jueves, 19 de marzo de 2020

La regla del juego.- José Luis Pardo (1954)

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II.- Práxis (o del juego 2)
Undécima aporía del aprender, o del camino del colegio

«Algo parecido a lo que Sócrates llama "corrupción de la juventud" es lo que designa Richard Sennett como "corrosión del carácter", a saber: el proceso de fragmentación biográfica que las nuevas exigencias del mercado laboral mundializado provocan en las vidas personales de los trabajadores. Teniendo en cuenta que en inglés character significa también "personaje", podríamos entender este fenómeno como la imposibilidad de construir un personaje verosímil que, para los individuos que trabajan en este nuevo sistema, se deriva de tales estructuras: las "vidas" de los habitantes se desvirtúan y se hacen jirones, estallando en secciones incompatibles, como esos personajes de las malas novelas que no se sostienen por pretender su autor engarzar en ellos aspectos inconmensurables que minan su credibilidad. Esto, que en un novelista sería un defecto, se ha convertido en la virtud de las nuevas formas de subjetividad: flexible, modular, interactiva, recomponible.
 Por nuestra parte, ya conocemos este síndrome en la descripción socrática (Cf. la aporía de la duración de los estudios) de los hombres que se ganan la vida en los tribunales y que, por trabajar ora para un amo, ora para otro, se ven obligados a defender argumentos contrarios e incompatibles, siempre con la premura de tiempo provocada por quien se lo retribuye, siendo incapaces de toda entereza moral o de toda veracidad en la edificación de un carácter firme. La indicación de Sennett, al reparar en las consecuencias de la nueva configuración del mercado del trabajo mediante el llamado empleo flexible, no hace más que redefinir en términos contemporáneos esa figura dibujada por Sócrates. En efecto, el "trabajador flexible" de nuestros días es aquel cuyo oficio carece de toda delimitación rigurosa: no es zapatero, ni sastre, ni siquiera obrero de una cadena de montaje de automóviles, sino que debe ser capaz de hacer cualquier cosa en un período de "formación permanente" que se identifica con la longitud completa de su vida laboral y a lo largo del cual debe estar dispuesto a reciclarse, reformarse, redefinirse y reajustarse cuantas veces sea necesario y en la medida en que lo sea. Los célebres "rigores del trabajo", que tanto sufrimiento causaron en épocas pasadas, han sido sustituidos por una elasticidad que sólo aparentemente es una liberación de aquel yugo: un trabajo absolutamente no-riguroso que, al redimirse de toda rigidez, elimina todo el rigor del contrato de trabajo, de la proporción del salario, de la duración de la jornada o de la estabilidad de los horarios, y obliga al así empleado (o, como también podríamos decir, "desempleado", en la medida en que ha sido eximido de los rigores del puesto de trabajo fijo) a cambiar constantemente de figura, de residencia, de carácter y de personaje. Si los productos de esta clase de trabajo ilustran a la perfección el ideal sofístico de esas cosas-que-no-son-nada-en-particular y de las cuales, por tanto, se puede decir tanto P como no-P, puesto que son únicamente potencia, potencia no realizada que puede ser cualquier cosa pero no es ninguna en definitiva, el trabajador privado de la rectitud de los derechos laborales y configurado por la elasticidad del mercado de trabajo flexible, representa la aplicación de esta misma "dinámica de fluidos" a la subjetividad humana, que pasa entonces a ser concebida como un caudal heraclíteo en constante devenir, pero que nunca llega a ser nadie, una "potencialidad" infinita pero infinitamente irrealizada, porque su sumisión a un proceso permanente de "actualización (updating) de la mano de obra" prueba que no desemboca jamás en nada actual. De quienes ocupan estos empleos potenciales y efímeros habría que decir, por tanto, que son más bien empleados potenciales, trabajadores únicamente virtuales pero no actuales ni reales, permanentemente en formación y, por ende, en irrevocable minoría de edad, incapaces de abandonar la escuela para incorporarse al mundo de los adultos. Y caben pocas dudas acerca de la adaptación de este tipo de (des-)empleos y (des-)empleados a un mundo en el cual también las "enfermedades potenciales" (las tasas de morbilidad) suplantan a las enfermedades reales, los crímenes potenciales (las tasas de criminalidad) a los actuales, los comicios potenciales (las encuestas de intención de voto) a los efectivos, o las ganancias potenciales (la especulación inmobiliaria y financiera) a las seguras, y en el cual los "licenciados en algo" (los que sabían algo de algo) van siendo reemplazados por una nueva estirpe de "licenciados (potencialmente) en todo" -que, como los sofistas, saben de cualquier cosa, pero que, naturalmente, para alcanzar un saber tan absoluto necesitan permanecer en la escuela todo el tiempo del mundo- que son (actualmente) "licenciados en nada".
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De la facilidad...

 De hecho, es difícil contemplar las desventuras de los trabajadores del nuevo mercado laboral mundial sin sentir una extraña sensación de comprensión por sus personajes. Podría decirse incluso "piedad", si se entendiese que no se trata solamente de una compasión del tipo de la que siente quien está en una situación segura y confortable por alguien que llama a la puerta pidiendo limosna o pasa frío en la calle. Es más bien una compasión cómplice, y por tanto podría merecer el tan sobado nombre de solidaridad. Lo que nos hace sentirnos solidarios de los problemas que padecen esos personajes es, claro está, que también padecemos o hemos padecido esos problemas. Se diría que, en el fondo, a través de la simpatía que en el lector despiertan esas figuras, se extiende la solidaridad de toda una muchedumbre de personas en el mundo. Si no fuera por el temor al anacronismo, podría incluso sugerirse que esa muchedumbre de personas son lo que alguien llamaba, en el siglo XIX, los proletarios de todos los países. Esta solidaridad se basa, pues, en una experiencia común, la que han tenido alguna vez todos los trabajadores asalariados, incluyendo probablemente al criado de Eutifrón, la experiencia de lo que el trabajo nos hace. Lo que el trabajo nos hace es arrancarnos brutalmente de nuestra comunidad natal, de nuestros lazos afectivos, de nuestras lealtades familiares, de nuestros vínculos de amistad e incluso de nuestras convicciones personales y arrojarnos a la intemperie, retirándonos todo aquello que sentíamos como protector. Es como pasar repentinamente a una situación de orfandad. […]
 En el trabajo tiene uno -uno que haya tenido la suerte de vivir preservado de esta sensación hasta su primer empleo-, por primera vez, la certeza de no ser nadie. Ésta es una experiencia de humillación tan completa que probablemente es extraña a aquellas formas de organización social no basadas en el empleo asalariado. Y uno intenta, por supuesto defenderse de esta humillación, pero, en la medida en que no puede eliminarse la necesidad de tener que trabajar, esta defensa es una defensa en la humillación, un consuelo o una estrategia para soportarla, no un combate contra ella que tenga una mínima expectativa de victoria.»
      
   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2004. ISBN: 84-8109429-3.]

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