jueves, 24 de enero de 2019

Sin arte.- Péter Esterházy (1950-2016)

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Miki Görög. Epílogo u otra madre.
Pascal

«Mientras vivió, Miki Görög fue la prueba palpable de que la mente civil y la mente futbolística, la inteligencia, la sensibilidad, no son lo mismo, durante el partido casi nos deteníamos y nos lo quedábamos mirando, pero él no nos veía a nosotros, sólo veía el juego, se metía en el juego, hijito mío, y en los entrenamientos se percibía todavía mejor su particular saber, ¿qué te parece, lo lleva atado o no lo lleva atado?, así bromeábamos, porque el balón jamás se alejaba más de dos palmos de su pie, lo cual sólo podía concebirse si llevaba el balón atado al tobillo como la bola de hierro al del conde de Montecristo, él jamás miraba la pelota, hijito mío, daba la impresión de que se habían puesto de acuerdo, de que lo había acordado ya todo con la pelota, ni siquiera miraba a sus compañeros, para saber dónde estaban o dónde estarían, qué les pasaba por la cabeza, él se centraba en observar el juego en sí, lo repito una y otra vez, hijito mío, el juego, ver qué quería el juego, qué permitía el juego, hablo sobre él como sobre los grandes de verdad, aunque sé perfectamente que no lo era, en los juveniles se le vieron ya las limitaciones, siguió siendo el mejor durante un tiempo, pero no creció, se quedó bajito, debilucho, lo podían apartar de un empujón, unos años antes no se podía, hasta Kaszás junior rebotaba en él como si lo hubiera rodeado una campana protectora, un ejército de ángeles, hijito mío, un angelical ejército de buenos karatecas, pero luego los ángeles desaparecieron, allí quedó solo ese pobre hombre con su enorme talento, se juega al fútbol, hijito mío, para mayor gloria de Dios, para el prestigio de la patria y para el propio placer, en este orden, ésos son los requisitos de la calidad, a bote pronto no sería capaz de decir nada a lo cual no fuesen aplicables, incluso aunque Dios no existiera y la patria nos importara un rábano, su estupidez fuera del campo no llamaba la atención porque era un muchacho (un muchachito) sumamente simpático, de manera que los maestros no le creían del todo esa absoluta falta de luces, querían extraer de su oscuridad el tesoro escondido, pero el meneaba la cabeza sonriendo, no me sopléis, que no vale la pena y además tocaba la guitarra con habilidad, gracias a él escuchamos por primera vez a los Beatles, she loves you, yeah, yeah, yeah, incluso fundó una orquesta, tres guitarras y una batería, conmigo sólo quería hablar de Dios, de que no existe.
 No existe.
 Por aquel entonces leí la argumentación de Pascal, para mí sorprendente y hasta cierto punto escandalosa, por no decir clamorosa, basada en cierto cálculo de probabilidades, y traté de encajársela a Miki siguiendo el espíritu de difusión del evangelio, íbamos a entrenarnos, el camino que ahora lleva a la cantina, que une el bulevar grande con el pequeño, no estaba asfaltado todavía en aquella época, a veces pasaba traqueteando un carro de riego que esparcía aceite, supongo que para evitar las polvaredas, íbamos a entrenarnos, el trayecto hasta el campo se antojaba suficiente para aclarar las aparentes (!) incertidumbres en torno a Dios, según Pascal (tal como lo entendía entonces) no era preciso probar la existencia de Dios al estudiante de enseñanza básica Miki Görög, sino proyectar cierta luz sobre la circunstancia de que era mejor negocio creer que no creer, él ni siquiera sabía ni habría comprendido lo que significaba probar, él sólo sabía esto: existe o no existe, o, mejor dicho, en su caso todo giraba alrededor del no existir, el no existir en casa, en la escuela, el no existir en su cabeza, existir sólo existía en el campo, y entonces si existía existir también en su cabeza, también en sus pies, de repente lo sabía todo, realmente