Entusiasmo
Accidentes
«La fábrica de pianos, que había empezado a hacer órganos, se extendía por el extremo occidental del pueblo, como una muralla medieval. Había dos edificios alargados como las defensas interior y exterior y un puente entre los dos, donde estaban las oficinas. Y los hornos, el aserradero, el almacén de madera y las naves llegaban hasta el pueblo y las calles en las que vivían los trabajadores. El silbato de la fábrica dictaba la hora de levantarse para muchos: sonaba a las seis de la mañana. Volvía a sonar para avisar del comienzo de la jornada a las siete y a las doce del almuerzo y de nuevo a la una para reanudar el trabajo. Por último, a las cinco y media avisaba a los hombres de que era hora de dejar las herramientas y volver a casa.
Las normas estaban colocadas junto al reloj de fichar, detrás de un cristal. Las dos primeras eran como sigue:
UN MINUTO DE RETRASO SON QUINCE MINUTOS DE PAGA. SEAN PUNTUALES.
NO SE TOMEN LA SEGURIDAD A LA LIGERA. TENGA CUIDADO POR USTED MISMO Y POR SU COMPAÑERO.
Había habido accidentes en la fábrica y había muerto un hombre al caerle encima una carga de tablones. Eso ocurrió antes de la época de Arthur. Y en una ocasión, durante la guerra, un hombre perdió un brazo, o parte de un brazo. El día que ocurrió, Arthur estaba en Toronto. De modo que nunca había visto un accidente o, al menos, nada serio. Pero muchas veces se le venía a la cabeza que podía ocurrir algo.
Quizá no se sintiera tan seguro de que no pudiera sobrevenirle una desgracia como se sentía antes de la muerte de su mujer. Murió en 1919, durante el último brote de gripe española, cuando a todos se les había pasado el susto. Ella no tenía miedo. Aquello había ocurrido hacía cinco años y a Arthur aún seguía pareciéndole el final de una época de su vida libre de preocupaciones. Pero a otras personas siempre les había parecido muy serio y responsable; nadie notó que hubiera cambiado demasiado.
En sus sueños con accidentes había un silencio envolvente; todo estaba mudo. Las máquinas de la fábrica dejaban de hacer el ruido de costumbre y desaparecían las voces de todos los hombres y cuando Arthur miraba por la ventana del despacho comprendía que la suerte estaba echada. Nunca recordaba ver nada especial que se lo indicase. Era sencillamente el espacio, el polvo del patio de la fábrica, lo que se lo dijo en aquel momento.
Los libros estuvieron en el suelo de su coche una semana o así. Su hija Bea le dijo: "¿Qué hacen esos libros ahí?" y entonces se acordó.
Bea leyó en voz alta los títulos y los autores. Sir John Franklin y la aventura del viaje al noroeste, de G. B. Smith. ¿Qué anda mal en el mundo?, G.K. Chesterton. La conquista de Quebec, Archibald Hendry. El bolchevismo: teoría y praxis, de lord Bertrand Russell.
-El bol-ché-vis-mo -dijo Bea, y Arthur le dijo cómo se pronunciaba correctamente.
Preguntó qué era, y él le dijo:
-Es algo que hay en Rusia y que yo no entiendo muy bien, pero por lo que tengo entendido, un verdadero desastre.
Bea tenía trece años por entonces. Había oído hablar del Ballet Ruso y también de los derviches. Durante los dos años siguientes estuvo convencida de que el bolchevismo era una especie de baile diabólico, incluso quizás indecente. Al menos eso era lo que contaba cuando se hizo mayor.
No mencionaba el hecho de que los libros tuvieran algo que ver con el hombre que había sufrido el accidente. Con eso, la historia habría resultado menos divertida. O quizá lo hubiera olvidado de verdad.
La bibliotecaria parecía confusa. Los libros aún tenían las tarjetas, lo que significaba que no los habían registrado, sino que los habían cogido de las estanterías y se los habían llevado.
-El de lord Russell falta desde hace mucho tiempo.
Arthur no estaba acostumbrado a tales reproches, pero dijo con suavidad:
-Yo los devuelvo en nombre de otra persona. El chico que ha muerto. El del accidente en la fábrica.
La bibliotecaria tenía el libro de Franklin abierto. Estaba mirando el dibujo del barco atrapado en el hielo.
-Me lo pidió su mujer -dijo Arthur.
Ella cogió los libros uno a uno y los sacudió como si esperase que fuera a caer algo. Pasó los dedos por entre las hojas. La parte inferior de la cara se le movía de una forma desagradable, como si se estuviera mordiendo las mejillas por dentro.
-Supongo que se los llevaría a casa sin más -dijo Arthur.
-¿Cómo? -dijo ella al cabo de unos momentos-. Perdone. No le he oído.
Es por el accidente, pensó él. La idea de que el hombre que había muerto de aquella manera fuera la última persona que había abierto los libros, pasado sus páginas. Pensar que podría haber dejado un trocito de su vida en ellos, una tira de papel o un limpiador de pipas como señal o incluso unas hebras de tabaco. Eso la ha desquiciado.
-No importa -dijo Arthur-. He pasado por aquí para devolverlos.
Se alejó de la mesa pero no salió de la biblioteca inmediatamente. No iba allí desde hacía años. El retrato de su padre colgaba entre las dos ventanas de la sala principal, donde estaría siempre.
A V. Doud, fundador de la Fábrica de Órganos Doud y patrocinador de esta biblioteca. Defensor del progreso, la cultura y la educación. Verdadero amigo de la ciudad de Carstairs y de los trabajadores.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2014, en traducción de Flora Casas. ISBN: 978-84-672-5916-2.]
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