La lengua de los ángeles
«La lengua de los ángeles. Tesis presentada para el título de Doctor en Filosofía por Johannes Jung
"La mente de los hombres, que según ellos está tan estrechamente unida al cuerpo que llegan a dudar de que pueda haber vida después de la muerte física, no es capaz de comprender el trágico horror de un espíritu desencarnado. Los autores que han logrado concebir la forma del pensamiento angélico la llamaron beatitud sublime. ¡Qué gran error! Y además difícil de corregir. Los que llegaron incluso a concebir una comunicación de pensamientos entre los ángeles elevaron himnos a la misma, y miraron con compasión a la que les parecía la imperfecta transmisión de conocimientos e ideas mediante los instrumentos caducos de la voz y del papel. ¡Qué peligrosa confusión! Con muchas y nefastas consecuencias. Porque según cualquier juicio de valor lógico y racional, los ángeles viven en un infierno eterno, al igual que toda criatura que de una forma o de otra se acerca a Dios según el rasero con que se mide la perfección. De hecho, la felicidad, y ello sea dicho sin miedo a equivocarnos, es algo humano, y como tal una profunda imperfección; pero sin embargo deseable. La felicidad es algo humano porque se refiere a la unión de cuerpo y el alma, y por ello es de una naturaleza sumamente imperfecta. Surge de la confusión de los sentidos que se refleja en la confusión del intelecto, y ni siquiera puede concebirse más allá de esa doble debilidad. Quien ve todas las minucias de la naturaleza no es capaz de ser feliz -de la misma forma, por otra parte, que no es capaz de estar triste-. Al alejarnos de las imperfecciones del hombre, y subiendo por la escala de los seres hacia Dios, también nos alejamos de la bendición de la felicidad. La misma se ve sustituida por unos estados de contemplación aséptica, que se basa en principios asépticos que son más útiles para comprender los equilibrios sutiles entre las esencias y para descifrar los números y las razones del universo. Pero esas reservas de infelicidad o tal vez de indiferencia celestial se comprenderán mejor si intentamos imaginar cómo podrían representarse en el teatro del mundo de los hombres la comunicación instantánea del pensamiento y la transparencia de la mente de los ángeles. El carácter imperfecto de la representación es un detalle que no vamos a tener en cuenta, dado que se ha preferido una analogía sencilla y comprensible en lugar de un exceso de detalles que habría dificultado la inteligibilidad de la idea.
Imaginemos pues un espacio desnudo y desierto, como si se tratara de un enorme escenario que se extiende sin fin en todas las direcciones, y en el que el sonido se transmite instantáneamente. Sitúen en él, para siempre y a la misma distancia, de modo que ocupen todo el escenario de manera uniforme -por ejemplo, uno en cada vértice de las casillas de un gran ajedrez- a hombres y mujeres absolutamente iguales, a los hombres y a las mujeres de nuestro planeta, que serán nuestros actores. No pueden moverse, pero respiran, escuchan y desean al igual que nosotros, y pueden hablar. Pueden hablar pero con una sola e insuperable limitación: cada vez que uno de ellos mueve la boca para decir una palabra, todos los demás, en ese preciso instante, hacen lo mismo; y dicen exactamente las mismas cosas que el otro, al mismo rito, superponiéndose a su voz, y cubriéndola en la inmensidad el rumor cósmico. En el escenario de ese mundo, hacer una pregunta a su vecino quiere decir preguntar a todo el universo y, al mismo tiempo, quiere decir recibir una pregunta de todo el universo. Y cuando nuestro compañero contesta a la pregunta, nosotros le estamos contestando con las mismas palabras, que además son las palabras utilizadas por todos los demás. A un observador ajeno los habitantes de ese mundo le parecerían una comunidad de locos que se pregunta sobre cuestiones a las que todos (o nadie) pueden dar una respuesta. Pero tal vez los miembros de esa comunidad no poseen las nociones de pregunta y de respuesta, dado que para los mismos tener una pregunta que hacer es tener al mismo tiempo la respuesta a tal pregunta, ya lista para salir de la orgía de bocas y resonar por todas las esquinas de ese espacio sin fin.
