miércoles, 9 de enero de 2019

El juez ciego.- Bruce Alexander (1939)


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XII.- En el que se pone término a la investigación y se encuentra un puesto para mí en una imprenta

«Mary Deemey salvó la vida de Lucy Kilbourne. La llamaron a declarar en su juicio, que se celebró en Old Bailey, nada menos que ante William Murray, conde de Mansfield, lord magistrado supremo del tribunal del rey. Tal era la grave urgencia asociada a este caso, el de más infausto recuerdo de su época.
 En su declaración, la señora Deemey dejó claro que, tal como había sospechado sir John, la señorita Kilbourne había encargado el vestido de luto dos semanas antes de la llegada del señor Clairmont a Londres y de la ejecución del plan de asesinato. Y continuó diciendo que la señorita Kilbourne había encargado una buena cantidad de vestidos nuevos que debía recibir antes de su partida "a un lugar donde no había modistas". Entre ellos, añadió, había dos "preciosos vestidos adecuados para su estado". Así fue como se supo, y para que no cupiera la menor duda, añadió: "La señorita Kilbourne está encinta, milord."
 Por supuesto, la declaración jurada que firmara el difunto Dick Dillon y que se leyó en el tribunal era tan condenatoria que no podía darse otro veredicto más que el de culpable, pero el jurado recomendó clemencia al dictar sentencia "teniendo en cuenta su estado". Lo cierto era que el propio lord magistrado supremo estaba obligado por la costumbre, y en lugar de condenarla a la horca, como dejó claro que hubiera preferido hacer, la condenó a ser deportada a las colonias y a una vida de trabajos forzados.
 Pese a que hubo sus tiras y aflojas con el Tribunal de la Marina, el capitán Cawdor fue juzgado en el Tribunal del Rey en el mismo proceso que Lucy Kilbourne. El jurado creyó sus firmes protestas de que, si bien había cooperado en el plan por la promesa de una parte de los beneficios de The Island Company (lo tenía por escrito y firmado por lord Goodhope), jamás había sospechado que el objetivo del plan fuera el asesinato. Sin embargo, había cooperado, y el objetivo final había sido un asesinato, por lo que acabó condenado a la deportación y a diez años de trabajos forzados.
 Sus diferentes lugares de destino sellaron su futuro. Lucy Kilbourne fue enviada a la colonia de Georgia y vendida como esclava por una elevada suma de dinero a un solterón que hizo de ella su juguete y, con el paso del tiempo, cuando surgieron los problemas entre el rey Jorge y las colonias americanas, se casó con ella. Lucy se convirtió entonces en una fiera defensora de la independencia, una heroína local. Y por lo que yo sé, allí vive todavía sus últimos años, olvidado su pasado y convertida en una distinguida dama según los cánones de aquel país. Me han asegurado, por cierto, que pese a que su marido ha muerto, vivió largos años y murió de causas naturales.
 El capitán Josiah Cawdor no tuvo tanta suerte. Pese a que su condena era más leve, le enviaron a cumplirla a Jamaica. Allí fue comprado por un hombre al que en otro tiempo había ofendido gravemente, y que lo envió a trabajar a los campos con los esclavos negros. Entre éstos fue a tropezar con algunos de los que habían viajado con él en el Island Princess. Tengo entendido que no llegó a vivir más de un mes en su compañía.
 En cuanto a Potter desapareció la noche misma de las revelaciones y no volvió a saberse nada más de él. Se supo después que conocía el plan (y su propósito), de modo que debió de pensar que le convenía abandonar Inglaterra. Quizá también él se dirigiera a las colonias.
 Un extraño juicio fue aquél en que el principal conspirador y acusado estaba ausente del tribunal. El lord magistrado supremo lo subrayó en varias ocasiones a lo largo del proceso. Sin embargo, mientras sus compañeros de crimen comparecían ante la justicia, lord Goodhope aguardaba en Newgate en un alojamiento mucho más lujoso de lo que yo hubiera imaginado que podía existir allí. Aguardaba, y aguardó, pues lord Goodhope había pedido ser juzgado por sus iguales, nada más y nada menos que lo que permitía la ley. No obstante, en su caso, claro está, eso significaba que tenía que juzgarle la Cámara de los Lores. Comprensiblemente, ese augusto cuerpo de nobles era muy reacio a juzgar a uno de los suyos. Y así se demoraron y lord Goodhope siguió esperando.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Plaza&Janés Editores, 2000, en traducción de Gemma Moral Bartolomé. ISBN: 84-01-47151-6 (vol. 351/1).]
 

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