domingo, 2 de junio de 2024

La educación es educarse.- Hans-Georg Gadamer (1900-2002)

 

   «Intentaré justificar por qué creo que sólo se puede aprender a través de la conversación. Ésta es, ciertamente, una afirmación de gran alcance, en favor de la cual, sin embargo, yo tendría que desplegar en cierto sentido todos mis esfuerzos filosóficos en los últimos decenios. Si yo tuviera que titular de alguna manera esta lección o conferencia de hoy -no es, como ustedes ven, una lección- y tengo por uno de los más peligrosos atavismos de nuestra vida académica el que se siga hablando de lección. Leer no es hablar; se trata de dos cosas distintas. Cuando uno habla, le habla a alguien; cuando uno lee, está este papel entre ambos. En realidad, aquí no hay nada escrito salvo un par de notas que he redactado y por ello me sirvo de él sólo por un momento. 
 Afirmo que la educación es educarse, que la formación es formarse. Con ello dejo conscientemente al margen los que puedan ser, obviamente, los problemas entre la juventud y sus preceptores, maestros o padres. Deseo contemplar todo este ámbito desde un ángulo distinto del que domina propiamente el debate y pretendo llevar las cosas a una idea más precisa.
 Así, pues, para empezar me pregunto: ¿quién es propiamente el que educa? ¿Cuándo comienza propiamente la educación? No quiero entrar ahora en los conocimientos especiales de la investigación más reciente que se ocupa de la relación de comunicación entre la madre y el hijo todavía no nacido. Sin duda hay aquí ya comunicación, si bien, también con toda seguridad, no de naturaleza lingüística. En cambio, en relación con el recién nacido se plantea una cuestión muy interesante: ¿dónde están los inicios de aquello que todos consideramos sin duda como la educación básica de todo ser humano, a saber, el aprender a hablar? Aquí radican ya todos los misterios que vienen al caso también para el tiempo posterior, por ejemplo para lo que llamamos el desarrollo profesional. Sin duda, la primera constatación aquí, aquella con la cual comienzo, consiste en decir que esto puede verse en un niño recién nacido. En los meses subsiguientes empieza con ciertos juegos, quiere coger algo y parece complacido, incluso orgulloso, de poder hacerlo. Todavía no puede coger ni querer realmente pero, con todo, uno percibe el gozo y un primer sentirse bien en ello. Casi diría: sentirse en casa. No cabe duda de que éste es el primer ingente trabajo anímico para un recién nacido; y por esta razón grita también, precisamente porque no es capaz de enfrentarse al hecho de estar repentinamente expuesto a un entorno por completo inconcebible.
 Si tratamos ahora de ver de este modo lo que evidentemente es el siguiente paso frente a este primero, nos encontramos con que trae consigo los primeros años del aprender a hablar. Como todos sabemos, años increíblemente interesantes, llenos de sorpresas para los padres. El hablar del ser humano no conserva después la viveza del uso libre del hablar incipiente. Lo que a veces se muestra en él es una pérdida. Todos sabemos que palabras, o también nombres, del lenguaje de la infancia quedan adheridos a una persona durante toda su vida. Aquí hay que dar un paso más. Hay que dedicar toda la atención a procurarse, incluso para el propio nombre, algo así como una reacuñación de la palabra utilizada por los padres y algo parecido ocurre con los nombres de los animales y en otros muchos casos. Naturalmente, este tema se puede estudiar particularmente bien en el caso del poner nombres.
 Así pues, nos preguntamos: ¿quién educa aquí? ¿O es esto un educarse? Es un educarse como el que percibo en particular en la satisfacción que uno tiene de niño y como alguien que va creciendo cuando empieza a repetir lo que no entiende. Por fin lo ha dicho bien, y entonces está orgulloso y radiante. Así, debemos partir quizá de estos inicios para no olvidar jamás que nos educamos a nosotros mismos, que uno se educa y que el llamado educador participa sólo, por ejemplo como maestro o como madre, con una modesta contribución. Veremos todavía lo que esto implica. Si se me permite el recuerdo de mi propia infancia y de la de otros que conozco de mi propia vida familiar, esto será, claro está, sólo una ilustración que cualquiera podría aportar. Es patente que el momento en que, después de los padres, empiezan primero el jardín de infancia y después la escuela, significa un gran corte en estos años de aprender a hablar. Sin duda es un gran paso en el que tiene lugar algo realmente nuevo, "de la cuna, por así decir, hasta la sepultura". Me refiero a la relación con los otros seres humanos, la comunicación.
