viernes, 18 de enero de 2019

Memoria sobre educación pública.- Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)


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1ª Cuestión

«¿Es la instrucción pública el primer origen de la prosperidad social? Sin duda. Esta es una verdad no bien reconocida todavía, o por lo menos no bien apreciada; pero es una verdad. La razón y la experiencia hablan en su apoyo.
 Las fuentes de la prosperidad social son muchas; pero todas nacen de un mismo origen y este origen es la instrucción pública. Ella es la que las descubrió y a ella todas están subordinadas. La instrucción dirige sus raudales para que corran por varios rumbos a su término; la instrucción remueve los obstáculos que pueden obstruirlos o extraviar sus aguas. Ella es la matriz, el primer manantial que abastece estas fuentes. Abrir todos sus senos, aumentarlo, conservarlo, es el primer objeto de la solicitud de un buen Gobierno; es el mejor camino para llegar a la prosperidad. Con la instrucción todo se mejora y florece, sin ella todo decae y se arruina en un Estado.
 ¿No es la instrucción la que desenvuelve las facultades intelectuales y la que aumenta las fuerzas físicas del hombre? Su razón sin ella es una antorcha apagada: con ella alumbra todos los reinos de la naturaleza y descubre sus más ocultos senos y la somete a su albedrío. El cálculo de la fuerza oscura e inexperta del hombre produce un escasísimo resultado; pero con el auxilio de la naturaleza ¿qué medios no puede emplear?, ¿qué obstáculos no puede remover?, ¿qué prodigios no puede producir? Así es como la instrucción mejora el ser humano, el único que puede ser perfeccionado por ella: el único dotado de perfectibilidad. Este es el mayor don que recibió de la mano de su inefable Creador. Ella le descubre, ella le facilita todos los medios de su bienestar, ella, en fin, es el primer origen de la felicidad individual.
 Luego lo será también de la prosperidad pública. ¿Puede entenderse por este nombre otra cosa que la suma o el resultado de las felicidades de los individuos del cuerpo social? Defínase como quiera, la conclusión será siempre la misma. Con todo, yo desenvolveré esta idea para acomodarme a la que se tiene de ordinario acerca de la prosperidad pública.
 Sin duda que son varias las causas o fuentes de que se deriva esta prosperidad; pero todas tienen un origen y están subordinadas a él: todas lo están a la instrucción. ¿No lo está la agricultura, primera fuente de la riqueza pública  y que abastece todas las demás? ¿No lo está la industria, que aumenta y avalora esta riqueza y el comercio que la recibe de entrambas, para expenderla y ponerla en circulación? ¿Y la navegación, que la difunde por todos los ángulos de la tierra? Y qué, ¿no es la instrucción la que ha criado estas preciosas artes, la que las ha mejorado y las hace florecer? ¿No es ella la que ha inventado sus instrumentos, la que ha multiplicado sus máquinas, la que ha descubierto  e ilustrado sus métodos? ¿Y se podrá dudar que a ella sola está reservado llevar a su última perfección estas fuentes fecundísimas de la riqueza de los individuos, y del poder del Estado?
 Se cree de ordinario que esta opulencia y este poder pueden derivarse de la prudencia y de la vigilancia de los gobiernos; pero ¿acaso pueden buscarlos por otro medio que el de promover y fomentar esta instrucción, a que deben su origen todas las fuentes de la riqueza individual y pública? Todo otro medio es dudoso, es ineficaz: este solo es directo, seguro e infalible.
 ¿Y acaso la sabiduría de los gobiernos puede tener otro origen? ¿No es la instrucción la que los ilumina, la que les dicta las buenas leyes y la que establece en ellos las buenas máximas? ¿No es la que aconseja a la política, la que ilustra a la magistratura, la que alumbra y dirige a todas las clases y profesiones de un Estado? Recórranse todas las sociedades del globo, desde la más bárbara a la más culta y se verá que donde no hay instrucción todo falta, que donde la hay todo abunda y que en todas la instrucción es la medida común de la prosperidad.
 ¿Pero acaso la prosperidad está cifrada en la riqueza? ¿No se estimarán en nada las calidades morales en una Sociedad? ¿No tendrán influjo en la felicidad de los individuos y en la fuerza de los Estados? Pudiera creerse que no, en medio del afán con que se busca la riqueza y la indiferencia con que se mira la virtud. Con todo, la virtud y el valor deben contarse entre los elementos de la prosperidad social. Sin ella toda riqueza es escasa, todo poder es débil. Sin actividad y laboriosidad, sin frugalidad y parsimonia, sin lealtad y buena fe, sin probidad personal y amor público; en una palabra, sin virtud ni costumbres, ningún estado puede prosperar, ninguno subsistir. Sin ella el poder más colosal se vendrá a tierra, la gloria más brillante se disipará como el humo.
 Y bien, esta otra fuente de prosperidad, ¿no tendrá también su origen en la instrucción? ¿Quién podrá dudarlo? ¿No es la ignorancia el más fecundo origen del vicio, el más cierto principio de la corrupción? ¿No es la instrucción la que enseña al hombre sus deberes y la que le inclina a cumplirlos? La virtud consiste en la conformidad de nuestras acciones con ellos, y solo quien los conoce puede desempeñarlos. Es verdad que no basta conocerlos y que también es un oficio de la virtud abrazarlos; pero en esto mismo tiene mucho influjo la instrucción, porque apenas hay mala acción que no provenga de algún artículo de ignorancia, de algún error o de algún falso cálculo en sus determinación. El bien es de suyo apetecible: conocerlo es el primer paso para amarlo. salva pues siempre la libertad de nuestro albedrío, y salvo el influjo de la divina gracia en la determinación de las acciones humanas, ¿puede dudarse que aquel hombre tendrá más aptitud, más disposición, más medios de dirigirlas al bien, que aquel que mejor conozca este bien; esto es, que tenga más instrucción? 
 Aquí debo recurrir a un reparo. Se dirá que también la instrucción corrompe y es verdad. Ejemplos a millares se pueden tomar de la historia de los antiguos y los modernos pueblos en confirmación de ello. Si la instrucción, mejorando las artes, atrae la riqueza, también la riqueza, produciendo el lujo, inficiona y corrompe las costumbres. ¿Y qué es la instrucción sin ellas? Entonces, ¡qué males y desórdenes no apoya! ¡qué errores no sostiene! ¡qué horrores no defiende y autoriza! Y si la felicidad estriba en las dotes morales de los hombres y de los pueblos, ¿quién que tienda la vista sobre la culta Europa se atreverá a decir que los pueblos instruidos son los más felices?
 La objeción es demasiado importante para que quede sin respuesta. Sin duda que el lujo corrompe las costumbres, pero absolutamente hablando el lujo no nace de la riqueza. Hay lujo en todas las naciones, en todas la provincias, en todos los pueblos, y en todas las profesiones de la vida, ora sean o se llamen ricas o pobres. Lo hay en las naciones cultas e instruidas, como en las bárbaras e ignorantes. Lo hay en Constantinopla, como en Londres; y mientras un europeo adorna su persona con galas y preseas, el salvaje rasga sus orejas, horada sus labios y se engalana con airones y plumas. En todas partes el amor propio es el patrimonio del hombre: en todas partes aspira a distinguirse y singularizarse. He aquí el verdadero origen del lujo.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de El Mundo (Ciro Ediciones), 2011. Depósito legal: M-7408-2011.]

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