Cuarta parte: borradores y notas
Grieben: sobre el liderazgo
«La búsqueda del líder es la búsqueda del amor. Alguien a quien amar, en quien confiar, a quien obedecer, por quien morir. Si no hay nada por lo cual morir, no hay razón para vivir. Vivir para algo, intensamente, hasta consumirse, es ésa la apoteosis de la vida y del amor. Caminamos desde el día de nuestro nacimiento hacia el pasado, hacia la noche, la extinción, la nada de donde salimos. Creo que no hay propósito sino en ser, en actuar, en afirmar la vida por todas partes y bajo todas sus formas antes de marcharnos. [...]
Grieben: sobre el asesinato y la culpa
Mataste a los griegos. Mataste a los armenios. Mataste a los hugonotes. Mataste a los protestantes. Mataste a los católicos. Mataste a los gitanos. Mataste a los polacos. Mataste a los ucranianos. Mataste a los hindúes y a los malayos y a los ceilandeses. Mataste al bantú y al riff y al egipcio y a los árabes y a los indonesios y a los (aquí añadiremos la larga lista de pueblos coloniales asesinados durante los siglos dieciocho y diecinueve).
Y nosotros, ¿qué hemos hecho? Hemos matado un puñado de judíos, un puñado de judíos de los que el mundo quería librarse a toda costa.
Dios del cielo, ¿es que hay culpa por todas partes? Sabemos que hay culpa en el infierno. Sabemos que, todos los días, sudamos bajo el peso de nuestra culpa intolerable. ¿Es posible pues que no haya tampoco culpa en el cielo? Sí, por supuesto. Hay culpa por todas partes, y arrepentimiento. Pero, ¿en dónde está el perdón? Creo que debió haber un instante en el tiempo cuando yo, pálido como una larva e insaciablemente hambriento de la roja carne putrefacta del vientre de mi madre, tuve mi primer deseo de culpa sin pecado, de pecado sin arrepentimiento, de arrepentimiento sin perdón. Y que en ese momento de canibalismo larval llegué, sin saberlo, a la conclusión que iba inevitablemente a gobernar mi vida: que se joda todo, que se jodan todos. Si no voy a ser perdonado, no me arrepentiré. [...]
Grieben: sobre los judíos
[...] No comprendo a esa gente, y porque no los comprendo, los mato. ¡Oh, Dios, cómo odio a esos judíos ojerosos, complacientes, sumisos! ¡Cuán humildemente caminan hacia la muerte! No estaba loco Nietzsche cuando describía su terrible mansedumbre, esa mansedumbre que avergüenza a la misma muerte, que reduce a los mensajeros de la muerte a la categoría de empleados, de (...). Odio a esos judíos ojerosos, complacientes, sumisos que caminan tan humildemente hacia la muerte. Su sumisión te arrebata el combate, te niega la lucha, y cuando descienden finalmente a la tierra se llevan no sólo tu honor, sino tu humanidad.
Se les ordena que caven sus fosas, que se desnuden, que marchen hacia el lugar de la ejecución.
El nacimiento, la pura coincidencia accidental de la concupiscencia con el óvulo, es un regalo del hombre; la muerte es un regalo de Dios y ridiculizar la muerte por medio de la sumisión es ridiculizar a Dios.
No tienen remedio estos judíos. Si les amenazas, ceden; les ordenas que abandonen tu país; se esconden en silencio, pesados, sombríos, y se quedan; les dices que si no se marchan los meterás en la cárcel, pero se quedan y van a la cárcel, amenazadora, aterradoramente; les dices que los matarás y te desafían a que los mates; les dices que marchen a la muerte y marchan; que caven sus tumbas y las cavan, que se desvistan al borde de las fosas y se desvisten; que aguarden el golpe mortal, y lo aguardan. Les dices que los vas a matar y te fuerzan a hacerlo. Y mientras de ese modo, arrogante y desdeñoso, te rebajan a la categoría de animales, te niegan la lucha, el combate, tu función y tu propósito de soldado; y cuando bajan a la tumba se llevan no sólo tu honor de soldado sino tu hombría e incluso tu humanidad. Nietzsche no estaba loco cuando escribió sobre esa terrible mansedumbre; su mansedumbre avergüenza a la misma muerte y reduce a los mensajeros de la muerte a la categoría de empleados y recaderos. Convierten a Dios en un insensato idiota.
Odio a estos judíos complacientes, sumisos. Cuando van humildemente a la muerte ya no sobra dignidad para las ejecuciones. Con su sumisión nos degradan a todos... ¡Qué horrible, agresiva, terrible ferocidad la de su sumisión! No pueden ser humanos, porque si lo fuesen, también nosotros compartiríamos su sumisión y eso no puede hacerlo un hombre y seguir siendo un hombre.
Ahí vienen, desnudos como niños, viejos raquíticos y barbudos, mujeres de piernas gruesas y caderas rollizas y menopáusicas, madres que cobijan a niños desnudos, padres de penes flácidos avergonzados de su desamparo, niños pálidos como raíces recién arrancadas, niñas en flor, de grandes ojos, cubriéndose el sexo con la mano izquierda, las zurdas, con la derecha las demás, otras tapándose los senos incipientes -y mirándonos-, todos ellos mirándonos como si no estuviéramos allí o como si no fuéramos humanos, como si fuéramos bestias, sin darse cuenta de que nosotros, como ellos, cumplimos órdenes; de que, como ellos, hay que obedecer o morir; que, como ellos, somos también seres humanos.
¿Por qué se inclinan así? ¿Por qué nos arrastran? ¿Por qué (...)?»
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Bruguera, 1980, en traducción de Julio Roca Baena. ISBN: 84-02-07185-6.]
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