«-[...] Me estaba usted contando lo de su esposo...
-No hay mucho que contar. Era una cerda.
-¡Señora! Tenga a bien moderar su lenguaje.
-Por más que lo modere, ¿cómo llamaría usted a un marido que se escapa todas las noches para bailar con los descargadores del muelle en los más sórdidos cafetines del barrio de Abukir? Residíamos entonces en Alejandría, ciudad que predispone a los excesos y nos obliga a asumirlos. Por supuesto, una verdadera señora siempre espera que el vicio se instale en casa de los demás, nunca en la propia. Yo, en Alejandría, era muy de embajadas, consulados y five o 'clock tea en las verandas de los grandes hoteles internacionales. Fui mundana desde muy joven; lógicamente, la desilusión no me hizo tanto daño como a muchas jóvenes de mi edad y condición social, que pasan de la pubertad al matrimonio sin haber conocido, siquiera como espectadoras, las mieles de la vida. Sólo en una circunstancia compartí su abúlico destino: me dieron esposo en lugar de elegirlo yo. Intereses entre familias y, encima, familias de comerciantes. En la mutua indiferencia que presidía aquella unión, asumí desde muy pronto que mi esposo me saldría parrandero -¿qué marido no lo es, en fin de cuentas?-, pero me costó mucho más asumir que entre los marinos del puerto le llamaban la Diosa del Faro y en los mejores salones la Nefertari, esposa que fue del gran Ramsés II, como usted no debería ignorar ya que parece un joven muy leído.
-Empiezo a comprender. ¿No se llama su hijo Ramsés, de segundo nombre?
-En efecto. Fue un nombre que impuso mi marido, pues yo, por mi gusto, le hubiera puesto Atanasio, como algunos patriarcas de nuestra iglesia. Pero Giorgios se negó en redondo; alegaba que en los rasgos del niño, como en los suyos propios, veía una resurrección de no sé cuántas pinturas del Egipto antiguo. Yo misma caí en la trampa. No alcanzando a comprender lo equívoco de tal pretensión, compartí el orgullo de haber dado a luz a un tan alto ejemplo de pureza racial, porque al fin y al cabo soy copta y con tal de no parecerme a los moros sería capaz de parir al mismísimo enano Bes. Pero veo que incurro en aquellos delirios que, a la larga, resultarían tan funestos. Porque desde el día de su nacimiento, Petros se vio implicado en los oscuros rituales que son propios del clan de mi marido...
-¿Esos que la desprecian porque su genealogía sólo alcanza a mil quinientos años?
Mostró ella su desagrado con un mohín encantador.
-Es una familia muy complicada. Mis cuñadas sin ir más lejos, también tienen a sus maridos embalsamados.
-Entiendo que usted, por su gusto, no habría embalsamado al suyo.
-Por mi gusto, habría dejado que su cuerpo se pudriese en el desierto. Fue Petros quien se empeñó en conservarle a toda costa. O fue Ramsés, si lo prefiere. Para él, aquella muerte equivalía a un divorcio no deseado. Entienda que mi hijo y mi marido efectuaban un matrimonio místico.
-Señora, me está usted contando cosas que yo no debería escuchar.
-Toda mujer tiene derecho a la venganza y toda madre al desquite. Giorgios me arrebató a mi hijo, sumiéndolo en este mundo extraño que pretendía resucitar el ambiente de la antigua Tebas. ¡Como si estuviesen los tiempos para tales frivolidades! Me llenaron la casa de objetos faraónicos cuando yo tiendo al rococó francés y, últimamente, al Beidermeier. Y lo que resultaba más humillante: tuve que renunciar a mi personalidad para convertirme en un fetiche de sus ritos. En cierta ocasión, me obligaron a disfrazarme de vaca, para mejor reproducir los misterios de Hathor, diosa del amor como usted sabe. Y ante mis propios ojos tuve que ver como mi esposo, vestido de Nefertari, obligaba a Petros-Ramsés a poseerle, cumpliendo así los ritos matrimoniales. Aquella noche llevé cuernos por partida doble: por vaca y por engañada. Pero ambos se me cayeron cuando descubrí una verdad infinitamente más dolorosa. Y era que Petros, mi pobre niño, era incapaz del menor estímulo. Tenía ya catorce años y nada que ofrecer. Un drama, créame.
Le tendí un pañuelo. Lloraba, pero con sumo cuidado de no estropearse el rimmel.
-Si me permite una intromisión, acaso aventurada, debieron probar con otras personas, además de su marido.
-¿Pues no probamos? No hubo odalisca de serrallo ni meretriz de burdel ni mozuelo de taberna o capitán de la guardia del jedive que no pasase por el lecho de Petros en aquellas infaustas fechas de su pubertad. Incluso tuvimos un coronel británico que había servido en la India. Se le atribuía una especie de predilección por los adolescentes morenitos. Para que se haga cargo de cuán lindo era mi hijo, le diré que el coronel se brindaba a ponerle un pabellón privado, con servicio, carruaje y palco en la ópera, como suele hacerse con las más acreditadas cortesanas del demi-monde parisino.
-Me gustaría escuchar que usted se rebeló contra esta idea -dije, a punto de escandalizarme...
-Por el contrario, la aplaudí vivamente. Era un proyecto muy sensato, querido. El coronel consideró que un efebo de catorce primaveras era el complemento ideal para un caballero de ochenta y tres inviernos. Por otro lado, yo sólo pensaba en la curación de Petros, de manera que le mandé a la alcoba de su pretendiente mientras iniciaba por mi cuenta una novena a santa Judita del mar Muerto, por quien siento particular devoción y que suele ser de gran provecho en los menesteres del sexo, porque antes de abrazar la fe de Cristo fue ramerilla en un reputado burdel de Esmirna. Mas en vano la hice fiadora de mis esperanzas. Al cabo de unos días, el coronel me devolvió a mi pobre hijo, con una carta desalentadora colgada del cuello. Venía a confirmar un fatal destino: el niño era un témpano. A partir de entonces, se encerró entre montones de libros viejos convirtiéndose en una penosa reproducción de la vida verdadera...
Quise demostrar que mi conocimiento del alma humana era tan intenso como profundo.
-Permítame aventurar que esta patética situación fue la causa que llevó a Petros a consagrarse a la egiptología...
-No sea usted banal -exclamó ella, con abierto sarcasmo-. ¿Qué tendrá que ver el sexo con el templo de Salomón? Mi Petros se hizo egiptólogo porque le gustaba la egiptología. Otros impotentes se han hecho ferroviarios, militares, maîtres de hotel y hasta buceadores.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta De Agostini, 1998. ISBN: 84-395-6900-9.]
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