Yo tenía una hija, y en ocasiones mi esposa debía pedir a la asistenta -entonces teníamos una asistenta- que le cambiara los pañales. Ello daba lugar a continuación a grandes berridos. Al principio, yo también tenía que hacerlo algunas veces y en opinión de mi esposa -seguro que tenía razón- lo que yo había llevado a cabo era simplemente una tortura. Pero, ¡mira por dónde!, la niña estaba resplandeciente y se dormía satisfecha. En efecto, así son las cosas en la comunicación, de la cual no sabemos absolutamente nada todavía y que, sin embargo, cumple este proceso del llegar a estar en casa que yo designaría con el mayor énfasis como la idea directriz de toda clase de educación y de formación. También la formación se forma así, si tenemos en cuenta sólo una cosa, a saber, que la así llamada formación escolar tiene siempre una marca característica: también aquí sólo hay lo que justamente se ha formado. Éstas no son lo que llamamos especialidades particulares, sino que ya significa algo así como formación general, algo que, ciertamente, se desarrolla sólo lentamente.
 Claro está que el jardín de infancia se encuentra actualmente en un proceso de evolución del cual todavía no sabemos nada con exactitud. Los misterios y las dificultades del campo de la educación se han visto en gran medida apremiados y, en último término, amenazados por la revolución industrial. Esto significa que también las madres se ven obligadas, más o menos, a la actividad profesional. Para la población en su conjunto debemos tomar nota de ello incluso allí donde nos encontramos con personas no sujetas a dicha obligación. Después de todo, también la figura del padre ausente, el que tan raramente esté ahí, es una experiencia curiosa. Pero en el caso del niño que está totalmente al cuidado de los padres, ¿qué ocurre cuando ambos se van a trabajar? Esto es algo que he aprendido a estudiar especialmente en América. Por cierto que todo lo que es problemático debemos estudiarlo alguna vez en otras partes. Esto es por lo menos prudente, y así he tenido también ocasión de conocer bastante bien los Estados Unidos. Es muy necesario tener claro lo que significa, por ejemplo, el hecho de que yo le dijera a un colega en su lugar de trabajo: "Pero, usted tiene también familia, dos hijos" y que él respondiera: "Bueno, ¡qué más da!, están frente a la tele". Se pueden ustedes imaginar los problemas que este padre llegará a tener si se han hecho más fáciles estos primeros años gracias a que los hijos ha estado mirando en exceso la televisión. Naturalmente, ha cometido ahí un funesto error. Ninguna valoración del peligro que en un caso como éste representan los grandes medios de comunicación para el auténtico ser hombre puede ser suficientemente alta. Pues se trata por encima de todo de aprender a atreverse a formar y exponer juicios propios. Esto no es en absoluto fácil. Hablamos con los niños y sabemos hasta qué punto les es difícil empezar a escucharnos, y cómo prefieren ganarse a los extraños con una sonrisa seductora.
 Pues bien, éste es el tipo de problemas que, tras los primeros pasos en el jardín de infancia, generan los primeros años escolares. ¿Con qué empiezan? Ante todo, naturalmente, con los muchos compañeros, de los cuales no todos le gustan al niño, aunque sí algunos. Todo el juego de gustar y no gustar, de la simpatía y la antipatía, todo lo que demanda la vida en su conjunto, acontece también en las clases. El pobre maestro ejerce una función muy modesta si pretende influir en este proceso. Allí donde el hogar ya haya fracasado por completo, normalmente tampoco el maestro tendrá mucho éxito. Pero es claro que esto son cosas obvias que no precisan mayor comentario. Quiero solamente mostrar sus consecuencias. De lo que se trata es de que el hombre acceda él mismo a su morada. Ésta es una expresión utilizada por Hegel, un gran filósofo que en su uso especulativo se atrevió a modificar algo las palabras, por ejemplo de morar (hausen) a acceder a la morada (einhausen). El acceder a la morada en el mundo se muestra también con ese atrevimiento a formar nuevas palabras del que he hablado. Esta edad es muy interesante, mucho.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Paidós, 2000, en traducción de Francesc Pereña Blasi, pp. 10-21. ISBN: 84-493-0970-0.]

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