I
«Por desprecio hacia la superioridad primaria que consiste en tomar a contrapié el espíritu de su propia clase, Jacques adoptaba ese espíritu, pero de una manera tan diferente que los suyos no pudieran reconocerle.
En suma, afectaba la elegancia sospechosa: la elegancia animal. Ese aristócrata, ese hijo del pueblo, que no soporta ni la aristocracia ni la masa, merece diez veces al día la Bastilla y la guillotina.
No le seduce ni una derecha, ni una izquierda, que encuentra blanda. Además, su naturaleza excesiva no quiere considerar un justo término medio.
También, en virtud del axioma los extremos se tocan soñaba en una extrema derecha virgen, tan cerca de la extrema izquierda hasta el punto de confundirse con ella, pero en la que él pudiera actuar a solas. Ese sillón no existe o, si existe, nadie lo ocupa. Jacques se sentaba en él de oficio y, desde allí, contemplaba a todas las cosas de la política, del arte, de la moral.
No pretendía ninguna recompensa, las gentes suelen reprocharlo.
Los que pretenden, porque el desinterés atrae una cierta suerte que no sabrían admitir libre de maquinaciones. Los que recompensan, porque no se les solicita.
Llegar. Jacques se pregunta a qué se llega. ¿Bonaparte llega a la Coronación o a Santa Elena? Un tren del que se habla porque ha descarrilado y causado la muerte de viajeros, ¿llega? ¿Llega más si llega a la estación?
Profundizando sobre el entorno de Jacques, yo le denuncio como parásito en la tierra.
En efecto, ¿dónde está el papel que le autoriza a gozar de un ágape, de una bella noche, de una chica, de los hombres? Que nos lo muestre. Toda la sociedad se levanta como un guardia civil y se lo exige. Se turba. Balbucea. No lo encuentra.
Ese gozador cuyos pies marchan sólidamente sobre el terreno firme, ese crítico de los paisajes y de las obras se sostiene sobre la tierra por un hilo.
Es pesado como un escafandrista.
Jacques se esfuerza a fondo. Lo adivina. Ha tomado sus costumbres. No se le hace subir a la superficie. Se le ha olvidado. Subir a la superficie, quitarse el casco y el traje, es el paso de la vida a la muerte. Pero le llega por el tubo un soplo irreal que le hace vivir y le colma de nostalgia.
Jacques vive enfrentado a un largo síncope. No se siente estable. No se estabiliza, salvo en el juego. Apenas se atreve a sentarse. Es como esos marineros que no pueden curarse del mareo.
[...]
IX
A pesar de las diferencias de clases, la vida se nos lleva a todos juntos, a toda velocidad, en un mismo tren, hacia la muerte.
La cordura consistiría en dormir hasta esa estación terminal. Pero, ¡ay!, el trayecto nos encanta y tomamos un interés tan desmesurado en lo que debería servirnos de pasatiempo que resulta muy duro, el último día, hacer las maletas.
Por poco que el pasillo que une a las clases acerque clandestinamente a dos almas y las mezcle, la certeza del final del viaje, o el riesgo de que una de ella descienda en ruta, aniquilará el idilio, convierte la perspectiva del final en intolerable. Se desearían largas paradas en medio del campo. Se contempla la portezuela que es, a causa del movimiento de los hilos telegráficos, una arpista torpe que trabaja un arpegio para volverlo a empezar siempre.
Uno trata de leer; pero el final se acerca. Se envidia a los que, en el minuto de la muerte, pensando como Sócrates en el barbero para Fedón y en el gallo para Esculapio, ponen, sin temor, sus asuntos en orden.
Jacques, demasiado solo, se tiraba del tren en marcha. O bien, tal vez, ese buzo que se ahoga en el cuerpo humano quiere despojarse de su escafandra. Buscaba la señal de alarma.
Se desnudó, escribió unas líneas en un bloc que dejó bien a la vista y abrió las bolsas de droga.
Las vació por un ángulo en una vieja caja de cigarros. El contenido brillaba como la mica.
Tenía sobre un mueble, costumbre que había copiado de Stopwell, una botella de whisky, un sifón y un vaso. Escanció el whisky, mezcló el polvo de la droga y bebió de un solo trago. Luego, fue a tumbarse.
La invasión se produjo de todos los lados a la vez. Su cara se endurecía. Recordó una sensación análoga en casa del dentista. Tocaba, con una lengua pastosa, unos dientes extraños encastados en madera. Un frío de cloruro de etilo vaporizaba sus ojos y sus mejillas. Oleadas de carne de gallina recorrían sus miembros y se detenían alrededor del corazón que latía hasta dar la sensación de ir a romperse.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones de Nuevo Arte Thor, 1986, en traducción de Joaquín Bochaca. ISBN: 84-7327-137-8.]
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