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jueves, 25 de marzo de 2021

Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines.- Mario Satz (1944)


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Los diversos verdes

  «Si nos preguntaran cuál es el color más abundante en la tierra muchos diríamos que el azul, pues los viajes al espacio exterior han condicionado nuestra percepción hasta tal punto que tendemos a ver nuestro planeta como una esfera envuelta en prodigiosos, glaucos, vibrantes océanos y mares. Aquí, sin embargo, a ras del horizonte y en nuestra casa terrestre, es el verde con sus diversos tonos y semitonos el color privilegiado que abruma nuestros sentidos al tiempo que estimula nuestros conos y bastones. Un “verde que te quiero verde” que, como viera con alegría García Lorca, nos habla de un reposo y de una querencia, de frescura y de sombra. En los anales de la historia culturas enteras han sido definidas por su devoción a un determinado color: los persas al añil o azul; los beduinos mostrando su predilección por el negro o el café oscuro; los hindúes por el azafrán y los hilos de oro de los saris; los romanos por el púrpura; los hebreos por el celeste cielo listado de blanco nube; los griegos por el lino color hueso, tan semejante a sus amados mármoles y los egipcios por los tonos transparentes, casi de espejismo en el desierto. En cuanto al verde, ha sido acaparado tanto en sus variantes de seda como de acuarela por los chinos, quienes lo llaman qing y dibujan su ideograma como un germen, un tallo que crece. Verde fue también el color oficial adoptado por la dinastía Ming, que reinó del siglo XIV al XVII y fue la mayor exportadora de cerámica de ese color en el mundo antiguo.
 Constatar que los chinos emplearon el mismo nombre para hoja que para la cabeza humana, ye, y que por ello su concepción filosófica confirió a la naturaleza que crece y se desarrolla cierto grado de conciencia lúcida, de sensibilidad omnisciente, al mismo tiempo que concedía al pensamiento humano la posibilidad de fotosintetizar para su propio bien la luz del sol, nos lleva a elogiar una vez más los logros de esa cultura. Tampoco se les escapó a sus botánicos que, por diferente que fuera una hoja de las demás en forma y aspecto, todas tenían en común el verde de su vitalidad, razón por la cual la hoja pasó, simbólicamente, a representar la felicidad y la prosperidad en cualquier lugar de la parda corteza de la tierra en la que exhibiera sus nervaduras. Irresistible, la idea parece casi un ejercicio de taichí, pues sugiere que, para ser feliz, basta con oscilar al ritmo del viento o dejarse acariciar por la brisa sin pensar demasiado en que nuestro único sostén es un mínimo y frágil tallo. En lo que atañe a los griegos, su klorós o verde se refiere siempre a un tono pálido y nos remite a las plántulas recién nacidas, al corazón de las lechugas o a los brotes tiernos, pues entre los helenos el verde oscuro se confundía con el azul marino y excedía, por ello, la exactitud de una denominación fija. Para los latinos, en cambio, viridis es inseparable del concepto de virtus que alude al vigor, a la fuerza, al triunfo que encarnó, en su día, el siempre verde laurel (Laurus nobilis). Olímpicos y poetas aún nos lo recuerdan.
