domingo, 13 de enero de 2019

Morir joven.- Marti Leimbach (1963)


Resultado de imagen de marti leimbach 
Uno

«Vivo en un inquietante intervalo de indecisión. Ayer rechacé a Gordon cuando me invitó y hoy le acoso como un pasado enterrado. Y, sin embargo, yo no sé si quiero tener algo que ver con él. Soy la novia de Víctor, lo cual me llena de orgullo y a la vez de ansiedad. Ando de un lado para otro, a la espera de sentirme fuerte, mientras caigo en la opaca rutina de mis días y de mis noches. Nunca pasa nada. Al parecer soy normal para el mundo exterior. Cuando llego a la lavandería soy una persona más, con una cesta llena de ropa sucia y un dólar para el Maytag. No parezco una mujer que acaba de estar acurrucada en la fría concha de un coche, sino que me dedico cuidadosamente a separar la ropa por colores. La lavadora es una de esas que funciona con monedas y nunca cierra; en el linóleo se ven los cigarrillos aplastados de los clientes de anoche. Las paredes están pintadas de un color limón fuerte, salvo la de enfrente, que es enteramente de cristal.
 Hoy no hay más clientes. Únicamente yo y las máquinas automáticas: de Coke, chocolatinas y una que vende varias marcas de detergentes, lejías y suavizantes. En la pared del fondo hay dos juegos de vídeo, uno es del negocio de Gordon, una compañía que comercializa juegos de vídeo y software para jóvenes. El juego se llama Alien Turf y exige que el jugador entre en un mundo de robots, que blanden rayos láser, e intentan matar al jugador. También son mortíferos los animales domésticos de los robots, criaturas pequeñas que parecen bichos y que dan vueltas en torno a sus amos, protegiéndoles del fuego enemigo al destrozar los cohetes atacantes con sus antenas mágicas e intermitentes. Es interesante que los robots no empiecen a disparar hasta que los jugadores no les disparan, lo cual, según creo, es una nueva modalidad en los juegos de vídeo.
 Espero mientras termina la secadora. Miro el suave revólver de los calzoncillos de Víctor, mi jersey de cuello de cisne, sus calcetines negros y los míos amarillos. Pienso: ¿cómo se me puede ocurrir siquiera abandonar a un hombre cuando su ropa se seca entremezclada, de un modo tan íntimo, con la mía? Las brillantes luces del Alien Turf parpadean hacia mí, tentándome para que juegue. Echo una moneda de veinticinco y luego otra. Sigo jugando mientras la secadora da vueltas. He sido muerta doce veces por robots de todos los rangos antes de que se acabe la ropa. He sido muy mortífera con sus animalitos.
 
 Es fácil mentirle a Víctor. Es un hombre seguro de sí mismo y turbulento, aunque confiado. No creo que Víctor sospeche nada de Gordon y de mí. Hace poco, sin embargo, he notado algo en su tono que revela ciertos celos o sospechas, aunque a lo mejor me halago a mí misma. No soy ninguna idiota. He pensado mucho en ello. No se necesita ser Freud para saber que si empleas tu coche para vigilar a un amante potencial es una señal de que tus relaciones del momento se están yendo a pique.
 Pero Víctor duerme mucho. Si yo fuera lista podría tener una vida enteramente aparte sin que él lo supiera, y tal vez sea eso lo que tengo. Parece como si él estuviera siempre a punto de despertar, levantarse de la siesta, bostezar antes o después de descansar durante largas horas. Es como si estuviera preparando constantemente su vuelta a la cama. Se apresura en acabar algo -normalmente el capítulo de un libro- antes de dormirse de nuevo. Se ha pasado la vida esquivando las limitaciones de su enfermedad.
 Llevamos tres meses viviendo en Hull. Tenemos una razón muy específica para estar aquí: Víctor deja que su leucemia se apodere de su cuerpo. No me gusta Hull. Antes de venir aquí busqué en el Atlas mundial, en los estados del este de EEUU, y lo encontré bajo la forma de un apéndice sano que cuelga de Massachusetts. Hull es más tranquilo que Boston: muchas de las personas que aquí residen en invierno son pescadores o jubilados. Al menos no ejercen sus derechos de vecinos con Víctor y conmigo. Víctor admite que Hull tiene sus defectos pero señala que es un lugar discreto para morir. Y tiene razón. Vivimos en la tercera planta de una casa de estilo victoriano situada en una calle estrecha, pavimentada parcialmente, con una hilera de casas de ventanas condenadas durante el invierno. En temporada baja el alquiler es más barato y Víctor dice que el océano le sosiega y, por supuesto, la calle es muy tranquila porque no vive nadie en ella.
 Nos aislamos en esta casi isla.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Debate, 1990, en traducción de Bárbara McShane y Javier Alfaya. ISBN: 84-7444-403-9.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: