Libro IV: Sectas y escuelas
Capítulo 3: Las recetas de santidad
II.-La mística de la autonomía
«Sólo la quietud procura un conocimiento verdadero de la naturaleza. […] Toda ciencia es imposible y en especial la historia: nada puede vivir de lo que ha sido, como no sean las huellas. […] No hay conocimiento verdadero fuera del Instante y del Total. […]
Toda pretendida técnica no podría ser más que engañosa y nociva. Cualquier receta es intransmisible. Todo conocimiento, incomunicable, al menos dialécticamente. Los comportamientos naturales se perciben gracias a la quietud y no son enseñables; se llega a ellos mediante la única actitud eficaz: la de la concentración desinteresada y apacible.
Un buen capataz no se molesta en explicar los detalles de su oficio. Se comporta de tal manera que el principio de toda eficacia resulta evidente para el discípulo. Quien sabe hacer no sabe ni por qué ni cómo lo hace; sólo sabe que consigue su objetivo y que lo conseguirá siempre, cuando con todo su ser piense en el éxito. Para abatir una cigarra en pleno vuelo basta con no ver en el Universo entero otra cosa que la cigarra misma: no se puede fallar aunque uno sea enclenque, jorobado y tuerto. […] El buen herrero hierra sin pensar en ello, y sin fatigarse; el buen carnicero corta sin pensar en ello, sin siquiera usar el cuchillo: uno y otro cortan o hierran espontáneamente.
"Enseñar sin palabras, ser útil sin intervenir, es algo que muy pocos lo consiguen" y, sin embargo, "la suprema palabra es no decir nada (a los demás), el acto supremo es no intervenir (wu wei)". "¡No habléis! ¡Expresaos sin hablar! Un tal ha pasado su vida hablando y no ha dicho nada. Tal otro no ha hablado en toda su vida y nunca ha dejado de decir algo". "El que habla no sabe", "el que sabe no habla".
La Sabiduría, la Potencia, no pueden comunicarse más que con la enseñanza muda, que es la única que respeta la naturaleza de las cosas y la autonomía de los seres.
El Santo no sabe y no vive más que para él, sin embargo enseña todo y santifica todo. Enseña y santifica por un efecto directo de su eficacia. Completamente introvertido, se abstiene de todas las palabras o acciones particulares. No interviene en nada (wu wei). Se limita, como el Tao, a irradiar una vacuidad propicia para el desarrollo espontáneo de todos los seres.
Esta vacuidad beatificante es, si se me permite decirlo así, la atmósfera del Paraíso. Son los mitos sobre la edad del oro, o sobre las Tierras de los Bienaventurados, los que sirven para ilustrar la moral y la política taoístas. Hay, allá hacia el noroeste, un muy lejano país en el que "no hay ningún jefe: (allí todo se hace) espontáneamente, ¡eso es todo! Allí no se conoce ni el amor a la vida, ni el odio a la muerte: tampoco existen muertes prematuras. No se conoce allí ni la afección por uno mismo ni el alejamiento de los otros: ¡no hay amor ni odio! Ni las nubes ni la bruma impiden la vista, ni los relámpagos ni los truenos turban el oído, ni lo bello ni lo feo corrompen los corazones, ni los montes ni los valles alteran los pasos..." Antiguamente, "cuando los hombres se comportaban naturalmente, no había ni caminos ni puentes..., cada cual permanecía en su casa sin pensar en lo que hacía o se paseaba sin saber a dónde iba. ¡Tragaban y reían a carcajadas! ¡Se daban palmadas de satisfacción en la tripa y se regocijaban! Y ahí radicaban sus talentos".
En aquellos tiempos dichosos, los hombres podían vivir en la inocencia. Vivían sin mantener contactos con el vecino, sin fabricarse deseos artificiales. Eran autónomos, "satisfechos de sus maneras, apacibles en sus moradas […], morían de viejos sin haber entrado en relación" ni siquiera con esas casas cercanas, "en las que reconocían los ladridos de sus perros o los cantos de sus gallos". […] "Inocentes y toscos, reducen al mínimo su egoísmo y su deseo. Dan, pero no solicitan nada a cambio (bao)". Esos son los principios de la verdadera moral: "¡Sed simples, sed naturales! ¡Reducid al mínimo vuestro egoísmo y vuestros deseos" ordena Laozi y añade: "El sabio conserva la copia firmada del contrato pero nunca reclama lo que se le debe". Toda sociedad, toda moral, basadas en el respeto de una jerarquía autoritaria, en la ejecución forzada de los contratos, en la coacción, son perniciosas y degradantes.
Autonomía sin restricciones, buen entendimiento espontáneo, ése es en política el único principio, la única regla en moral. Ritos y recompensas, leyes y castigos y, peor aún, servicio social y devoción al bien público, esas tesis abominables de Mozi, de los legistas, de los discípulos de Confucio, morales del sacrificio, de la disciplina, del honor, de todo eso provienen los peores desastres y la anarquía. Estas falsas morales, edificadas para eliminar alguna pasión, desencadenan todas las pasiones. Imponen el gusto por la intriga, por el espíritu procesal, por el empeño por dominar. Quien maquina para suscitar deseos artificiales, cuando lo que se propone es refrenar los deseos, ha errado su objetivo. ¿Hay que glorificar el desprecio a la muerte para tener buenos soldados? ¿Alguien puede hacerse obedecer amenazando a sus hombres con castigarlos con la muerte? Conseguiréis crear una banda de desalmados a los que no conseguiréis amedrentar nunca. Son las leyes las que hacen los criminales, los reglamentos los que provocan la anarquía. Quien sigue la naturaleza quiere permanecer libre y para lograrlo evita cualquier deseo. Sólo así se consigue permanecer inocente e inofensivo. Cuando se empieza a deformar la naturaleza humana, a oprimir al individuo, el resultado sólo puede ser la miseria, el crimen, el desorden.
Los Maestros taoístas, sin embargo, lejos de profesar un individualismo absoluto, repudian las teorías de Yangzi. Zhuangzi le ataca con frecuencia, igual que a Mozi, diciéndoles que son enemigos de la naturaleza y que les gustaría enjaular a los hombres como si fueran palomas.
Estos ataques son tan violentos porque el individualismo de Yangzi carece de contrapartida y, además, igual que el sectarismo de Mozi, lleva adherida una tendencia al pesimismo. Yangzi desprecia la vida que santifican los taoístas. "Cien años de vida serían demasiado. La mitad de ella se pasa, cuando niño, en los brazos de quien le lleva y, de viejo, chocheando. La otra mitad se reparte entre el sueño y el estado de vigilia; y, a su vez, este último período, se pasa entre enfermedades, dolores, penas, tristezas, pérdidas, temores, inquietudes. En los diez años que apenas quedan, no hay un solo instante que no tenga sus preocupaciones". "Cien años de vida es tener que soportar demasiado. Y aún sería peor si, además, hubiera que esforzarse en prolongarla". Yangzi condena las prácticas de la larga vida (jiu sheng), tan queridas de los taoístas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Trotta, 2013, en traducción de José Manuel Revuelta. ISBN: 978-84-9879-386-4.]
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