III.-Los poderes contra los ciudadanos
3.-El Estado avasallador por su función
Nº 9.- No creáis nunca lo que dice un Hombre de Estado
«No creáis nunca lo que dice un Hombre de Estado. Se trata de un hombre que habla de su oficio, y que a veces habla bien de él; pero no está en la lógica de las cosas sacrificar todos los oficios para que el fontanero, por ejemplo, pueda desempeñar fácil y agradablemente el suyo. "Los que no son fontaneros -dice el fontanero- no se dan cuenta de lo que significa ser fontanero, y no nos otorgan ventajas ni gran importancia. Son unos ingratos. ¿Qué sería de ellos si no existieran los fontaneros?" El automovilista que circula sobre ruedas considera al peatón un ser molesto y descuidado; pero el peatón no se deja convencer, y no renuncia a andar por los caminos.
El hombre apresurado que no se preocupa de desgastar sus frenos ni sus neumáticos no comprende lo que hace una bandada de gansos en la carretera; pero los gansos van tras su comida o hacia su charca. De idéntica manera, el gobernante sigue su ruta y se asombra de que los gansos no se alineen a su paso, dejándolo todo para admirar lo bien que rueda el carro del Estado. "Los gansos son necesarios, lo admito -dice el Hombre de Estado-, pero donde yo quiera que estén, y no donde quieran ellos." Esta clase de razonamiento nunca ha conseguido persuadir a los gansos, porque los gansos son animales; pero alguna vez ha persuadido a los hombres, porque los hombres son seres lo bastante contemplativos como para ponerse por un momento en el lugar de otro.
La guerra es una situación admirable, lo reconozco, en la que los gobernantes subordinan todos los asuntos de los restantes hombres a sus proyectos. Es preciso haber visto cómo los jefes militares se instalan y alardean, relegando a los civiles a un estrecho rincón, y sorprendiéndose si todavía osan quejarse. "¿Pero cómo? ¿No estamos aquí por su bien y para su seguridad?" Razonamiento irrefutable, el mismo de los empedradores que tienen mi calle levantada y llena de zanjas desde hace más de un mes y que me ofrecen un tablón tambaleante para pasar por encima de un precipicio rocoso.
Los ciudadanos admiten con facilidad la necesidad de jefes y administraciones, como admiten también la necesidad de empedradores y de fontaneros. Aceptan con menos facilidad que el hombre de la calle se vea siempre importunado y limitado, mientras los poderes campan libremente. "Porque -dice el ciudadano- admito que la seguridad y los poderes públicos tienen su importancia, pero existen otros bienes, como vivir, producir, comerciar; esos bienes no serían nada sin seguridad y quizás incluso sin poder; pero en cambio, seguridad y poder son sólo palabras, ajenas a la común y humilde prosperidad. Haga usted, por lo tanto, su oficio de gobernante y aceptaré ciertas molestias para ponérselo fácil; pero que los gobernantes se molesten también por mí. Sé muy bien en lo que se convertirían nuestras calles si el empedrador fura el único juez. Como también sé por experiencia cuáles son las actividades del gobierno cuando se le deja hacer: ejércitos, querellas ruinosas y asombrosas demoliciones, diciendo siempre que no se puede hacer otra cosa. Y de buena fe. El empedrador bloqueará toda la calle y amontonará los adoquines en vuestro patio, si le hacemos caso."
Nº 10.-Todo hombre inventa y organiza
Todo hombre inventa y organiza, y muy pronto llega a una única idea: "Las cosas son como son", dice el genio en su pequeño rincón. Es de razón que sea el médico quien juzgue de medicina, el mecánico de mecánica y el estadístico de estadística. En cuanto el contable se inspira en este principio evidente, no le queda a nuestro hombre más que hacer los petates para la "Maison des Pauvres", suponiendo que no haya sido ya embargada por haber seguido las reglas de la perfección, que son mortíferas. Pero voy a seguir en sus absurdas consecuencias un ejemplo que no es del todo imaginario.
