lunes, 21 de enero de 2019

Discursos.- Isócrates (436 a.C. - 338 a.C.)


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Sobre la paz (VIII)

«Creo que nosotros debemos no sólo votar la paz antes de abandonar la asamblea sino también deliberar cómo la mantendremos sin hacer lo que acostumbramos: dejar pasar algún tiempo para volver a los mismos desórdenes, y cómo lograremos no un aplazamiento sino una liberación de los males presentes. Nada de esto se puede conseguir antes de persuadiros de que la tranquilidad es más útil y provechosa que el afán de novedades, más la justicia que la injusticia y más el cuidado de los asuntos particulares que la ambición de los ajenos. Sobre esto ningún orador se atrevió a hablaros jamás. Yo, en cambio, quiero dedicar a estos temas la mayoría de mis palabras hacia vosotros, porque veo que está en ellos la felicidad y no en lo que ahora hacemos. Quien intente hablar ante el pueblo de manera distinta a lo habitual, y quiera cambiar vuestra manera de pensar, debe tocar en su discurso muchos asuntos, expresarse con prolijidad, recordar unas cosas, criticar otras, aplaudir algunas y aconsejar sobre otras. Difícilmente con todo esto uno podría induciros a pensar en lo mejor.
 La situación es la siguiente: me parece que todos desean su conveniencia y tener más que otros, pero no saben qué acciones conducen a esto, sino que sus opiniones difieren mucho entre sí. Unos tienen una manera de pensar conveniente y que puede tender a su provecho, pero la opinión de otros les hace apartarse totalmente de su utilidad. Esto es precisamente lo que le sucede a la ciudad. Porque nosotros creemos que si navegamos por el mar con muchas trirremes, si obligamos a las ciudades a pagarnos tributos y a enviar aquí consejeros, lograremos algo provechoso. Pero nos engañamos por completo. Nada de lo que esperábamos ha sucedido y de eso mismo nos han venido enemistades, guerras y gastos enormes. Cosa lógica. Antes, partiendo de un afán parecido nos pusimos en los peores peligros. Pero cuando ofrecimos la ciudad como garantía de justicia, socorrimos a los agraviados y no deseamos lo ajeno, recibimos la hegemonía de los griegos, que nos la dieron de buen grado. Ahora, desde hace ya mucho tiempo, los despreciamos de manera absurda y muy a la ligera. Algunos han llegado a tal grado de insensatez como para creer que la injusticia es censurable, pero ventajosa y útil para la vida diaria, mientras que la justicia es estimada, pero perjudicial y capaz de ayudar más a los ajenos que a quienes la poseen. No saben que para la riqueza, la fama, las buenas acciones y, en una palabra, la felicidad, nada reúne tanto poder como la virtud y sus partes. Pues con los bienes que tenemos en el alma adquirimos también las demás ventajas que necesitamos. Por eso los que descuidan su inteligencia se olvidan de que, al mismo tiempo, desdeñan pensar y actuar mejor. Me asombra que alguno crea que quienes se ejercitan en la piedad y en la justicia y son firmes y perseverantes en ellas esperen quedar en inferioridad antes los malvados y no crean que conseguirán de los dioses y de los hombres más que otros. Yo estoy convencido de que sólo ellos son superiores en lo que se debe desear, mientras que los demás lo son en cosas peores. Porque veo que quienes prefieren la injusticia y consideran el mayor bien apoderarse de lo ajeno, sufren lo mismo que los animales atraídos por un cebo: disfrutan al principio de lo que cogieron, pero poco después se encuentran en las mayores calamidades. En cambio, quienes viven con piedad y justicia, pasan con seguridad el tiempo presente y tienen las más dulces esperanzas para la eternidad. Y si esto no suele suceder siempre de esta manera, al menos así ocurre la mayoría de las veces. Es preciso que los inteligentes demuestren que escogen lo que sirve frecuentemente de ayuda, ya que no somos capaces de distinguir lo que siempre puede aprovecharnos. En cambio, son los más insensatos cuantos piensan que la justicia es una hermosa práctica y más grata a los dioses que la injusticia, pero creen que vivirán peor los que la usan que los que prefieren la maldad.
 Me gustaría que tan fácil como es aplaudir la virtud, igual lo fuera persuadir a los oyentes a practicarla. Pero mi temor ahora es que hablemos inútilmente. Pues hace ya mucho tiempo que estamos corrompidos por hombres que no pueden hacer otra cosa sino engañar. Ellos desprecian tanto al pueblo que, cuando quieren dirigir la guerra contra alguien, reciben dinero para atreverse a decir que debemos imitar a los antepasados y no permitir que se rían de nosotros ni que naveguen por el mar quienes no quieren pagarnos tributo. Con gusto preguntaría a esos individuos a qué antepasados nos ordenan parecernos; ¿acaso a los que vivieron las guerras pérsicas o a los que gobernaron la ciudad antes de la guerra de Decelia? Si se refieren a estos últimos, no nos aconsejan otra cosa que volver a correr el riesgo de la esclavitud. Si se trata, en cambio, de los que vencieron a los bárbaros en Maratón y de sus antecesores, ¿cómo no serían estos consejeros los más desvergonzados de todos si, aplaudiendo a los que entonces gobernaban, os inducen a hacer lo contrario de aquéllos y a cometer errores tan graves que no sé qué hacer, si servirme de la verdad como en otros casos o callar por temor a vuestra enemistad? Me parece que lo mejor será hablar de ello, aunque veo que vosotros tratáis peor a quienes critican el mal que a los que lo han producido. No me daría vergüenza mostrarme como alguien que piensa más en su propia fama que en la salvación común. Es tarea mía y de otros que se preocupan por la ciudad elegir no los discursos más gratos, sino los más útiles. Por vuestra parte, debéis saber que los médicos han encontrado muchos remedios de todo tipo para las enfermedades del cuerpo, pero que para las almas ignorantes y cargadas de malos deseos no hay otro remedio que el discurso que se atreve a reprender a los equivocados. Debéis saber también que sería ridículo soportar las cauterizaciones y amputaciones de los médicos para librarnos de dolores mayores y, en cambio, rechazar los discursos antes de saber con claridad si tienen tanto poder como para ayudar a los oyentes.
 Advertí estas cosas porque quiero hablaros del resto sin ocultar nada, sino con completa libertad.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de RBA, 2007, en traducción de Juan Manuel Guzmán Hermida. ISBN: 978-84-473-5414-6.]

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