Capítulo 34: De los deudores
«La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio estrechan al legislador para que asegure a los acreedores las personas de los deudores fallidos; pero yo juzgo importante distinguir el fallido fraudulento del fallido inocente. El primero debería ser castigado con la misma pena que el monedero falso, porque falsificar un pedazo de metal acuñado, que es una prenda de las obligaciones de los ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Mas el fallido inocente, aquél que después de un examen riguroso ha probado ante su jueces que o la malicia de otros, o su desgracia, o contratiempos inevitables por la prudencia humana le han despojado de sus bienes, ¿por qué motivo bárbaro deberá ser encerrado en una prisión y privado de la libertad, único y triste bien que sólo le queda, experimentando las angustias de los culpados y arrepintiéndose acaso (con la desesperación que causa la probidad ofendida) de aquella inocencia con que vivía tranquilo bajo la tutela de las leyes, cuya ofensa no estuvo en su mano; leyes dictadas de los poderosos por codicia y sufridas de los flacos por aquella esperanza que comúnmente centellea en los ánimos de los hombres, haciendo creer que los acontecimientos adversos son para los demás, y para nosotros los favorables? Los hombres, abandonados a sus sentimientos más triviales, aman las leyes crueles aunque estén sujetas a ellas mismas. Sería interés de todos que se moderasen, porque es mayor el temor de ser ofendido que el deseo de ofender. Volviendo al inocente fallido, digo que podrán sus deudas mirarse como inextinguibles hasta la paga total; podrásele prohibir libertarse de la obligación contraída sin consentimiento de los interesados, y el derecho de retirarse a otro país para ejercitar su industria; podrásele apremiar para que empleando su trabajo y sus talentos adquiera de nuevo con que satisfacer a sus acreedores; pero ni la seguridad del comercio ni la sagrada propiedad de los bienes podrán justificar una privación de libertad, que les es inútil, fuera del caso en que con los males de la esclavitud se consiguiese revelar los secretos de un supuesto inocente fallido, caso rarísimo en suposición de un riguroso examen. Creo máxima legislatoria que el valor de los inconvenientes políticos se considere en razón compuesta de la directa del daño público y de la inversa de la improbabilidad de verificarse. Pudiera distinguirse el dolo de la culpa grave, la grave de la leve, y ésta de la inocencia, asignando al primero las penas establecidas contra los delitos de falsificación, a la segunda otras menores pero con privación de libertad, reservando a la última el escogimiento libre de medios para restablecerse, quitar a la tercera la facultad de hacerlo, dejándola a los acreedores. Pero las distinciones de grave y de leve se deben fijar por la ley ciega e imparcial, no por la prudencia arbitraria y peligrosa de los jueces. El señalamiento de los límites es así necesario en la política como en la matemática, tanto en la medida del bien público, cuanto en la medida de las magnitudes.
¡Con qué facilidad un legislador próvido podría impedir gran parte de las quiebras culpables y remediar las desgracias del inocente industrioso! Un público y manifiesto registro de todos los contratos y libertad a los ciudadanos de consultar sus documentos bien ordenados, un banco público formado de tributos sabiamente repartidos sobre el comercio feliz y destinado a socorrer con las cantidades oportunas al miserable e infeliz miembro de él, no tendrían ningún inconveniente real y pudieran producir innumerables ventajas. Pero las fáciles, las simples, las grandes leyes, que no esperan para esparcir en el seno de la nación la abundancia y la robustez más que la voluntad del legislador, leyes que le colmarían de himnos inmortales, son, o las menos conocidas, o las menos queridas. Un espíritu inquieto y empleado en pequeñeces, la medrosa prudencia del momento presente, la desconfianza y la aversión a toda novedad aunque útil, ocupan el alma de aquéllos que podrían arreglar y combinar las acciones de los hombres.
Capítulo 35: Asilos
Me restan aún dos cuestiones que examinar: una si los asilos son justos, y si el pacto entre las naciones de entregarse recíprocamente los reos es o no útil. Dentro de los confines de un país no debería haber algún lugar independiente de las leyes. Su poder debería seguir a todo ciudadano como la sombra al cuerpo. La impunidad y el asilo se diferencian en poco; y como la impresión de la pena consiste más en lo indubitable de encontrarla que en su fuerza, no separan éstas tanto de los delitos cuanto a ellos convidan los asilos. Multiplicar éstos es formar otras tantas pequeñas soberanías; porque donde no hay leyes que manden allí pueden formarse nuevas, opuestas a las comunes, y así un espíritu contrario al del cuerpo entero de la sociedad. Todas las historias muestran que de los asilos salieron grandes revoluciones en los estados y en las opiniones de los hombres. Pero si entre las naciones es útil entregarse los reos recíprocamente, no me atreveré a decirlo hasta tanto que las leyes más conformes a las necesidades de la humanidad, las penas más suaves, y extinguida la dependencia del arbitrio y de la opinión, no pongan en salvo la inocencia oprimida y la virtud detestada; hasta tanto que la tiranía sea desterrada a las vastas llanuras del Asia por el todo de la razón universal, que siempre une los intereses del trono y de los súbditos; aunque la persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdonase a los verdaderos delitos sería un medio eficacísimo de evitarlos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1994, en traducción de Juan Antonio de las Casas. ISBN: 84-487-0148-8.]
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