jueves, 29 de junio de 2017

"Te trataré como a una reina".- Rosa Montero (1951)


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«Cuando Antonio llegó aquella mañana de lunes a la Delegación Nacional de Reconversión de Proyectos se encontró con que el pasillo del tercer piso, aquel que conducía a su despacho, estaba particularmente atiborrado de papelajos y en un estado de desorden poco usual. Tal era el caos que, en ciertos tramos del corredor, el viandante se veía obligado a pasar por encima de pequeñas colinas de informes grapados y carpetas roñosas, que llegaban a cubrir la totalidad del suelo disponible. Antonio vadeó el mar de legajos, asqueado, procurando poner los pies allí donde las huellas de unas suelas de goma le marcaban el camino de sus antecesores en el tránsito, y cuando alcanzó su puerta se sentía medio enfermo. Le solía suceder, con el desorden. Le entraban náuseas y mareos. Era su fobia, lo había leído en un libro de psiquiatría. Hubo una época en la que Antonio leyó muchos libros de psiquiatría. Eso fue hace muchos años, cuando Antonio era muy joven y todavía se asustaba al saberse tan distinto a los demás. Pero después aprendió a no tener miedo y a enorgullecerse de su diferencia.
 Para colmo de males, cuando entró en el despacho encontró a Benigno agitadísimo. Desde luego, era lunes y los lunes parecían afectar al secretario de un modo curiosísimo, le ponían verborreico, exultante y saltarín. Insoportable. En una ocasión Antonio le preguntó el por qué de tanto entusiasmo y el viejo contestó que era la alegría de la vuelta al trabajo.
 -Es que, figúrese usted, don Antonio -le explicaba-. Los fines de semana, en casa, no tengo nada que hacer. No veo a nadie, no hablo con nadie... No es que me queje, válgame Dios, no me puedo quejar, pero... A veces, por la noche, cuando me acuesto, no encuentro nada en qué pensar antes de dormirme. Porque durante el día no ha pasado nada, ¿sabe?, es una cosa así como un vacío... Y en la oficina, en cambio, es otra cosa.
 Pero, aún contando con la habitual algarabía de los lunes, el estado de nervios de Benigno en esta ocasión era excesivo.
 -Buenos días, don Antonio -dijo el anciano brincando solícitamente a su alrededor-. ¿Se encuentra usted bien? ¿Ha tenido un fin de semana satisfactorio? Y su encantadora hermana, ¿se encuentra bien también, como espero y anhelo? Alguna vez, si usted me lo permite, claro está, quisiera ir a visitar a su adorable hermana para presentarle mis respetos. Desde aquel día en que usted tuvo a bien el presentármela cuando nos encontramos casualmente, yo...
 -Dígame, Benigno -cortó Antonio, desabrido y aún mareado-. Dígame, ¿sabe usted por qué está el pasillo así de sucio?
 -Oh, sí, don Antonio. Yo, al llegar, porque ya sabe usted que suelo llegar pronto, a mi edad ya no se duerme bien; bueno, pues al llegar me hice, con perdón, la misma pregunta que usted, y estaba en esas dubitaciones, aquí solo, eran como las nueve menos cuarto, no, miento, las nueve menos veinte, exactamente las nueve menos veinte, porque en ese instante llegó el conserje y me preguntó la hora, al parecer el pobre hombre padece una enfermedad de estómago y ha de tomarse unas píldoras que...
 -Hágame el favor de ir al grano, ¿quiere?
 -Sí, don Antonio. Pues estaba servidor aquí a las nueve menos veinte y el conserje, después de contarme lo de su enfermedad, me dijo: oiga, ¿sabe usted...? Porque el conserje es un hombre muy enterado de todo lo que pasa en la casa, lleva aquí desde...
 -Benigno, por favor, abrevie.
 -Sí, don Antonio, disculpe, ya voy. Pues me dijo: oiga, ¿sabe usted lo del señor Ortiz? Y yo le dije: pues no. Y él me dijo: pues fíjese, que han elevado su negociado a la categoría de departamento y a él le han nombrado director, ahora es el Director del Departamento de Estudios Financieros. Y han trasladado el negociado, es decir, el departamento, al edificio nuevo, y por lo visto le han puesto en un despacho estupendo, con moqueta, aire acondicionado, dos ventanas a la calle, fíjese usted, don Antonio, dos ventanas a la calle, y le han asignado una secretaria además de los tres subordinados que tenía, ocupan tres habitaciones, no le digo más. Y el sábado hicieron la mudanza y dejaron todos los papeles viejos que no necesitaban, usted ya sabe que el señor Ortiz heredó ese negociado del señor Fernández, y el señor Fernández tenía al parecer un desorden tremendo, no es por hablar mal del señor Fernández, que en paz descanse el pobre hombre, pero eso es lo que dicen. De modo que dejaron todos los papeles que no necesitaban y los ordenanzas los han sacado al pasillo porque por lo visto van a meter parte de los archivos centrales en el viejo despacho del señor Ortiz y necesitaban espacio. Fíjese usted, con lo joven que es el señor Ortiz, no lleva ni tres años en la casa...
 Ortiz, un universitario analfabeto, un zafio ejecutivo, un arribista. Antonio se pasó la lengua por los labios: tenía la boca seca y un sabor terroso entre los dientes. Mostrenco Ortiz, pomposo economista. De estos que lo único que saben hacer es colgar el título de la pared. Departamento, ventana, dos moquetas. O al revés. Y a él, mientras tanto, le condenaban al destierro burocrático, el ostracismo de Antonio, Antonio el ostracista. Una marea de papeles y el abismo. Qué despropósito de vida. Esa larga lucha en solitario contra el mundo. Contra la mala suerte y la desgracia. Qué maldición le hizo nacer de un padre manirroto, y heredar las deudas y las ruinas, y verse obligado a depender de este trabajo administrativo que él odiaba, chinche de archivo, chupatintas miserable, en una delegación ministerial tan inútil que hasta su propio nombre era un absurdo, Reconversión de Proyectos, Proyección de Reconversiones, Versión de Reproyectos. Y vegetar aquí, postergado, olvidado, muerto en vida, condenado a un negociado sin despacho que compartía ignominiosamente con Benigno. Los otros, esta nueva leva de ambiciosos, jóvenes agresivos sin sustancia, huían como ratas del viejo caserón, se promocionaban con sucias martingalas y conseguían ser trasladados al edificio nuevo, mármoles y hormigón, fachada en calle principal y maceteros. Y a él le arrinconaban en el viejo edificio, que se hundía pesadamente como un ballenato arponeado y que le arrastraría en su decadencia, estrafalaria y fantasmal. Una marea de papeles y las tinieblas avanzando.»
 

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