Capítulo II.- La educación de un príncipe ilustrado (1758-1769)
De la teoría a la práctica
«Dos semanas después de haberse instalado en Parma, Condillac se mudó con toda la familia ducal a Colorno, donde el infante Felipe podía cazar tranquilamente. Por primera vez hizo partícipe de sus impresiones a su amigo el duque de Nivernais. Se declara muy satisfecho de Keralio, que ha hecho un trabajo notable con su alumno y no oculta un cierto entusiasmo. A los siete años Fernando "lo escucha todo, lo comprende todo, le gusta instruirse; y observo con placer la avidez con la que el Infante se apropia de las ideas. […] Estoy extremadamente contento y no podía haber deseado encontrar a un individuo dotado de facultades más felices y que estuviera mejor preparado".
Este primer juicio es importante. Parece presagiar los mayores éxitos. Tanto más por cuanto Condillac es el inventor de una pedagogía original deducida de su filosofía y de la que esperaba maravillas.
Su pedagogía está en total desacuerdo con las teorías y las prácticas al uso en un buen número de aspectos. En primer lugar, instaura una nueva relación entre maestro y alumno: la cooperación sustituye a la autoridad. Ante todo: ponerse al nivel del niño y proceder por etapas, respetando sus ritmos. Es el maestro el que debe adaptarse al alumno y no a la inversa. Condillac atribuye prioridad a la reflexión antes que a la memoria. La finalidad es aprender a pensar. Para hacerlo favorece el juego hasta el punto de practicar la inversión de papeles: el Príncipe le dará lecciones de artillería tras haberlas recibido de Keralio. Mientras se encuentra aislado a causa de una infección, Condillac le escribe: "Acuérdese de un preceptor que espera con impaciencia el momento de jugar con usted, siempre que usted se avenga a razonar con él de vez en cuando".
Su segunda innovación concierne al método de adquisición de los conocimientos. En vez de ir de lo general a lo particular (deducción), él preconiza el orden contrario, el de la invención, que va de lo conocido a lo desconocido (inducción). "El preceptor debe parecer tan ignorante como su alumno y proceder con él de observación en observación, como los propios pueblos debieron instruirse a lo largo de los siglos. Esto evita al niño el hastío de tratar con generalidades fuera de su alcance y lo instruye casi sin esfuerzo." Sin embargo, el filósofo no está exento de ilusiones respecto a las facultades infantiles cuando se declara convencido de que basta con dar a conocer al alumno las facultades de su alma y hacerle sentir la necesidad de servirse de ellas para que todo resulte fácil. ¡Qué optimista es cuando afirma que el joven príncipe de siete años ha comprendido los principales elementos de la filosofía de Condillac en un mes! ¡O que "los niños son capaces de razonar y que las nociones más abstractas están a su alcance cuando les mostramos cómo se generan"! Sea como fuere, la amplitud y dificultad del programa de lecturas que Condillac elaboró minuciosamente para el joven Príncipe los dos primeros años de su preceptorado resultan pasmosos. Antes de los diez años ya había leído múltiples obras de religión, las piezas teatrales de Racine, Molière y Corneille, Art poétique de Despréaux, Voltaire, Des Tropes de Du Marsais, De lòrigine des lois de Goquet, al tiempo que aprendía una Grammaire y un Art d'ecrire redactadas en su honor. Además, Condillac lo había iniciado en la filosofía de Newton en la traducción de la marquesa de Châtelet, en particular en los fenómenos del mundo y en la explicación que proporciona al respecto la marquesa. Asimismo le hizo leer Traité de la sphère de Maupertuis, así como su Voyage au Nord, "y todo lo que ha escrito sobre el sistema del mundo", además de la segunda parte del Newton de Voltaire. "Puedo asegurar", dice el preceptor, "que sus lecturas estarán al alcance del Príncipe. Hasta aquí hemos llegado tras dos años de estudio, cuando acaba de cumplir diez años."
