XXV
«Mario Miguel Ferrando, alias el Petiso desde esa edad en que un muchacho ha de semejar un hombre, había dejado de leer la prensa poco después de abrir su primer kiosco. Su hermano mayor y su padre habían sido vendedores de periódicos y su abuelo había vendido periódicos; del bisabuelo del Petiso ya nadie se acordaba. Y ahora él, entre las cinco láminas de zinc azul de su puesto de la calle Alsina, pensaba que habría querido enseñarle el oficio a su hijo, si hubiera tenido uno. Se trataba de un oficio simple, pero estricto: había que saber levantarse antes del amanecer, cinco minutos antes de que el despertador sonara, para apagarlo ya vestido y no sufrir la tentación de seguir durmiendo. Había que saber desayunar cuando se pudiera y como se pudiera. Era aprender a acariciar las portadas de los periódicos sin llenarse los dedos de tinta (como a una mujer, pibe, como a una mujer, le habría dicho a su hijo cuando éste ya tuviese la edad de tener un apodo o de recibir para siempre el mismo de su padre) y era también saber adivinar el momento exacto de hacerle una sugerencia a un ojeador indeciso o de permanecer callado, aprender a distinguir a los clientes de confianza de esos a los que nunca se les debía fiar un periódico, sobre todo si se trataba de clientes barbudos: su padre le había enseñado que un hombre que no se afeita no puede ser de ley.
Había comprendido que todo lector de prensa tiene la íntima convicción de que la prensa habla de él. Mario Miguel Ferrando había dejado de leer los periódicos cuando comprobó que jamás hablarían de sus cosas: ése fue el momento de pasar a ser un auténtico vendedor de kiosco. De allí en adelante, treinta años podían ser muy cortos si se contaba cada día de la semana en las portadas de La Nación, de Clarín o de Crónica, Lunes 23, Martes 24, Miércoles 35, y las pilas de papel bajaban y subían y volvían a bajar.
El Petiso se llevaba todos los días el mate y un termo rojo al kiosco. Entre cliente y cliente, se cebaba uno o dos mates con pulso firme y sorbía la bombilla de una sola chupada larga y profunda, ahuecando las mejillas recién afeitadas. Entonces expulsaba en el aire gélido el calor que el mate le había dejado en la boca y se quedaba mirando cómo el vaho se hacía menos denso hasta desaparecer. Así, bajo un techo de zinc azul, fumando la mañana, el Petiso había aguardado durante treinta años a que llegase la hora de un buen tinto o de una buena muerte. [...]
XLIX
Mi amor:
Te escribo porque hace más de una semana que no nos vemos ni me llamás tampoco. Ya sé que no conviene que reciba llamadas tuyas por si el Negro está en casa, pero tampoco es para tanto, mi amor, acordate que ya pasó una vez y vos hiciste como si necesitaras hablar con él. Fue muy peligroso y muy excitante. Así que a mí me parece más bien que ya no querés llamarme, que ya no tenés tantas ganas como antes de que hablemos, ¿te acordás cuando me decías que tenía la voz como una flauta dulce? A mí el Negro nunca me va a decir cosas así. Pero ahora no sé si vos me las vas a seguir diciendo.
Demetrio, sabés perfectamente que si no me voy con vos a la cama no me pasa nada, yo ya me las arreglaría, me buscaría a algún otro, vos qué te creés. Yo tengo mi voluntad y mi cabecita. Pero lo que no aguanto es esto, que me digan que me quieren y una diga que sí, que también, que mucho, pero después pasen dos años, ¡dos años, Demetrio! y de pronto una vea que lo único que consiguió son unos ratos de sentirse querida después del orgasmo. Por más que vos digas es así, Demetrio, es como si te estuviera oyendo. ¿No te das cuenta que lo que no aguanto son las promesas? Prefiero un amante que sea un infeliz, que no me diga nada y me use como una muñeca inflable y yo lo sepa y lo use también a él. Pero vos me dijiste que me querías y una fue creyéndolo de a poco, una lleva dos años mintiendo todos los días y tratando de ser una buena madre y una buena ama de casa y una esposa obediente. A mí no me importa nada mentir. Tengo derecho a eso y a mucho más, porque el verdadero sacrificio no es tener que laburar y traer la guita al principio de cada mes. No es matarse en dos trabajos a la mañana y a la tarde, el sacrificio es precisamente haber tenido que renunciar a trabajar. Yo pude elegir otra cosa. Ya sé, vos dirás: culpa tuya. Y es verdad, tenés razón, Demetrio, es culpa mía, pero ustedes nunca van a entender lo que es guardar una vida dentro, cuidarla sola y aprender a quererla durante casi un año mientras ustedes lo más que hacen es imaginársela y arrimar la oreja a nuestro ombligo. ¡Ustedes qué sabrán! Yo me desprendí de mi hijo y se lo di a él, le dije tomá, acá tenés el pibe que tanto querías, tomá, yo lo sufrí por los dos. Tuve que dejar el laburo cuatro meses más otros dos después del parto y cuando querés volver a trabajar los hijos de puta te dicen que lo sienten mucho pero que la empresa bla bla bla. Me pagaron dos mangos nada más. El juicio hubiera durado demasiado y nos hubiera salido carísimo, ya lo sabés, y yo qué sé qué hubiera pasado. Al fin y al cabo el Negro ahí tenía su pibe, que le iba a enseñar a patear la pelota con las dos piernas desde chiquitito para que se acostumbre, para que no tenga una de palo, mira qué grande está, qué lindo es, decíamos. Nunca vas a poder entender cómo se siente una después de eso y por qué entonces pensé casi sin darme cuenta: ma sí, que lo mantenga él. A él y a mí. Que nos mantenga a los dos y me devuelva el sacrificio. Y al final ahora, encima, ni siquiera siento que alguien me haya protegido, ni a mí ni a mi hijo que ya va a la escuela y que no sabe patear con la izquierda, igual que su padre.
Así que como verás me importa un pito todo. Pero lo que no soporto es haberte dado a vos algunas cosas que no le di ni siquiera a mi marido, para terminar viendo que pueden pasar diez días y por vos que a mí me pise un tren. Supongo que pensabas llamarme cuando te entrara una calentura, para preguntarme cómo estaba, chupasangre, solterón de mierda empedernido.
Y te escribo por eso, porque no puedo estar diez días así, Demetrio, yo también tengo que vivir. Necesito escuchar que me querés, seré una cursi, digo yo, qué voy a hacerle. No ves que no te pido tanto, sólo quiero que hablemos y me escuchés, mi amor. Que alguna vez me escuche alguien. Yo te quiero y te deseo y te necesito, sin tu voz me voy a hacer vieja más rápido y ya no voy a tener fuerzas para detestar a mi marido y saber que me merezco algo mejor. Vos me lo hiciste ver. Así que te pido que seás fiel a esas palabras que al principio nadie te pidió.
Te ama y te espera,
Verónica.»
[El texto pertenece a la edición en español de RBA, 2000. ISBN: 84-473-1791-9.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: