Libro segundo: La Tierra en poder de los marcianos
7.-El hombre de Putney Hill
«-[…] Todos ésos, toda esa gente que vivía en esas casas, todos esos malditos oficinistas que viven de ese modo, no sirven para nada. Carecen de valor, de sueños vigorosos y de enérgicos deseos, y, ¡Dios mío...!, ¿para qué sirve un hombre que carezca de estas cosas sino para temblar y esconderse...? Todas las mañanas se encaminaban a su trabajo (yo los he visto a centenares) con el bocado en la boca, corriendo a todo escape para no perder el tren correspondiente a sus abonos, temerosos de ser despedidos si no llegaban a tiempo; por la tarde, se volvían con el mismo paso, para que no se les enfriara la comida; luego se quedaban en sus casas por miedo a las cales solitarias; se acostaban con sus esposas, con las que se habían casado no tanto por necesitarlas, sino para que sus dinerillos les garantizaran la miserable carrera por el mundo. Se aseguraban la vida con compañías de seguros y ahorraban algunos cuartos en previsión de enfermedades. Y al llegar el domingo se dedicaban a temer la otra vida, ¡como si se hubiese hecho el infierno para los conejos...! Pues para estas gentes serán los marcianos una bendición: jaulas bonitas y espaciosas, alimento a discreción, crianza esmerada y ausencia de preocupaciones. Después de vagabundear una semana o dos por los campos con el estómago vacío, se dejarán coger alegremente. Al poco tiempo estarán satisfechos y no tardarán en preguntarse lo que hacían las gentes en el mundo antes de que los marcianos se cuidaran de ellas. ¿Y los borrachines y los jugadores y los cantantes? Desde aquí los veo, ¡sí!, los veo... -exclamó con tono de satisfacción sombría-. En ellos irá a refugiarse el sentimiento y la religiosidad; pero hay mil cosas que había visto yo toda la vida y que ahora empiezo a comprender. Hay gentes gordas y estúpidas que tomarán las cosas como vengan y muchas otras a quienes les torturará la idea de que va mal el mundo y es preciso hacer algo. Pero cuando las cosas se ponen de tal modo que empieza a creer la gente que es preciso hacer algo, los espíritus débiles y los que se debilitan a fuerza de pensar demasiado, acaban por formar una especie de religión del No Hacer Nada, muy piadosa y superior, y se someten a las persecuciones y a la voluntad de Dios. Ya lo habrá usted notado. Es la energía vuelta al revés por una ráfaga de miedo. En esas jaulas abundarán los cánticos, las letanías y las devociones... Y los que sean menos simples se inclinarán un poco al..., ¿cómo lo llama usted...?, al erotismo.
Se calló un momento y prosiguió.
-Es lo más probable que los marcianos tengan sus favoritos entre esa gente, que les enseñen a hacer monadas..., ¡sabe Dios...!, que dediquen versos sentimentales al pobre niño mimado a quien tengan que matar... Y a otros les enseñarán a cazarnos.
-¡No! -respondí-. ¡Eso es imposible...! ¡Ningún ser humano...!
-¿Por qué hemos de repetir eternamente tales majaderías...? Hay hombres que nos cazarán gustosos... ¡Es tonto pretender lo contrario!
Su convencimiento me hizo callar.
-¡Y si alguno me siguiera! ¡Cielo santo...! ¡Si alguno me siguiera! -y el rostro del artillero adquirió una expresión sombría.
Yo también me puse a meditar sobre esas cosas. No se me ocurría argumento que oponer a sus razones. Antes de la invasión nadie hubiera discutido mi superioridad mental -la de un escritor reputado que se ocupa en cuestiones filosóficas, sobre la de un militar inculto-, y, sin embargo, esta hombre formulaba con claridad una situación cuando yo apenas acertaba a comprenderla.
-¿Y qué hace usted? -le pregunté bruscamente-. ¿Cuál es su plan?
Dudó antes de responderme.
-¡Pues bien..., éste es mi plan...! ¿Qué hemos de hacer? Tenemos que inventar un género de vida en la que puedan vivir los hombres, reproducirse y gozar de suficiente seguridad para educar a los hijos. ¡Sí...! Espere un segundo y le diré claramente lo que pienso que se debe hacer... Los domesticados por los marcianos se pondrán como todos los animales domésticos. Dentro de pocas generaciones serán gordos, hermosos, de sangre rica y estúpidos; ¡basura...! El peligro que corren los que conserven la libertad es el de volverse salvajes, el de degenerar en una especie de ratas salvajes... Porque yo creo que habremos de vivir bajo tierra. He pensado en las alcantarillas. Los que no las conocen se figuran que son parajes espantosos; pero bajo este Londres hay millas y más millas, cientos de millas, que en cuanto llueva varios días en la ciudad abandonada, se convertirán en habitaciones agradables y limpias. Las principales son bastantes grandes y aireadas para satisfacer al más exigente. Y desde los sótanos, las bóvedas y los almacenes situados bajo tierra se pueden abrir pasos fáciles de cerrar. Contamos también con los túneles y con el ferrocarril subterráneo. ¿Qué tal...? ¿Empieza usted a comprender...? Y constituimos una partida de hombres vigorosos e inteligentes, porque no vamos a recoger a todos los incapaces que quieran agregársenos... ¡Fuera los débiles!
-¿Es lo que quería hacer usted conmigo?
-Le diré..., yo parlamentaba...
-Bueno, no hemos de reñir por eso. Continúe.
-Los que vengan con nosotros tendrán que obedecer. También necesitamos mujeres vigorosas e inteligentes: madres y maestras. ¡Nada de señoritas quejumbrosas que pongan los ojos en blanco! No queremos idiotas ni incapaces. La vida vuelve a ser natural, y los inútiles, los engorrosos y los malos tienen que morir. Tienen que morir. Debieran morirse de buena voluntad. Después de todo, es una clase de traición al vivir para inficionar la raza. Y no pueden ser felices. Además, la muerte no es cosa tan horrible: es el miedo lo que la hace antipática... Nos reuniremos en esos lugares. Londres será nuestro distrito. Podremos hasta organizar un servicio de vigilancia para salir al aire libre cuando se alcen los marcianos, y acaso armar partidas de "cricket". Y de este modo salvaremos la raza. ¿Qué tal? ¿Es posible? Pero no todo consiste en salvar la raza; esto es lo que hacen las ratas. Lo que nos hace falta es salvar nuestro saber y aumentarlo. Para esto servirán los hombres como usted. Preparemos locales especiales en sitios muy profundos y llevaremos allí todos los libros que podamos; nada de novelas ni de versos; nada de tonterías, sino ideas, libros de ciencia. En eso emplearemos a hombres como usted. Iremos al Museo Británico y cogeremos todos los libros de ese género. Necesitamos conservar nuestros conocimientos científicos y agrandarlos mucho. Observaremos a los marcianos; les espiarán algunos de nosotros; iré yo mismo cuando esté todo organizado. Hasta habrá que dejarse coger. Lo principal es que dejemos en paz a los marcianos. Ni siquiera debemos robarles nada. Donde nos encontremos nos echamos a un lado. Tenemos que probarles que no nos guían malos propósitos. Sí, ya lo sé, pero son seres inteligentes y si nada les hace falta nos tratarán al fin como a gusanos inofensivos.
Se detuvo el artillero y me agarró del brazo con una mano sucia.
-Después de todo es muy posible que no necesitemos aprender gran cosa...»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1984, en traducción de Ramiro de Maeztu. ISBN: 84-322-2210-0.]
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