El lado oculto
¿A qué precio? Ni el preceptor ni el gobernador dicen una palabra al respecto. Sólo el barbero, Antonio Sgavetti, autor de un diario que es una auténtica crónica de Parma, se sorprende de que carguen tanto el empleo de su tiempo y "lamenta que se le tenga encerrado sin respiro en el estudio, para pasmo de todo el mundo". Fernando no se queja, pero anota repetidamente que a menudo lo regañan, lo castigan y lo reprenden. Incluso en 1762 precisa: "Éste ha sido un año de grandes castigos para mí". En esta época, nadie veía nada que objetar a esta educación severa y rigurosa. Todos los niños bien nacidos, aún cuando fueran príncipes, sufrían la fusta o los golpes. Sin embargo, su hermana Isabel, que asistió a las lecciones y fue testigo en efecto de la severidad de los maestros, extrae de ello lecciones sorprendentemente modernas. Redacta las Reflexions sur l'éducation que defienden exactamente lo contrario de lo que ella misma y su hermano recibieron. No sólo hace a los padres responsables de todos los fracasos de la educación de sus hijos, sino que la emprende también con la autoridad y el rigor de aquéllos a quienes delegaron su educación. Denuncia los peligros de la primera, que convierte a los niños en violentos, impacientes, testarudos, y de la segunda, que nace de la dureza de corazón y de la bajeza de sentimientos. Esta autoridad "no corrige nada, no inspira ningún respeto […], inspira el odio y el deseo de vengarse, la desconfianza, el deseo de engañar, nos despoja de cualquier sentimiento, nos vuelve duros e insensibles, capaces de cualquier maldad". A la autoridad y el rigor opone la dulzura, "despreciada hoy en día" y que no obstante se gana el corazón de los niños y da origen al reconocimiento, el apego, la franqueza, forma sus espíritus y sus corazones, los vuelve complacientes y fáciles de guiar".
Es probable que la diatriba apuntara principalmente a los maestros de Fernando. ¿Pero acaso eran realmente tan duros con su alumno y, en ese caso, por qué habrían de serlo? Se sabe que Fernando se lamentaba de los rigores de Keralio, al tiempo que reconocía su afecto por él. Pero en su Autobiografía no emite ninguna queja con respecto a Condillac. Por otra parte, apenas lo menciona. Aparte de Isabel, que no cita jamás el nombre de ninguno, hay que esperar hasta el matrimonio del Príncipe, en 1769, para ver evocadas, de la pluma del embajador de Francia, la severidad del mentor, "demasiado propenso a los cambios de humor" y el carácter extremadamente "enérgico de su preceptor". Se desconocen las razones. Fernando tiene reputación de ser dulce y amable y Condillac se declara satisfecho de su alumno. Pero es un niño mentiroso y disimulador, tal como él mismo confiesa en su Autobiografía. A pesar de las instrucciones de sus maestros, se sigue relacionando con sus sirvientes y guardias, de quienes adopta ideas necias y comportamientos indignos de su rango. Más grave resulta su atracción por los frailes y por el clan italiano que aviva su inclinación por una religión supersticiosa y beata. Al cabo de los años, esta tendencia se vuelve irresistible y acaba acarreando el hábito de decir mentiras a sus profesores, que se las hacen pagar caras.
¿Es el padre Fumeron quien ha sembrado y alimentado este gusto por la devoción, o bien procede simplemente de la necesidad de paliar una soledad afectiva que ni su madre, ni su gobernanta, ni sus maestros habían sabido tener en cuenta? Lo cierto es que la muerte de su madre en Versalles, tras dos años y medio de ausencia, cuando Fernando no tenía aún nueve años, y luego la partida de su querida hermana Isabel para casarse al año siguiente con el archiduque José, no contribuyeron a arreglar las cosas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Marbot Ediciones, 2009, en traducción de Maite Serpa. ISBN: 978-84-92728-00-8.]
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