viernes, 6 de enero de 2017

"El hermano pequeño".- José María Guelbenzu (1944)


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 Primera parte

 «Apenas quedó libre de sus ocupaciones inmediatas, Mariana volvió a pensar en la sorprendente aparición de su hermano. Era cierto que hacía casi quince años que no sabía de él, salvo por las referencias de su madre y, hasta donde llegaba su recuerdo, dos o tres encuentros casuales, siempre en la casa paterna, nunca a solas. Sus vidas -pensó- eran tan divergentes como sus caracteres. Antonio no había salido del entorno familiar como ella, para casarse, sino que nada más terminar sus estudios en la Facultad de Económicas de Madrid, marchó a Estados Unidos para hacer un máster y ya no volvió a aparecer por el hogar más que una vez al año, dos a lo sumo, siempre de paso y por vacaciones. Había desarrollado toda su carrera de ejecutivo en el extranjero: Estados Unidos, América Latina y Europa; seguía soltero y, al parecer, se daba a la buena vida. En el recuerdo de Mariana se diferenciaban bien la infancia de la adolescencia; en la primera fueron auténticos hermanos piratas: uña y carne para todos los juegos, se cubrían en todo el uno al otro. La adolescencia, en cambio, los convirtió en enemigos irreconciliables o, como decía su madre, desesperada, en el perro y el gato. No había día en que no disputasen, se hacían pequeñas canalladas recíprocas, fingían maldades para herir al otro, no se soportaban. Mariana se deshizo de aquel estrés por la vía del matrimonio y dejaron totalmente de verse en cuanto él se marchó a América; antes, tan solo coincidían ocasionalmente en algún almuerzo familiar de domingo en casa de los padres. Mariana sólo volvió a echarlo de menos cuando la separación matrimonial la dejó a la intemperie; no fue algo intencionado o producto de una reflexión sino un acto reflejo puro y duro, más propio de la hermandad de la costa. Antonio se llevó muy bien con su padre desde la adolescencia, lo que ella atribuía a complicidad masculina aunque el padre fuera siempre severo con ambos. A su padre, Mariana lo quiso y lo detestó con la misma intensidad hasta que se decantó por detestarlo estando cerca y añorarlo culpablemente estando lejos. La relación de Antonio con su madre siempre fue cariñosa, incluso desde el otro lado del Atlántico. El padre fue un hombre autoritario y de una pieza a lo largo de toda su vida con ellos, difícil de tratar y cariñoso a su manera, es decir: siempre que no se le llevara la contraria. Pero así como el enfrentamiento de Mariana con su padre fue constante ya desde los últimos años del colegio, su hermano y él simpatizaban mucho más porque, en realidad, era un adulador interesado  donde ella era una rebelde que iba de frente y por directo, con las fatales consecuencias que suele traer esa clase de actitud en la vida. Al encanto de Antonio, con sus padres primero y con la gente en general después, su madre lo llamaba don de gentes, y Mariana vivió la experiencia clara de ser preterida en favor de su hermano, la vivió con dolor y rabia; y una vez que Antonio salió de España, dejó que los lazos fraternos se aflojaran del todo sin hacer nada por evitarlo. En su fuero interno, lo que le reclamaba era la fraternidad de los hermanos de la costa, a pesar de llevarse mal, y lo que encontró fue el abandono interesado del hijo mimado y no lo perdonó. Quizá fuera ahí donde se incubó el sentimiento de soledad que nunca había dejado de acompañarla por la vida. Para entonces ella vivía con su marido, empezaba a asentar su prestigio como abogada penalista en el bufete que compartía junto con otros dos socios y sus intereses estaban bien lejos del ámbito familiar. No por eso dejó de mantener una relación filial, pero siempre desde su propia independencia, la cual no le consiguió el respeto del padre, que se iba volviendo más intratable a medida que envejecía y por nada del mundo hubiera reconocido la personalidad de su hija aunque, paradójicamente, esa sinrazón acabó por ayudarlo a considerar las razones por las que se autoincapacitaba para reconocerla; y por esa vía él fue destensando la cuerda con la que pretendía castigarla hasta que la tirantez se atenuó un tanto para respiro y alivio de la madre, que era la única que lo soportaba a todas horas del día y de la noche.
 ¿Por qué volvía Antonio, así, de golpe, a su vida? ¿Por qué en G...? En medio de la preocupación por la instrucción del caso de Elena Sánchez Vega se estaban colando multitud de recuerdos de familia de su vida anterior creando un totum revolotum en su interior que se le hacía muy incómodo. Estaba convencida de que Antonio buscaba algo de ella, pero no lograba imaginar qué. ¿Qué podría querer de ella si nunca antes la necesitó para nada? Resultaba tan bruscamente inesperada su llegada que todavía estaba por asimilarla, pero además le creaba desconfianza. Pensó en lo singular de la evolución de las personas. Aquella joven que era ella, defensora de la vida natural y espontánea, sin reglas ni limitaciones, ansiosa de la libertad y del dejar vivir, y aquel hermano menor triunfante, engreído, tradicional, bienpensante y clasista habían dado la vuelta por completo: ella empezó a cuidarse y vestirse como una niña bien a partir del momento en que se dedicó al ejercicio de la abogacía y así se había mantenido hasta ahora, salvo los años de la depresión tras el divorcio y la salida del bufete. Hoy, su altiva expresión exterior, muy sensual en las formas y sobria en el vestir (estaba volcada al traje sastre de tonos casi siempre oscuros como su pelo y sus ojos), definía muy bien el contraste del que emanaba su atractivo, el cual había afinado buscando deliberadamente una elegancia y un estilo propios de la burguesía, salpicado con divertidos detalles de vitalidad y de color. Él, Antonio de Marco, no se quitó los buenos modales ni la corbata, pero entró en un ritmo de vida alegre con tendencia al egotismo, a la ligereza de pensamiento (o así lo aparentaba) y al disfrute exclusivo del presente que lo aproximaba también más a la figura también clásica del hermano tarambana.»

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