jueves, 12 de enero de 2017

"Bélver Yin".- Jesús Ferrero (1952)


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 12.-La jungla de asfalto

  «Lo admiraba profundamente y, al final, siempre terminaba confiándose a él; aunque también era cierto que cada vez lo miraba con más precaución. Con él leía el Libro de las diez mil claves y los diez mil gestos, y con él paseaba algunos atardeceres, antes de ir a cenar con Nitya.
 Uno de aquellos días, el mismo en que Góel cumplió los siete años, Yin lo llevó a pasear por la avenida del Tíbet, para más tarde cruzar el puente de Nicheng y llegar hasta el parque por la avenida de Nankín. Allí buscaron un rincón fresco y resguardado, junto a la laguna, y Yin empezó a leerle la historia del primer artesano del mundo, con la que comienza el Libro de las diez mil claves y los diez mil gestos.
 
 Pangu -decía Yin cogiendo en sus manos el libro- fue quien ordenó el caos primero antes de que el tiempo se inventara. El cielo estaba entonces unido a la tierra por lazos de oscuridad. Pangu tardó dieciocho mil años en separarlos. Su arma era un sable de fuego y tuvo que dar dieciocho mil tajos antes de poder verlos desgajados para siempre. Cuando eso ocurrió, Pangu se subió a una estrella y desde ella se lanzó, como un aerolito, haciendo que su cuerpo chocase contra la tierra y estallase en dieciocho mil pedazos.
 Su cabeza fue montaña, su aliento el vaho de las nubes y el viento de invisible silueta.
 Su voz fue más tarde el trueno y sus nervios serpearon los declives de la tierra como reptiles gigantes. Sus venas fueron ríos y sus piernas y sus brazos le dieron cuatro pétalos a la rosa de los vientos.
 Dicen que sus barbas se fundieron con los astros y que de su piel surgieron todas las razas de árboles y que fueron las moreras las primeras en brotar.
 Sus huesos fueron jade y su sudor la lluvia y fueron los hombres viciosos insectos que poblaron más tarde su oscura pelambrera.
 Esos mismos hombres fueron los que después inventaron el sueño y los que aprendieron a beber y a comer viandas frescas. Y dicen que tardaron dieciocho mil años en descubrir el fuego y en aprender a cocer las carnes, alejándose de las bestias que ignoran todo condimento.
 Más tarde inventaron las monedas, los vestidos repujados y los vestidos de seda que no niegan el cuerpo y que a la vez que lo aligeran lo hacen más preciso.
 Después inventaron la cortesía y fueron diestros en el intercambio de gestos, palabras, hombres, caballos y comarcas enteras.
 Y surgieron las ciudades de complejísima osamenta, y hubo caminos que las unieron y sobre los ríos veíanse a menudo los barcos de bambú y madera.
 Y el reino se llenó de emblemas, y de príncipes y siervos, de magnates, de doncellas, de viajeros y comerciantes. De mujeres fatales y mujeres sumisas y mujeres que se ejercitaban en la piratería. De hombres a caballo y de hombres a pie y hombres montados en bueyes y en carros de guerra. Y de manos enlazadas y de manos tensas y de manos que tejen y de manos cortadas. Y de manos que escriben y de manos que se hunden en el agua y en el barro y cincelan piedras.
 Y de pronto apareció la Gran Muralla como un gigantesco gusano de seda serpenteando por colinas más lejanas.
 
 Góel permaneció un rato en silencio.
 -¿Y fue así como apareció el mundo? -preguntó después.
 -Pudo ser así o pudo ser de otra forma, pero de algún modo hay que explicarlo.
 Góel lo miró de nuevo y después se restregó perezosamente la nariz.
 -¿Te ha gustado la historia? -dijo Yin cerrando el libro.
 -Mucho -respondió Góel, y su mirada se perdió en el agua. Ahora veía emerger de la piel del lago todas esas cosas que Yin le había leído.
 Ciudades que aparecían y desaparecían, diminutas colinas con pagodas como las que tallaban en marfil los artesanos del barrio de Henan, montañas amuralladas y sinuosos caminos entre los guijarros sumergidos en el agua.
 Era el momento de abandonarlo, pensó Yin, para que se topara de repente con ese mundo que él le había descrito, para que viera por sí solo esas avenidas, esas calles repletas de comerciantes y ese río fatigado de soportar panzas de buques. Se levantó sigilosamente y, sigilosamente, se fue alejando de él, que seguía mirando los dibujos que formaba, al erizarse, el agua de la laguna.
 Cuando, tras darse la vuelta, Góel comprobó que Yin había desaparecido, el pánico se apoderó de él y las avenidas de bambúes se le nublaron de repente. No podía creer que Yin se hubiese ido sin avisarle, no era posible. Pronto su conciencia infantil advirtió lo equivocado de ese razonamiento. La evidencia le demostraba que Yin ya no estaba allí y que se hallaba solo, completamente solo, en aquel parque situado en el corazón de Shanghái. Quiso gemir, pero el terror le impidió hacerlo.»

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