"Nueva York, 15 de abril de 1882.
Señor Director de La Opinión Nacional:
Rudo ha sido el principio de la primavera para España. Se ha rebelado Cataluña, que quiere que sus productos ásperos y costosos sean preferidos en el resto de España a los más baratos y mejores de otras tierras. Ha hecho frente Sagasta a la rebelión, y declara que no ha de querer el mal de todas las provincias españolas porque continúen gozando de beneficios indebidos los fabricantes catalanes. No quiere Cataluña, que teje linos, lana y algodones, que celebre España un tratado de libre comercio con Francia, porque aunque de esto vendrá que los franceses compren mucho más vino del bueno de España, y que España toda compre a bajo precio los tejidos que hoy compra a precio alto, vendrá también que Cataluña no tendrá ya cómo vender sus lienzos burdos, o habrá de buscar modo de tejerlos mejor, de lo que no ha menester ahora, puesto que, burdos como son, los vende. Y eso es la ira: no es revuelta de pueblo, sino de magnates. [...] Y hubo en las calles de Barcelona vivas a la república, más eso es arte vieja, que consiste en pagar bien una docena de gritadores para que se achaque a un bando inocente lo que en realidad hace el bando que no grita.
Grande ha sido la agitación en Barcelona. Y en Madrid, grande. En Barcelona no había tienda abierta: no había fábrica en labor: no había calle sin muchedumbre. De agitadores se han llenado las cárceles. De diputados, iban y venían llenos los ferrocarriles. A Andalucía, a Castilla, a Oviedo enviaban mensajes los rebeldes. Querían alzar a España contra lo que le urge, que es abrir al mundo sus mercados, y abrirse los del mundo. Y no respondió España. Alto es el castillo de Montjuich, y tres cañonazos anunciaron desde él a Barcelona que la tierra catalana había sido declarada en estado de sitio -lo que es tanto como romper de un golpe de bayoneta la carta de derechos personales-; verdad es que los catalanes comenzaban por querer romper la carta de derechos de la nación. Porque a la faz de las Cortes, que quieren el tratado generoso, y de España sensata, que las apoya, y de las declaraciones de los comerciantes españoles, que quieren el crecimiento del comercio, y el abaratamiento de los productos, pedía la osada Cataluña que no votasen las Cortes el tratado con Francia.
Azuzaban los ricos a los pobres anunciándoles que de ser el tratado decidido, caerán en ruina sus industrias, y con ellas la labor de los que las trabajan. Pero el dañado no va a ser el pueblo, que comprará en poco lo que venía comprando en mucho, sino los que le venden, que tendrán ya que vender lo que vendían por mucho, por poco. Sólo que el pueblo no sabe que la verdad no es lo que se ve, y que prever es la buena manera de ver, aunque parezca que por mirar mucho hacia adelante no se mira bastante lo presente. Y los barceloneses azuzados, como los obreros de las ciudades todas de Cataluña, se pusieron sus ropas de fiesta para gozar de la huelga sombría, y los cafés se llenaron y la anchurosa Rambla, y de pie y sin dormir aguardaban los soldados en los cuarteles. Allá en los barrios bajos, policías y obreros vinieron a las manos. Las tienen pesadas los catalanes y las tiene ligeras la policía. La amenaza no era, sin embargo, bulliciosa sino sorda. Poner miedo querían, no verter sangre. Ni una tienda había de abrirse, ni de rodar en las fábricas una sola rueda. [...]
