jueves, 12 de marzo de 2020

Tuareg.- Alberto Vázquez-Figueroa (1936)

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«La hermosa muchacha de finas trenzas, altos pechos y enjoyadas manos de palmas rojas, templó la única cuerda de su violín, extrajo de su interior un agudo sonido que más bien parecía un lamento o una aguda risa, miró directamente a Gacel, el extranjero, al que parecía dedicar personalmente su historia, y dijo así:
 -"Alá es grande. Alabado sea... -hizo una pausa-. Cuentan, y esto no ocurrió en el país de los imohag, ni en el de los Tekna, ni en Marraquesh, Túnez, Argel o Mauritania, sino allá, en Arabia, cerca de la ciudad santa de La Meca, a la que todo creyente debe hacer su peregrinación al menos una vez en la vida, que vivieron, mucho tiempo atrás, en la floreciente y populosa ciudad de Mir, gloria de los califas, tres astutos mercaderes que habían logrado, después de muchos años de comerciar juntos, una apreciable cantidad de dinero que decidieron invertir en un nuevo negocio... Resultaba, sin embargo, que estos mercaderes no confiaban los unos en los otros, por lo que guardaron su oro en una bolsa y acordaron dejárselo en custodia a la dueña de la casa en que vivían, con la expresa recomendación de que no lo entregara a ninguno de ellos si no se encontraban los otros presentes. A los pocos días decidieron escribir por asuntos de sus negocios a una ciudad vecina y necesitando un pergamino, uno de ellos, dijo:
 -Voy a pedírselo a la buena mujer, que seguramente tendrá alguno.
Pero entrando en la casa, le dijo a ésta:
 -Entrégame la bolsa que te dimos, que la necesitamos...
 -No lo haré si no están tus amigos presentes -replicó la mujer y, aunque el otro insistió, continuó negándose hasta que el astuto mercader le indicó:
 -Asómate a la ventana y verás cómo mis compañeros, que están en la calle, te ordenan que me la des...
 Hizo la mujer lo que pedía, mientras el mercader salía y aproximándose a sus socios dijo en voz baja:
 -Tiene el pergamino que necesitamos, pero no quiere dármelo a no ser que vosotros también se lo pidáis.
 Ajenos a esta trampa le gritaron a la mujer que hiciera lo que el otro decía y así fue cómo ésta le entregó la bolsa con la que el ladrón huyó de la ciudad.
 Pero cuando los dos mercaderes cayeron en el engaño y se dieron cuenta de que se habían quedado sin dinero, culparon a la pobre mujer, y llevándola ante el Caid, pidieron justicia.
Resultado de imagen de tuareg plaza janes Resultó aquel juez un hombre equilibrado e inteligente, que escuchó a ambas partes, y tras una larga meditación, sentenció:
 -Pienso que razón tenéis en vuestra demanda y justo es que esta mujer devuelva la bolsa o reintegre de su hacienda el dinero... Pero como se da la circunstancia de que el pacto que acordasteis exige que para que la bolsa sea entregada es imprescindible que os encontréis reunidos los tres socios, estimo justo que os ocupéis de buscarle, lo traigáis a mi presencia, y en ese momento yo mismo me ocuparé de que el acuerdo se cumpla...
 Y así fue cómo triunfó la justicia y la razón, gracias al acertado juicio de aquel inteligente magistrado.
 Quiera Alá que así sea siempre. Alabado sea..."
 La muchacha tañó el violín, como para poner un definitivo punto final a su relato y, luego, sin apartar los ojos de Gacel, añadió:
 -Tú, que al parecer vienes de tan lejos, ¿por qué no nos cuentas una historia?  
 Gacel paseó la mirada por el grupo: una veintena de muchachos y muchachas que se amontonaban en torno a la hoguera, a cuyas brasas se asaban lentamente dos enormes carneros de los que emanaba un aroma dulce y profundo, e inquirió:
 -¿Qué clase de historia queréis escuchar...?
 -La tuya -replicó la muchacha rápidamente-. ¿Por qué te encuentras solo, tan lejos de tu casa?»

     [El texto pertenece a la edición en español de Plaza-Janés Editores, 1984. ISBN: 84-01-30315-X.]

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