 Es posible que los romanos hallaran esa creencia en Egipto y en concreto en la figura del Osiris resurrecto –representado con frecuencia por pequeños ladrillos huecos en los que elevaban su delgada aguja los coléptilos del trigo y cuyo nombre griego, jardines de Adonis, daba cuenta de un inmortal amor a la vida- y que vieran en el dios reconstruido por Isis la relación entre el verde y su espléndida victoria sobre el negro de la muerte, por cuanto gran parte de su alimentación invernal procedía de sus colonias en el valle del Nilo, de donde también importaban la turquesa y las verdes sales del cobre. Si nos fuera dado enumerar los diversos verdes –el limón, el veneciano, el manzana, el botella, el oliva, el pistacho, el huevo de perdiz, el de la menta, el jade, el oscuro y el translúcido, el amarillento y el azulado- deberíamos incluir también, y para ser fieles a su clasificación heráldica, sus referencias simbólicas, tan variadas y aún así convergentes. Ambivalente, apariencia del moho, el moco y el pus, el verde es sin embargo el color de la vida misma. Plinio, quien aseveraba que la esmeralda deleita la vista sin fatigarla porque cristaliza en sus facetas la misma serenidad de un bosque de altos helechos o fija en piedra lo que la corriente de agua mueve en juncos y algas fluviales, estaba afirmando sin saberlo una verdad óptica: la lente del ojo enfoca la luz verde casi exactamente sobre la retina, lo que significa que nuestro órgano de la vista se esfuerza menos para ver ese tono que para captar todos los demás.
 Existe una línea de parentesco directo entre La serpiente verde, relato esotérico de Goethe, y las Hojas de hierba de Walt Whitman. En ambos casos, se alude en prosa y en verso a la fertilidad espontánea como la auténtica riqueza apetecible, explicitando que la vida simple y sencilla, en contacto con los elementos, es la mejor que podamos desear. Verde es así sinónimo de natural, de todo aquello que se desarrolla según pautas generosas y al aire libre. Sabido es que, en el sufismo, la maravillosa y misteriosa figura de Al Jadir o Khadir, el Verde, encarna una especie de ángel de la evolución psíquica del hombre y alude a aquel guía que aparece una y otra vez para enseñarnos a eliminar la grisura y el desánimo, la molicie y el estancamiento. El maestro sufí Najmuddin Kubra, que vivió en el siglo XIII, formuló una curiosa teoría de los colores místicos en la cual el verde aparece como signo de la vitalidad, pues el latido de éste es semejante, según Kubra, al de la luz que pulsa en la hoja su transformación sutil, y cuando tarde o temprano el sujeto siente que su sangre es paralela a la savia vegetal y que la totalidad de su sistema circulatorio se despliega  en su mente como una arborescencia extática, un bosque de luz lo abriga y protege, un bosque del que él, simplemente, es un átomo consciente y libre. Hoy diríamos, con los entendidos en colores, que esa experiencia espiritual tiene una base empírica orgánica, ya que el cobre en la hoja equivale, por su función y metabolismo, al hierro en la sangre. Ambos metales son captadores de oxígeno, y con él de luz. Ese rasgo de metálica polaridad nos conduce a la observación del sufí Sohravardi respecto de la montaña cósmica del Caf –objetivo de todo discípulo o peregrino que busca la intersección del reino de los cielos en la tierra- como una resplandeciente, elevada esmeralda ante cuya presencia se apacigua el torrente sanguíneo y se disipan ansiedad y preocupación, por cuanto el vigor y la resistencia del caminante se miran en la mencionada montaña santa para captar en ella, como en un imán, el sentido metafísico de sus pasos. Plinio ya nos había hablado de las virtudes de esa piedra preciosa, pero no de los campos de gramíneas en flor que el poeta hebreo Yoram al-Kalam llamaba “el lecho de Dios en la tierra de los hombres”.
 Las gramíneas –plantas herbáceas monocotiledóneas que extienden sus diez mil especies por estepas, prados y praderas desde hace millones de años y que con su descomposición y fermentos dan origen al humus que permite el crecimiento de todo lo demás, apoteosis del verde- son el tálamo ideal para amantes furtivos. Sus tallos cilíndricos, generalmente huecos excepto en los nudos, y sus flores dispuestas en espículas que se reúnen en espigas y llegan al fruto en forma de cariópside, inspiraron a los egipcios la figura del dios Ptah, espíritu creador activo por mediación de cuya inteligencia divina las cosas surgieron del vacío (el mencionado tallo de las gramíneas). Ptah, el alfarero divino, construía el mundo “envolviendo la nada con materia”, del mismo modo que las hojas de los árboles y la vegetación baja ocultan a partir de la luz inmaterial que las engendra las mismas ramas que las sostienen. Entre muchos pueblos africanos existe la creencia de que el color verde es un hijo que el sol le hace a la tierra, creencia que se basa en la palabra vástago, empleada tanto en un contexto vegetal como humano.