Madrid oía con desasosiego tanta mala nueva. Más desamor que amor hay en Madrid para los catalanes. No quiere al resto de España Cataluña, ni es Cataluña querida del resto de España. Gran hilera de gente ansiosa esperaba a las puertas de las tribunas públicas del Congreso [...] Llenas están ya dentro las tribunas de los enviados catalanes, y rebosa el salón circular sus diputados, y habla en medio de vítores, Sagasta altivo, que lee en Cortes los telegramas que hora en hora envían de Cataluña y anuncia bravamente que ha de mantener el derecho de las Cortes a votar, el del gobierno a hacer obedecer sus votos, el de la nación a vender bien sus frutos y comprar baratos los extraños y los presupuestos nuevos que gravan a España en ocho millones anuales para librarla de novecientos millones de deuda cuyo interés la roe. Y dice que a ira opondrá ira y al poder de la rebelión el poder del gobierno y que no habrá demostración alguna en las provincias que impida que el tratado de comercio con Francia sea votado, ni temor que le haga oponerse con toda su energía a la ambiciosa rebelión que intenta privar de sus derechos a la mayor suma de España.
Al rey fueron a ver enviados de Cataluña y el rey les dijo que quería ser, por sobre todo, monarca constitucional. Reuniéronse, en ancha y hermosa sala del Congreso, todos los diputados demócratas a oír las quejas de fabricantes y obreros catalanes, que gustan de no tener que sufrir rey pero que exigen que en el comercio se les tenga como a reyes. Castelar oía inquieto y atento. Los catalanes hablaban de prisa y con ira. Ni federales, que mantienen el derecho de cada provincia a obrar como le plazca y están de gozo por ese conflicto de la provincia y la nación, que viene en apoyo de su doctrina; ni los demócratas dinásticos, que habrán temido que los vean en público con los antidinásticos, asistieron a la junta, que fue larga y vehemente y en la que Martos, que es gran prometedor, y Carvajal, que sabe conciliar, ofrecieron buscar modo, que no han de hallar por cierto, de acordar las necesidades de Cataluña, que hace de lobo en eso del comercio, con las del resto de España, que hace de oveja. Y Castelar, que presidía, habló severa y hermosamente, y aconsejó a los catalanes que estuviesen en paz y mejorasen sus industrias para competir con las extrañas y desoyesen a los que quieren hacerse pedestal nuevo para el poder, manchado con noble sangre catalana, y mirasen que la libertad es de una pieza y ha de aceptarla entera el que la acepta, y acatarla cuando mejora y afirma el comercio como cuando mantiene y asegura los derechos y la vida de los hombres: que no es mueble alquilado que se use cuando se la necesite y se devuelva cuando estorbe.
Y a eso ya Barcelona estaba henchida de soldados; poblaban sus cuarteles fusileros que venían de las provincias vascas; anclaban en sus aguas buques fuertes del rey. La comisión del Congreso a quien se fio el encargo de dar opinión sobre el proyecto del tratado con Francia dijo que le parecía el tratado excelente. Dijéronlo también los comerciantes madrileños. Corrió como cierto que los catalanes se apaciguarían porque consentía Sagasta en añadir un artículo al tratado por el cual pudiera cesar éste al punto que lo quisiese uno u otro gobierno contratante con lo que, para cuando vuelva al mando Cánovas, queda el tratado muerto. Mas no ha de parecer eso bien a Francia. Y los pasillos de las Cortes rebosan. Y los cafés henchidos bullen. [...]
Y ya están fatigados los madrileños de esas cosas graves de Barcelona; y de la sesión del primer domingo de este mes, que fue solemne y conmovedora, como que ya iba la noche adelantada y aún se leían en el Congreso, en triste silencio, los telegramas que traían las malas nuevas de la creciente rebeldía de Barcelona. Ya hablan de teatros, que Sarah Bernhardt está en Madrid y para ella se abrieron las puertas del Coliseo Real [...] En tanto, pálido y agonizante, estaba en su lecho el torero Ángel Pastor. [...] Expirando le sacaron de la arena, con la hostia le tocó en la plaza misma el sacerdote los cárdenos labios; vacía quedó la plaza y llena la calle de gente que iba tras la camilla del torero. Y al pie de su cama, su mujer llorosa y sus temblantes hijos. Y la casa llena de nobles y de enviados de Palacio. Y en la pared, manchado de sangre, el traje azul y oro. Y Madrid alegre."
(La Opinión Nacional, Caracas, 1882. O.C., 14)
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