5.-Glamour, poder y silencio
Compro, luego existo
«El universo mercantil se expande gracias a las primeras agencias de publicidad, creadas en 1870, y a la multiplicación de nuevas estrategias comerciales: desfiles, catálogos para las compras por correo en áreas rurales y pequeños pueblos, ampliación de la gama de productos, desarrollo de artículos para diferentes segmentos de edad y aparición de la obsolescencia programada. La tienda tradicional como lugar comunitario para el comercio y la socialización se sustituye paulatinamente por espacios donde se fomenta el ensueño industrial y la adquisición. El culto a la novedad ofrece un semblante de entretenimiento. Se inicia la práctica de ver escaparates como un paseo gratis por una quimera de vida fabulosa: se visitan las tiendas buscando vivir la experiencia del lujo, sin tener ninguna compra específica en mente. La profusión se diseña para tentar a la clientela. Surgen los primeros casos de cleptomanía.
Progresivamente inmersos en esta portentosa abundancia, los objetos de consumo empiezan a cobrar vida propia. Lo regalos de Navidad se convierten en vehículos para la emoción familiar. Ágilmente, entre finales del XIX y principios del XX, se crean otras ocasiones para el regalo emocional: San Valentín, el Día de la Madre, el del Padre, etc. El precio del objeto se llega a equiparar a la intensidad del amor y el propio cortejo amoroso se torna una evaluación del potencial romántico según estándares consumistas: ¿el hombre puede proveer suficientemente? ¿Está la mujer dispuesta a premiar con favores sexuales el gasto que el hombre realiza invitándola? Se dan casos de divorcio por incapacidad del cónyuge masculino de suministrar lo que se considera necesario. La responsable de una tienda de alta joyería especializada en anillos de compromiso de diamante me ha relatado historias espeluznantes acerca de las humillaciones mutuas que las parejas se infligen al tratar de medir su amor según el tamaño de la piedra. "Eau My Gold!", exclama el eslogan de una colonia jugando con la expresión Oh, my God!, gold ("oro") y eau ("agua"). La educación de los niños y sus problemas de comportamiento han sido también progresivamente colonizados por la lógica del objeto. Al asociar los bienes de consumo con el desarrollo emocional y la guía pedagógica, la manipulación consumista entra a formar parte de la pedagogía popular hasta nuestros días, en los que el consumismo se ha generalizado como una compensación para problemas en otros aspectos de la vida.
La carga de significado que se deposita sobre las cosas las transforma en fetiches, es decir, en objetos de culto a los que se atribuye poderes: la facultad de transmitir amor, de hacernos felices, de conquistar a alguien, de excitarnos sexualmente o de transformar mágicamente nuestras vidas. Gracias a un proceso circular, los objetos secuestran el sentido y sustituyen el mensaje del cual eran inicialmente meros vehículos. Se designa una emoción (el amor, por ejemplo) mediante una cosa (un diamante) y se toma la causa del regalo (la expresión de cariño) por su efecto (el tamaño de la piedra preciosa). La mercancía se apropia del mensaje y éste se vuelve tal sólo en relación con el producto. La lucidez de Benjamin retrató magistralmente los albores de este proceso: "La moda se opone a lo orgánico. Empareja el cuerpo vivo con el mundo inorgánico. Ante lo vivo, defiende los derechos del cadáver. El fetichismo que sucumbe al atractivo de lo inorgánico es su nervio vital. El culto a la mercancía presiona dicha fetichización en beneficio propio." Se expande así una red de significado que gira alrededor del culto al dinero y a las mercancías como ostentadores de códigos culturales.
En este contexto, las marcas reemplazan valores compartidos, al tiempo que ofrecen códigos seguros de comportamiento ante la falta de compromiso con símbolos comunes tradicionales en un entorno globalizado y culturalmente inestable. Por sus prácticas de consumo les conoceréis: surge una comunidad estética global que se reconoce a sí misma gracias a un esperanto material. Al igual que una religión, los mandamientos para la adoración y consumo del objeto pueden incluir o excluir, pero, en cualquier caso, sus prácticas sólo pueden emerger en aquellos grupos sociales en los que el aspecto material del consumo puede subordinarse a los procesos simbólicos. El consumo es, en sí mismo, un signo de lujo que puede, sin embargo, ser usado en clave patriótica como expresión de buena ciudadanía y solidaridad económica, tal como hizo el presidente George Bush en los días posteriores al ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.
El conformismo y la homogeneidad no sirven al capitalismo de consumo, mientras que sí lo hacen la variación permanente, el rechazo de las tradiciones, el ansia de liberación y desecato. Por esta razón, la cultura de consumo se presenta como una anticultura liberadora que rompe con las convenciones establecidas y desarrolla una antropología filosófica del capitalismo según la cual uno de los rasgos esenciales de la humanidad es su deseo de novedades, el rechazo de lo antiguo, el ansia de traspasar límites y, muy importante, la avidez, la acumulación de experiencia, bienes, dinero. Se siguen cooptando corrientes contraculturales y culturas marginales para convertirlas en estrategias comunicativas de lo novedoso como rebelión: Keith Richards, guitarra de los Rolling Stones, anuncia maletas, los raperos de los suburbios zapatillas y los presos de las cárceles estadounidenses inspiran la moda de los pantalones caídos. Se romantiza a los rebeldes, los outsiders, lo underground y la vida rockera, que se presentan como parte de un sistema de valores que favorece el hedonismo y la flexibilidad, la ruptura con las jerarquías y la transgresión. Se nos anima a asociarnos libremente, a rechazar constreñimientos de cualquier tipo: familiares, cívicos o religiosos. "Soy Dewarista", anuncia la camiseta de Quentin Tarantino publicitando una marca de whisky en España (algunas personalidades de Hollywood obtienen grandes beneficios con anuncios que no se atreverían a protagonizar en su país de origen). A saber, la máxima del "Dewarismo" como ideología es: "el sufrimiento no es la clave del éxito".
Esta asimilación de lo contracultural se apropia perversamente de consignas y genuinas preocupaciones políticas de un modo oportunista, lo cual tiene como consecuencia la banalización de la contracultura y las reivindicaciones políticas y la despolitización del espacio público en favor del consumo como práctica hedonista. Benetton -una de las marcas fabricadas en el Rana Plaza, la factoría textil de Bangladesh que se derrumbó en 2012- tiene el cinismo de dedicar un anuncio al "Desempleado del año", aun siendo en la fecha de escritura de este ensayo una de las empresas que todavía no ha indemnizado a sus víctimas. La fallida compañía de cirugía Corporación Dermoestética se publicitaba a página completa el 8 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, presentando sus servicios como una recompensa al trabajo de las mujeres. La recurrente apropiación de discursos feministas críticos está de moda tanto para publicitar cigarrillos extralargos como para anunciar cremas antiedad y gimnasios u organizar un desfile simulando una manifestación de maniquís con pancartas pro igualdad de derechos. "¿Deseos de revolución? Empieza por tu cabeza", insta un producto capilar para estar "bellísima". A diferencia de la religión, en la que se guarda el cumplimiento, en moda la regla obligatoria es el placer, la irreverencia y la subversión. Para ser Revolutionary, como la marca de tejanos, se debe potenciar lo emocional, lo instintivo, lo fútil, lo lúdico. En consecuencia, se denosta la capacidad pensar, el raciocinio. "Be stupid", aconsejaba la campaña de Diesel de 2010 ilustrada con un sinfín de auténticas tonterías.
La mirada cultural fashion lo permea todo, sin licencia ni perdón. Suprime cualquier dominio externo a ella y responde al lamento como una coacción a su libertad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2015. ISBN: 978-84-339-6384-0.]
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