Resultado de imagen de pequeños paraisos En la tradición cristiana y durante la Edad Media las cruces se pintaban de verde porque aludían al Árbol de la Vida, el cual crecía en la Jerusalén celestial, ombligo y eje cósmico. Curiosamente, en la tradición hebrea, el verde, iarok, tiene el mismo valor numérico que todo aquello que existe a partir de la nada, iesh. Fue del vacío moral y la pobreza poética de su entorno que Jesús, partiendo del centro de una ciudad transfigurada por la luz, hizo crecer los frutos de una nueva comprensión de la realidad. Decimos centro por un motivo obvio: ése es el lugar que ocupa el verde en el espectro solar y en contigüidad con el amarillo hacia la región de lo cálido, y del azul hacia la región de lo frío. Aunque fascinante, la ya citada concepción cromática del sufí Kubra no es del todo original, por cuanto sabemos que el centro o chakra cardíaco, denominado en sánscrito anahata, es descrito –por el tantrismo y muchos siglos antes- de color verde. Las semejanzas simbólicas que se observan entre las distintas tradiciones no hacen sino aludir a una remota fuente común.
  Hildegarda de Bingen, quien solía meditar a la manera peripatética, es decir, caminando, veía en las hierbas de los prados de mayo y junio la fuerza del Corpus Christi, fiesta que, además de conmemorar la institución de la Eucaristía y precisamente por ello, debería recordarnos que cada “acción de gracias” es válida, también, para bendecir un paisaje: el que nos sostiene. En ese sentido el verde expresa benevolencia, gratitud.
 El verde es también una fuente de inagotable relajación. Por esa causa lo visten los médicos –especialmente los cirujanos-, para compensar y complementar los rojos de los derrames de sangre. Si consideramos que el verde apareció en el mundo antes que el hombre, y que el ser humano lo percibe como soporte idóneo de las flores, resulta comprensible que en muchas ocasiones se lo haya llamado “padre de los colores” (entre los sufíes) o “madre de la vida” (entre los taoístas chinos, para quienes es sin duda un color femenino). De ese modo, Jadir o Khadir reaparecería en nuestros quirófanos para calmar nuestros dolores y aliviar nuestras enfermedades, venciendo a la ira del rojo y apaciguando la nostalgia que provoca la eterna lejanía del azul.
 En el pensamiento antroposófico de Rudolf Steiner el verde representa la imagen muerta de la vida así como el encarnado simboliza la imagen viva del alma y el blanco alude a la imagen anímica del espíritu. Pero esa manera de considerar el reino vegetal está teñida, nos parece, de los aspectos negativos del verde: el tono de la hiel, del mal humor, de muchos venenos; o bien porque evoca la peligrosa clorosis, que es, en nosotros, signo de una anemia blanco verdosa. Lo cierto es que el verde, allí donde crece, es vida, y en las selvas vida lujuriosa. Es verdad que tanto la putrefacción de los cadáveres como el proceso que inicia el moho en la cadena desintegradora de lo orgánico confieren al verde un cierto prestigio de siniestro y triste, pero eso es así porque lo juzgamos desde una óptica humana y prejuiciosa. Los biólogos han ido aún más lejos en su descalificación taxonómica, ya que al denominar luciferina a la luz verde que enciende con intermitencias el vientre de las luciérnagas nos hacen pensar que se trata de una luz caída, inferior.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2017, pp.159-168. ISBN: 978-84-16748-45-7.]      

