domingo, 20 de enero de 2019

La canción de Salomón.- Toni Morrison (1931)


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Segunda parte

«Lechero se soltó el primer botón del cuello de la camisa y encendió otro cigarrillo. Estaban en una habitación oscura, sentado con la mujer que había ayudado a nacer a su padre y a Pilatos, la que había arriesgado su trabajo, su vida acaso, para ocultarles después del crimen, la que les había vaciado los orinales, la que les había llevado comida por las noches y agua para lavarse. La que, incluso, había ido a escondidas al pueblo para que le hicieran a Pilatos un pendiente con la cajita de rapé que encerraba su nombre. La que le había curado a su tía la herida de la oreja cuando se le infectó. Y después de tantos años, aún se emocionaba aquella anciana al creerle uno de ellos. Curandera, partera, en otro mundo hubiera sido enfermera-jefe del Hospital de la Misericordia. En lugar de eso atendía a una jauría de pastores alemanes y abrigaba un solo sentimiento egoísta: que cuando muriese alguien hallara su cadáver antes de que se lo comieran los perros.
 -Debería irse de aquí. Venda esos malditos perros. Yo la ayudaré. ¿Necesita dinero? ¿Cuánto?
 Lechero se sintió invadido por la compasión y pensó que la gratitud podría quizá impulsar a aquella mujer a sonreírle. Pero su voz era fría como el hielo cuando le contestó:
 -¿Crees que no sé andar? Guárdate tu dinero. No lo necesito.
 Al ver así rechazadas sus buenas intenciones, Lechero se dirigió a ella con la misma frialdad:
 -¿Quería usted mucho a esos blancos?
 -¿Quererlos? ¿Quererlos dices?
 -¿Por qué se ocupa de sus perros entonces?
 -¿Sabes por qué se suicidó? No pudo soportar ver cómo la casa se venía abajo. No pudo vivir sin criados, sin dinero y sin todo lo que el dinero significa. No le quedaba un centavo y los impuestos se llevaban lo poco que entraba en esta casa. Tuvo que deshacerse primero de los criados de arriba, después del cocinero, luego del que cuidaba a los perros, del jardinero, del chófer, después del coche y, finalmente, de la mujer que venía a lavar una vez por semana. Después empezó a vender todo poco a poco: tierras, joyas, muebles... Durante los últimos años comimos lo que producía el huerto. Finalmente no pudo aguantarlo más. No pudo soportar vivir sin criados y sin dinero. Había tenido que renunciar a todo.
 -Pero a usted no la despidió.
 Lechero logró sin dificultad alguna que su voz adquiriera un tono de censura.
 -No, no me despidió. Se suicidó.
 -Y usted le sigue siendo fiel.
 -No escuchas. Tienes oídos en la cabeza, pero no los tienes conectados al cerebro. ¡Te he dicho que se suicidó antes de tener que hacer lo que yo había hecho toda mi vida! -Circe se había levantado y los perros la imitaron-. ¿No me has oído? Se dio cuenta de lo que yo había hecho desde el día en que ella nació y se mató, ¿me oyes?, se mató. Prefirió matarse a vivir como yo. ¿Te imaginas el concepto que tenía de mí? Juzgó tan horribles la forma en que yo vivía y el trabajo que yo hacía que prefirió matarse a ser como yo. Si aún crees que sigo aquí porque la quería es que tienes el cerebro de un mosquito.
 Los perros gruñeron y la mujer les acarició la cabeza. Estaban uno a cada lado de su dueña.
 -Adoraban esta casa. La adoraban. Trajeron mármoles con vetas de color rosa desde Europa y pagaron a unos italianos para que les hicieran una araña, una araña que yo tenía que limpiar cada dos meses con una muselina blanca, subida en una escalera. Adoraban esta casa. Robaron por ella, mintieron por ella, mataron por ella. Pero yo soy la única que queda. Yo y los perros. Y nunca más limpiaré nada. Nunca. Nada. Ni una mota de polvo, ni una telaraña. Nada. Todo aquello por lo que ellos vivieron se desmoronará y se pudrirá. La lámpara se cayó ya y se deshizo en mil pedazos. El cable se rompió, carcomido. Quiero ver cómo todo va desapareciendo, quiero asegurarme de que todo se acaba y de que nadie lo arregla. Por eso tengo los perros, para estar bien segura de que no entre nadie aquí. Trataron de robar cuando ella se mató. Les eché los perros. Luego entré a éstos en casa conmigo. Deberías ver lo que han hecho en su dormitorio. Las paredes no estaban empapeladas, qué va. Estaban cubiertas de un brocado de seda que tardaron en hacer seis años unas mujeres en Bélgica. ¡Cuánto le gustaba a ella! ¡Cuánto! En un solo día, treinta Weimaraner lo destrozaron y lo arrancaron de las paredes. Si no fuera por la peste que hay allí, porque te asfixiarías, te lo enseñaría.
 Circe miró en torno suyo:
 -Esta es la única habitación que queda.
 -Me gustaría que me dejara ayudarla -dijo Lechero tras un largo silencio.
 -Ya lo has hecho. Has venido, has fingido que no olía mal, y me has hablado de Macon y de mi nena, mi querida Pilatos.
 -¿Está segura?
 -Nunca he estado más segura de nada.
 Se dirigieron al vestíbulo.
 -Ten cuidado. No hay luz.
 Surgieron perros de todas partes, gruñendo.
 -Es su hora de comer -dijo la mujer.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1999, en traducción de Carmen Criado. ISBN: 84-08-46210-5.]
 

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