martes, 1 de enero de 2019

Maurice.- Edward Morgan Forster (1879-1970)

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Segunda parte
XII

«Clive, de muchacho, vio pronto el problema con bastante claridad. Su sincera naturaleza, su agudo sentido del bien y del mal, le habían llevado a creer que pesaba sobre él una maldición. Profundamente religioso, con un vivo deseo de alcanzar a Dios y de complacerle, viose asaltado a edad muy temprana por este otro deseo, que era claramente de Sodoma. No tenía duda alguna al respecto: sus emociones, más firmes que las de Maurice, no estaban escindidas entre lo animal y lo ideal, ni le costó años vadear el río. En él se alzaba el impulso que había destruido a la Ciudad de la Llanura. Jamás llegaría a materializarse en la carne, pero ¿por qué entre todos los cristianos había de ser él precisamente víctima de aquel castigo?
 Al principio, pensó que Dios estaba probándole y que si no blasfemaba le recompensaría como a Job. En consecuencia, humilló su cabeza, ayunó y se mantuvo alejado de aquellos hacia los que por su inclinación se sentía atraído. El año que cumplió sus dieciséis, fue un período de interminable tortura. No contó nada a nadie y finalmente enfermó y tuvo que abandonar el colegio. Durante la recuperación se enamoró de un primo suyo que le llevaba su silla de convaleciente, un joven casado ya. No había esperanza, estaba condenado.
 Estos terrores habían visitado a Maurice, pero de modo mucho más confuso. Para Clive eran definidos, constantes y le asaltaban lo mismo que cuando comulgaba en cualquier otro momento. Siempre le resultaban inconfundibles, pese a que sujetaba con firmeza las riendas. Podía controlar el cuerpo: era el alma corrompida la que se burlaba de sus oraciones.
 El muchacho había sido siempre un intelectual, sensible al mundo de la letra impresa, y los horrores que la Biblia le había evocado fueron apagados por Platón. Jamás podía olvidar la emoción que experimentó al leer por primera vez Fedro. En él vio delicadamente descrito su mal, tranquilamente, como una pasión que puede dirigirse, como cualquier otra, hacia el bien o hacia el mal. No había allí ninguna invitación al desenfreno. Al principio, no podía creer en su buena suerte, pensaba que debía haber algún mal entendido y que él y Platón estaban pensando en cosas diferentes. Después vio que el mesurado pagano le comprendía realmente y, prescindiendo de la Biblia más que oponiéndose a ella, le ofrecía una nueva guía para vivir. "Aprovechar al máximo lo que poseo." No aplastarlo, no desear en vano que fuese distinto, sino cultivarlo de modo que no ofendiese ni a Dios ni al hombre.
 Se veía forzado de todos modos a desembarazarse del cristianismo. Los que basan su conducta sobre lo que son más que sobre lo que deben ser, han de acabar desembarazándose de él tarde o temprano, y además entre el temperamento de Clive y tal religión existía un pleito secular. Ningún hombre ilustrado puede combinar ambas cosas. Los instintos naturales, citando la fórmula legal, son "algo que no debe mencionarse entre cristianos" y cuenta una leyenda que todo el que cedía a ellos moría en la mañana de la Navidad. Clive lamentaba esto. Procedía de una familia de abogados y señores rurales, gente en general honrada y capaz, y no deseaba apartarse de aquella tradición. Ansiaba llegar a alguna suerte de compromiso con el cristianismo y buscaba en las Escrituras un apoyo que lo justificase. Allí se topó con David y Jonatán; y hasta con el "discípulo a quien Jesús amaba". Pero la interpretación de la Iglesia se alzaba contra él y no podía hallar en su seno descanso para el alma sin mutilar ésta y viose arrastrado cada vez con mayor fuerza hacia el mundo clásico.
 A los dieciocho era excepcionalmente maduro y mantenía sobre sí tal control que podía permitirse una relación de camaradería con cualquiera que le atrajese. La armonía había sucedido al ascetismo. En Cambridge cultivaba tiernos sentimientos hacia otros estudiantes, y su vida, tan gris hasta entonces, vino a teñirse suavemente de cálidos matices. Cauto y sano, avanzaba, sin que ni el detalle más nimio escapase a su cautela. Y estaba dispuesto a ir más allá si lo consideraba justo.
 Durante su segundo año en Cambridge conoció a Risley, que a su vez era "de aquella forma". Clive no correspondió a la confianza que se le otorgó bastante gratuitamente, ni le gustó Risley ni su grupo. Pero aquello significó un estímulo. Le alegró saber que había más como él allí, y su franqueza le empujó a hablar a su madre de su agnosticismo; era todo lo que podía contarle a ella. La señora Durham, una mujer mundana, apenas sí protestó. El problema surgió en Navidad. Siendo la única familia distinguida de la parroquia, los Durham comulgaban separados del resto de los feligreses, y la perspectiva de tener a todo el pueblo mirando cómo ella y sus hijas se arrodillaban en medio de aquel largo reclinatorio sin Clive, la hacía enrojecer de vergüenza y la llenaba de cólera. Discutieron. Él vio lo que ella era realmente -un ser vacío, ajeno, cerrado-, y en su desilusión se sorprendió pensando vívidamente en Hall.
 Hall: uno de los hombres hacia los que se sentía atraído. Era cierto que también él tenía madre y dos hermanas, pero Clive era demasiado sagaz para pretender que éste fuera el único lazo entre ambos. Debía de gustarle Hall más de lo que suponía, debía de estar un poco enamorado de él. Y tan pronto como se vieron le envolvió una ola de emoción que le empujó a la intimidad.
 Era un hombre tosco, estúpido, burgués: el peor de los confidentes.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1973, en traducción de José Mª Álvarez Flórez y Ángela Pérez Gómez. ISBN: 84-08-46201-6.]

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