igualmente dotados. ¿De dónde se han sacado eso? Procede de la idea de los narizotas, en sí misma noble, de que todos los hombres son iguales. Esto aparece consignado en la ley, siempre se subraya en cualquier parte y quien lo dice en voz alta se asegura la aquiescencia de todos. He hablado sobre ello con el señor Me-lon, que como juez se cuida mucho de tratar a todos los hombres por igual. Al principio estaba poco conforme con mis preguntas y opiniones, pero luego tuvo que mostrarse de acuerdo.
 -Sí -dijo-, por supuesto que hay que tratar por igual; éste es un principio fundamental muy estimable, que pobres y ricos, nobles y plebeyos, negros y blancos sean tratados por igual, pero ¿son en realidad todos iguales? Tienen el mismo peso, sus almas tienen el mismo peso, pero no son iguales. En su humanidad un tonto tiene el mismo peso que un listo, y se le pueden infligir tan pocos daños o injusticias tanto al uno como al otro, pero no por ello son iguales. Se confunden los conceptos cuando se mezcla peso y carácter.
Resultado de imagen de cartas a la antigua china Pero los narizotas practican desde antiguo una filosofía falaz. De la igualdad de los hombres, de la igualdad del peso de sus almas deducen una identidad de sus derechos vitales. Esto llega tan lejos que, hoy en día, simplemente se niega el hecho de que existe gente dotada intelectualmente de forma muy distinta. Ya no se permite tener la opinión de que hay gente menos dotada. Sólo está permitida la opinión de que todos los hombres son completamente iguales. Aunque, naturalmente, una simple inspección ocular ya hable en contra de esta opinión, han inventado la ciencia del alma, gracias a la cual queda fuera de toda cuestión considerar que alguien esté menos dotado; en este sentido, se ha descubierto que el menos dotado no está menos dotado, sino que se vio perjudicado por acontecimientos que han impedido su desarrollo en el seno materno o en su juventud o en algún momento similar.
 En general, de la confusión entre ser iguales y tener el mismo peso surge un miedo asombroso e incomprensible a llamar a las cosas por su nombre. Nadie puede ser señalado como pobre, tonto o atrofiado, aunque realmente lo sea. Los narizotas tienen miedo de vulnerar al aludido en sus derechos con tal denominación (que sólo aparece de modo encubierto). ¿Acaso los narizotas tienen miedo a mirar a la realidad cara a cara? La historia de la filosofía de los narizotas en los últimos doscientos años -vistos desde aquí- es la historia del pensamiento que da la espalda a la realidad. La filosofía de los narizotas ya no piensa sobre cómo es el hombre y su sociedad, se ocupa de inventar constantemente nuevas propuestas sobre cómo debería ser el hombre y su sociedad. Es lógico que como se pueden tener cien opiniones diferentes sobre ello, la filosofía nunca llegue a un resultado común. No obstante, la opinión que, por lo menos, predomina en la actualidad parece ser que el hombre , en esencia, es bueno y sabio, y que si es o se vuelve corrupto siempre son los demás los que tienen la culpa. He hablado con muchos narizotas educados y he investigado sus opiniones: con el señor Shi-shmi (que es un erudito probado), con el maestro Yü-len, con el señor juez Me-lon, con la señora Pao-leng. Básicamente todos son de la opinión de que sólo es preciso pensar bien del hombre para que se vuelva bueno.
 Eso me parece tanto como opinar que sólo es preciso quitarle la antiestética muleta a un cojo para que pueda volver a andar derecho.
 Aquí el final de las clases no se anuncia como en nuestra tierra con un discreto redoble de tambor, sino con un timbre estridente. Me levanté, le di las gracias al señor director con una reverencia de tres cuartos. Fuera me esperaba la señora Pao-leng y fuimos en su vehículo Ko-tse a casa. Ahora disfruto con el viaje en vehículo Ko-tse, porque he aprendido a apreciar las comodidades del mundo de los narizotas. Pero no ignoro el precio que deben pagar por ello. Por eso no echaré de menos las comodidades. Cuando pienso en el desorden y la confusión de los conceptos, que son el precio de estas comodidades, no me pesa volver a encontrarme pronto en nuestro mundo, donde no es necesario apretar un botón para que haya luz.
 Pero el Moet Shang-dong sí que lo echaré de menos.
 Un cordial saludo, de quien pronto volverá a estar contigo.
 KAO-TAI.»
   
   [El texto pertenece a la edición en español de Acantilado Editorial, 2004, en traducción de Roberto Bravo de la Varga. ISBN: 84-96136-71-X.]

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