Supongamos una red ferroviaria que tenga autorización para incurrir en gastos, en nombre del bien público. Dejo circular las monstruosas locomotoras y los vagones grandes como edificios, y decido que el equipo del turno de noche, cobrando paga doble, reemplace unas agujas que en seguida serán arrancadas. Pero hete aquí que un gran médico, harto de ocuparse de tanto estómago, y entusiasta de la organización, propone que se implante el servicio de salud de la red ferroviaria, y que el médico sea escuchado. Ya le tenemos de director, y obviamente bien pagado; su yerno será subdirector, sus primos inspectores de primeros auxilios y camillas; todo esto es evidente. Les supongo a todos competentes y activos, y eso es lo peor. Porque, ante todo, habrá puestos de socorro muy bien dotados de enfermeros y auxiliares. ¿Quién puede oponerse a ello? La monstruosa locomotora puede arrancar los raíles como si fueran paja y el accidente es posible; ya ha ocurrido. ¿Estamos preparados para ello? Esa pequeña pregunta, que hace prosperar a los aviones y a los cañones, puede servir también para hacer surgir un departamento de catástrofes ferroviarias, y dentro de él una subdirección de estadísticas, donde sepamos qué huesos se rompen más a menudo, cuántas cabezas, cuántos tórax y vientres encontraremos de promedio en el hueco de la vía, y otros datos a tener en cuenta. Se trata siempre de razón y sabiduría.
Y habrá aún más razón y sabiduría si pensamos en la salud de los trabajadores, que cuesta mucho dinero por culpa de la imprevisión. Con lo cual se inventan las visitas médicas obligatorias, y una ficha para cada cual, en la que se anotará si es bajo o alto, gordo o flaco, abdominal o torácico, musculoso o fibroso, sifilítico o artrítico, si es miope o tiene predisposición a las uñas encarnadas. Como poco, habrá fichas por triplicado; una de ellas será entregada al interesado, en sobre sellado, como es lógico, y sólo podrá ser abierta por el médico. ¿Qué cuesta un sobre? Y no olvidemos aquí tampoco al departamento de estadísticas, muy adecuado para los yernos médicos, los primos médicos, o incluso para algún literato protegido. Todo el mundo comprende que si los trabajadores ferroviarios estornudan más a menudo en Versailles-Chantiers que en Epöne-Mézières, es necesario saberlo, como también a qué horas del día y de la noche lo hacen. Y si podemos llegar a conocer la relación exacta entre la temperatura y los catarros, ¿cómo vamos a reparar en gastos? La Oficina Internacional del Trabajo es el modelo de estas instituciones que tienen como finalidad la búsqueda metódica y desinteresada de la verdad. Podéis haceros una idea de este servicio preventivo y repetitivo, que toma bajo su protección la preciosa salud de los ferroviarios, sí señores, más preciosa que el oro. Y la progenie de los ferroviarios es más valiosa que el diamante de ahí las maternidades, los centros de lactancia, las fichas de los niños de pecho, los test, la orientación profesional; y de nuevo los yernos médicos, los primos médicos, sin contar dos o tres literatos protegidos, pues la organización se preocupa de las Musas. Imaginad esos admirables recintos, donde por medio de tubos neumáticos circulan en todas direcciones las fichas del niño, del padre, de la madre, agrupados y reagrupados por temperamentos, por vocaciones, por oficios, como en un cerebro mecánico. Y mientras tanto, el precio del transporte de los papanatas aumenta en proporción. ¿Quién se atreverá a aguar la fiesta? ¿Y en nombre de qué?
Platón parece bromear cuando dice que por encima de las cosas verdaderas, e incluso de las buenas, reina una diosa abstracta, transparente, apenas visible, que él llama conveniencia o proporción. Esa diosa no es del todo una criatura celeste. Podría significar, al contrario, que la razón, a menos que desvaríe, ha de adecuarse a las necesidades. Y es evidente que el hombre, que no es solamente cabeza, sino también pecho y abdomen, puede a veces ser demasiado sabio, y que la verdadera justicia tiene en cuenta ante todo la urgencia de las necesidades. Tener eso en cuenta es gobernar. De donde concluyo que la tarea de un ministro no consiste en llevar a la perfección el departamento que está a su cargo, sino por el contrario oponerse a ambiciones en sí mismas razonables, tras una atenta consideración del conjunto de las necesidades y del conjunto de los medios disponibles. Lo útil puede resultar perjudicial.
25 de febrero de 1933.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2016, en traducción de Joaquín González Ibáñez. ISBN: 978-84-309-4664-8.]
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