"Lo que más me aturdía era el furibundo metro. Al otro lado del patio, que más parecía un pozo, se iluminó la fachada a través de una, dos y luego decenas de habitaciones. Podía ver lo que ocurría en algunas de ellas. Eran matrimonios que iban a acostarse. Los americanos, después de las horas verticales, parecían tan decaídos como nosotros. Las mujeres tenían los muslos muy gruesos y muy pálidos, al menos las que pude ver.
La mayoría de los hombres se afeitaban antes de acostarse y fumando al mismo tiempo.
Una vez en la cama se quitaban primero los lentes, luego la dentadura postiza, que metían dentro de un vaso, colocándolo todo muy en evidencia. No parecían hablar entre ellos, ambos sexos, exactamente igual que en la calle. Hubiérase dicho grandes animales muy dóciles, perfectamente acostumbrados a aburrirse. En todo sólo pude ver a dos parejas que con la luz encendida hacían lo que yo esperaba, y sin gran pasión. Las otras mujeres comían bombones en la cama mientras esperaban que el marido acabara de asearse. Y luego todo el mundo apagó la luz.
Es triste ver a las gentes en el momento de acostarse; puede uno darse cuenta que les importa un bledo que las cosas vayan del modo que sea, bien claro se ve que no tratan de comprender el porqué estamos aquí. Les da igual. Duermen de cualquier modo, son unos parásitos, unas ostras, sin ninguna susceptibilidad. Americanos o no. Siempre tienen la conciencia tranquila.
Yo había visto demasiadas cosas nada claras para sentirme contento. Sabía demasiado y no sabía bastante. Hay que salir, me dije, salir otra vez. Quizá encuentres a Robinson. Una idea estúpida, evidentemente, pero que me servía de pretexto para salir de nuevo, tanto más cuanto que, a pesar de dar vueltas y más vueltas en mi pequeña piltra, me era imposible agarrar el mínimo retazo de sueño. En casos semejantes ni siquiera al masturbase experimenta uno consuelo ni distracción. Y entonces hay como para desesperar.
Y lo peor es preguntarte si a la mañana siguiente tendrás fuerzas para continuar lo que hiciste la víspera y desde hace tanto tiempo, en dónde encontrarás la fuerza para esas gestiones imbéciles, los mil proyectos que no conducen a nada, las tentativas para salir de la abrumadora necesidad, tentativas que siempre abortan, y todo para convencerse una vez más que el destino es insuperable, que cada noche hay que caer de nuevo al pie de la muralla, bajo la angustia de ese mañana siempre más precario, más sórdido.
Es la edad que avanza, tal vez, la traidora, y nos amenaza con lo peor. Dentro de uno ya no queda mucha música para hacer bailar la vida, eso es. La juventud fue a morirse al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y dónde ir, te lo pregunto, en cuanto no tienes capacidad suficiente de delirio? La verdad es una agonía que nunca se acaba. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca he podido matarme.
Así, pues, lo mejor era salir a la calle, un pequeño suicidio. Cada uno tiene sus dones, su método para conquistar el sueño y tragar. Era preciso dormir para recuperar las fuerzas necesarias y ganar la sopa del día siguiente. Recuperar ánimos suficientes para encontrar trabajo mañana, y mientras tanto franquear inmediatamente la incógnita del sueño. No es tan fácil como uno cree dormir cuando se ha empezado a dudar de todo, y menos cuando te han hecho padecer tanto miedo.
Me vestí de nuevo y llegué hasta el ascensor más o menos bien, pero algo atontado. Otra vez tuve que atravesar el vestíbulo delante de otras ringleras, otros adorables enigmas de piernas tentadoras, rostros delicados y severos. Diosas, en suma. Diosas busconas. Hubiésemos podido tratar de entendernos. Pero tenía miedo de que me detuvieran. Complicaciones. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Y la calle me tomó de nuevo. No era la misma muchedumbre de antes. Ésta manifestaba más audacia, todo y aborregándose a lo largo de las aceras, como si hubiese llegado a un país menos árido, el de la distracción, el país de la noche.
Las gentes iban hacia las luces suspendidas a lo lejos, en la oscuridad, serpientes azogadas y variopintas. Afluían de todas las calles de alrededor. tal gentío, pensé, significaba muchos dólares, nada más que en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda. ¡Incluso nada más que en cigarrillos! ¡Y pensar que uno puede pasearse en medio de tanto dinero sin que ello te dé un céntimo de más, incluso para comer! Cuando lo piensas, es desesperante el modo como están defendidos los hombres, unos contra otros, como otras tantas casas".
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