todo, hijito mío, y el todo es mucho, sabía incluso que no sólo él debía jugar bien sino el equipo, pues sólo así podía él jugar bien, veía el conjunto mejor que todos, y era elegante y discreto como un lord inglés, no se dirigía a don Vili ante los demás, que si esto era preferible así o asá, él ni siquiera proponía, se limitaba a preguntar, ¿no ha pensado el míster en no poner a Tomi a marcar al hombre?, para eso basta y sobra la Ranita perfectamente, él a lo sumo se tiraría un poquito hacia la banda derecha, don Vili quería a Miki Görög hasta el punto de emocionarse, pero después se dio cuenta de que no acabaría siendo un gran jugador, en parte por su estructura ósea, pero en parte también por la cantidad de noes, por todo ese no existir, su vida consistía en demasiados noes, don Vili era un buen entrenador, enseguida se daba cuenta de qué decía su jugador, intuía eso de tirarse hacia la banda, pero sabía que Miki era muy consciente de cuáles serían las consecuencias, consecuencias de carácter universal, si Tomi no marcaba individualmente.
 Veía la inexistencia de Dios igual que el dos por dos son cuatro; si existiera, yo sabría de él, ¿no? (yo supiera, decía; maniático y escrupuloso, yo me estremecía como si acabara de pisar mierda), pero no sé de él, no puedo hablar con él, y él tampoco habla conmigo, no conozco a nadie que hubiera hablado con él, fue entonces cuando introduje a Pascal, como si terminara de inventarlo, asegurándole que yo simplemente lo tenía más fácil, porque supongamos que Dios no existe, pues entonces me jodí con las misas dominicales, ya que podría haber pasado la mañana durmiendo a pierna suelta hasta el mediodía, pero si existe, entonces, él y Miki Görög desde luego la habrán cagado de lo lindo, nadie perdona que no crean en él, a cualquier persona le cae fatal que pasen de ella, aunque sea Dios, o sea, que había que pensárselo muy mucho, porque a lo sumo se estaba jugando el tiempo dedicado a las misas y quizá también a las clases de religión, pero a cambio, yo no pretendía esbozarle ni siquiera mínimamente todo lo que, ¡la vida eterna!, gritó de forma inopinada Miki Görög, y empezó a correr, a galopar como después de uno de sus goles, ¡la vida eterna, coño, realmente no es poca cosa!, y alzó entonces un brazo al cielo, se detuvo, me esperó, ¿tú cómo lo sabes?, le pregunté, me lo dijo mi madre; su madre semejaba un viejo y pesado armario (¿con olor a naftalina?), los dos no se parecían en absoluto, sólo por su forma de andar e incluso de correr, porque una vez la vi perseguir a su hijo, lo esperaba delante de la escuela, cuando Miki la vio, enseguida salió por la izquierda, más o menos entre la posición del back derecho, hijito mío, y la del centro half clásico, y se enfiló concretamente hacia el Bosquecillo, y la madre lo siguió, los dos corrían con la misma postura que Florián Albert, con el tronco ligeramente rígido, con los codos levantados y doblados hacia dentro, con la soberbia de las aves zancudas, el arrogante ganso Gedeón, mientras las anos parecían volar por separado, y aunque se trataba de una escena de persecución daba la impresión de que no corrían con todas sus fuerzas, al final, eso sí, Miki Görög acudió a una única clase de religión, ¿qué tal?, le pregunté después, se encogió de hombros, olía a jabón, ¿quién?, inquirí aunque sabía que se refería a nuestro capellán, olía a jabón y a polvos de talco, ya no volvió más, y yo tampoco le insistí, el olor a jabón flotaba entre nosotros como una especie de explicación, como algo que, si bien no refutaba la existencia de Dios, parecía contradecirse en cierta medida con ella, o una cosa o la otra, aquí lo único que existe es vuestro olor a jabón.»
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2010, en traducción de Adan Kovacsics. ISBN: 978-84-92649-45-7.]

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