sábado, 11 de julio de 2020

Sueños de tierra y cielo.- Freeman Dyson (1923-2020)

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1.-Nuestro futuro biotecnológico
Tecnología verde

  «La domesticación de la biotecnología en la vida cotidiana puede ser también útil en la solución de problemas prácticos económicos y medioambientales. Una vez que una nueva generación de niños haya crecido, como ellos conocerán los juegos de biotecnología, igual que ahora nuestros nietos conocen los juegos de ordenador, la biotecnología ya no parecerá algo extraño y ajeno. En la era de la biología de código abierto, la magia de los genes será accesible a cualquier persona con la capacidad y la imaginación suficientes para utilizarla. La biotecnología tendrá vía libre para moverse en la corriente del desarrollo económico, para contribuir a resolver algunos de nuestros problemas sociales más acuciantes y para mejorar la condición humana en toda la Tierra. La biología de código abierto puede ser una herramienta poderosa que nos dé acceso a la abundante y barata energía solar.
 Una planta es una criatura que utiliza la energía de la luz solar para convertir agua, dióxido de carbono y otros elementos simples en raíces, hojas y flores. Para poder vivir, necesita recibir la luz solar, pero la utiliza con una baja eficiencia. Las plantas de cultivo más eficientes, como la caña de azúcar o el maíz, convierten el uno por ciento de la luz solar recibida en energía química. En cambio, los colectores solares artificiales hechos de silicio lo hacen mucho mejor. Las células solares de silicio pueden convertir la luz solar en energía eléctrica con una eficiencia de un quince por ciento, y la energía eléctrica puede convertirse en energía química sin mucha pérdida. Podemos imaginar que en el futuro, cuando hayamos dominado el arte de la ingeniería genética con plantas, produciremos nuevas plantas de cultivo que tengan hojas de silicio y sean capaces de convertir la luz solar en energía química de una manera diez veces más eficiente que las plantas naturales. Estas plantas de cultivo artificiales reducirán la superficie de terreno necesaria para la producción de biomasa en un factor de diez. Se parecerán a las plantas naturales excepto en sus hojas, que serán negras (el color del silicio) en lugar de verdes (el color de la clorofila). Sólo me pregunto cuánto tiempo nos llevará conseguir que crezcan plantas con hojas de silicio.
 Si la evolución natural de las plantas hubiera sido impulsada por la necesidad de una mayor eficiencia en el aprovechamiento de la luz solar, las hojas de todas las plantas serían negras. Las hojas negras absorberían la luz solar con mayor eficiencia que las de cualquier otro color. Obviamente, la evolución de las plantas se vio impulsada por otras necesidades, en particular por la de protegerse del sobrecalentamiento. Para una planta que crece en un clima cálido, es una ventaja reflejar tanto como le sea posible la luz solar que no utilice para su crecimiento. Como hay tanta, no es importante que la utilice con la máxima eficiencia. Las plantas han evolucionado con clorofila en sus hojas para absorber los útiles componentes rojo y azul de la luz solar y reflejar el verde. Por eso es razonable que las plantas de climas tropicales sean de color verde. Sin embargo, esta lógica no explica por qué las de climas fríos, donde la luz solar es escasa, son también verdes. Cabe imaginar que, en un lugar como Islandia, el sobrecalentamiento no sería un problema y las plantas con hojas negras, que utilizarían la luz del sol de manera más eficiente, tendrían una ventaja evolutiva. Por alguna razón que no comprendemos, nunca aparecieron plantas naturales con hojas negras. ¿Cuál es el motivo? Quizá no logremos entender por qué la naturaleza no tomó esta ruta hasta que la hayamos recorrido nosotros mismos.
 Después de haber explorado esta ruta hasta el final, cuando hayamos creado nuevos bosques de plantas de hojas negras que puedan utilizar la luz solar de manera diez veces más eficiente que las plantas naturales, nos enfrentaremos a un nuevo conjunto de problemas ambientales. ¿Quién estará autorizado a cultivar plantas de hojas negras? ¿Permanecerán éstas acotadas como variedades artificiales o invadirán y cambiarán para siempre la ecología natural? ¿Qué haremos con los residuos de silicio que estas plantas dejen tras de sí? ¿Seremos capaces de diseñar toda una ecología de microbios, hongos y lombrices que se alimenten de silicio para mantener las plantas de hojas negras en equilibrio con el resto de la naturaleza y poder reciclar ese silicio? El siglo XXI nos traerá nuevas y poderosas herramientas de ingeniería genética con las que manipular nuestros cultivos y nuestros bosques. Y con las nuevas herramientas surgirán nuevos interrogantes y nuevas responsabilidades.
 La pobreza es uno de los grandes males del mundo moderno. La falta de trabajo y de oportunidades económicas en las poblaciones pequeñas impulsa a millones de personas a emigrar de los pueblos a ciudades superpobladas. La continua emigración provoca enormes problemas sociales y medioambientales en las principales urbes de los países pobres. Los efectos de la pobreza son más visibles en las ciudades pero las causas se encuentran principalmente en los pueblos. Lo que el mundo necesita es una tecnología que ataje el problema de la pobreza rural de raíz, mediante la creación de riqueza y puestos de trabajo en los pueblos. Una tecnología que cree industrias y posibilidades de hacer carrera en las zonas rurales ofrecería a sus pobladores una alternativa práctica a la emigración. Se les daría la oportunidad de sobrevivir y prosperar sin sufrir desarraigo.
Sueños de tierra y cielo eBook: Dyson, Freeman: Amazon.es: Tienda ... El desequilibrio de riqueza y población entre los pueblos y las ciudades es uno de los principales hechos de la historia de la humanidad durante los últimos diez mil años. La emigración del campo a la urbe está sin duda asociada al tránsito de un tipo de tecnología a otro. Encuentro conveniente llamar "verde" y "gris" a los dos tipos de tecnología. Del adjetivo "verde" se han apropiado de manera abusiva diversos movimientos políticos, sobre todo en Europa, por lo que debo explicar claramente en qué pienso cuando hablo de verde y de gris. La tecnología verde se basa en la biología y la tecnología gris en la física y la química.
 En términos generales, la tecnología verde es la que dio origen a las comunidades rurales hace diez mil años con la domesticación de plantas y animales, la invención de la agricultura, la cría de cabras, ovejas, caballos, vacas y cerdos y la producción de tejidos, quesos y vinos. La tecnología gris es la que, cinco mil años más tarde, dio origen a las ciudades y a los imperios con la fundición del bronce y el hierro, la invención de los vehículos con ruedas y las carreteras pavimentadas, la construcción de barcos y carros de guerra, y la fabricación de espadas, armas de fuego y bombas. La tecnología gris produjo asimismo los arados de acero, los tractores, las cosechadoras y las plantas de procesamiento, que volvieron a la agricultura más productiva y transfirieron gran parte de la riqueza generada por los agricultores de los pueblos a las empresas radicadas en las ciudades.
 Durante los primeros cinco mil años de los diez mil de civilización humana, la riqueza y el poder pertenecieron a las poblaciones pequeñas con tecnología verde, y durante los cinco mil años siguientes, pertenecieron a las ciudades con tecnología gris. Desde hace unos quinientos años que la tecnología gris se ha vuelto cada vez más dominante pues aprendimos a construir máquinas que utilizan la energía del viento, el agua, el vapor y la electricidad. En los últimos cien años, la riqueza y el poder se han concentrado aún más en las ciudades conforme avanza la tecnología gris. A medida que las ciudades se hacen más ricas, la pobreza rural aumenta.
 Este bosquejo de los últimos diez mil años de historia human sitúa el problema de la pobreza rural en una nueva perspectiva. Si dicha pobreza es una consecuencia del crecimiento desequilibrado de la tecnología gris, es posible que un cambio en la balanza de gris a verde la haga desaparecer. Éste es mi sueño.»
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Debate, 2017, en traducción de Joaquín Chamorro Mielke. ISBN: 978-84-9992-707-7.]