Lo que es más: el lenguaje de ese mundo sólo permitiría a sus hablantes un uso muy limitado de expresiones como esto, aquello, aquí. Aquí acabaría indicando el lugar en el que está el mundo en su totalidad, dado que un actor de nuestro teatro imaginario no puede referirse al lugar en el que él mismo se encuentra porque todos sus conciudadanos harían y comprenderían lo mismo a la vez que él. La única huella del lugar especial en que se encuentra cada uno de ellos que quedaría en ese grito colectivo sería, pues, el mundo en su totalidad. Esto indicaría sólo aquellos grandes acontecimientos que afectan a todas nuestras cobayas: un gran relámpago de luz, el anochecer en el cielo inmenso, la explosión de un trueno ubicuo. Es obvio que todos estarían de acuerdo en el uso de palabras como ahora y nosotros, dado que en ese universo en que el sonido se propaga a una velocidad infinita y en el que las acciones de esa enorme tropa están perfectamente coordinadas el momento presente es común a todos. Pero ese acuerdo sería poca cosa.
Aún hay un problema grave, el más difícil de todos: el del alma de cada uno de los actores, de los habitantes de ese mundo unísono; el problema del sentido de la palabra "yo". Existen dos soluciones que se excluyen entre sí. Según la primera, tales actores no poseen en absoluto un alma individual. No son conscientes de su propio yo, sino que forman un único intelecto, cuyo cuerpo se propaga, dividido en una infinidad de espejismos, hasta los límites de lo pensable. Un alma común a tantos cuerpos, y finalmente un solo intelecto, y un solo pensamiento. Se trata de un solipsismo sin precedentes y sin duda terrible. Terrible porque la desaparición de cualquiera de esos cuerpos no tendría ninguna consecuencia para la existencia del espíritu único, y por ello la aportación de cada individuo a la gran máquina del universo no tendría importancia, aunque sea necesario que en ese mundo extraordinario haya al menos un individuo (no importa quién sea) para el desarrollo de las actividades espirituales. Uno cualquiera de esos cuerpos es necesario, pero ninguno lo es en particular -ésa es la increíble paradoja que hace que el mundo que estamos describiendo sea profundamente inhumano.
Según la otra teoría, cada individuo posee una mente o un alma, y esa alternativa tal vez sea más cruel que la que acabamos de proponer. Porque esa mente no podría expresarse en el lenguaje unísono e impersonal de la comunidad y por lo tanto el lenguaje no podría transmitir el pensamiento. Los actores de nuestro espectáculo tendrían, por así decirlo, una doble vida espiritual: por una parte, la misma sería completamente interior, tan íntima que ni siquiera podría comunicarse; por otra parte, sería absolutamente exterior, pero tanto que todos los actores la compartirían. ¿Pero podríamos aún llamar mente a esa dimensión pública del ser? Junto a los pensamientos más profundos en los que de vez en cuando cada actor se encierra, y que cada uno de ellos busca para contemplar las formas imprevisibles y maravillosas, también se darían esos horribles conatos verbales del alma colectiva. Se parecerían más a hechos naturales, movimientos de tierra, relámpagos, truenos, ajenos a la mente que los percibe, que a manifestaciones del alma. Si los pensamientos no fueran el fruto de un esfuerzo y sólo tuviesen lugar, ¿seguirían siendo nuestros pensamientos? ¿Aún serían pensamientos?
Finalmente podemos intuir la inmensidad del horror de la inteligencia de los ángeles. La transparencia absoluta hace que el alma se parezca al caparazón vacío de las iglesias estériles, rodeadas de vidrio, en las que la luz pasa por todas partes sin encontrar resistencia alguna, al tener que iluminar solamente las cabezas peladas y absolutamente vacías de los clérigos del coro y de los creyentes apretados en la nave. Porque así son los espíritus seráficos: un conjunto de mónadas sin pensamientos, seráficas porque están condenadas a la inacción y a la falta de voluntad para no llenar el cielo con la cacofonía unánime de su pensamiento unánime. Para esas almas infelices (siempre desde el punto de vista de la felicidad terrena), el deseo mismo de pensar algo es un deseo que todas comparten, que la otra conciencia adivina de inmediato y que se propaga de nuevo desde cada lugar de ese universo hacia el punto en el que, mediante una cruel ilusión, parecía haberse originado. El mundo de los ángeles es el mundo de la armonía preestablecida, sencilla y perfecta, y por ello mismo solemne y petrificada. Es cierta la hipótesis según la cual el estado de quietud cósmica al que los ángeles están condenados ha sido el resultado de la maduración muy lenta y dolorosa de su comunidad, que durante épocas celestes enteras, antes de la creación del mundo, ha combatido contra el individuo, logrando por fin acabar con él mediante un esfuerzo increíble de autocensura y moderación. En efecto, el tumulto del pensamiento y su eco sin límites es absolutamente intenso e inaguantable".»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2009, en traducción de Silvia Acierno. ISBN: 84-206-4965-8.]
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