14
«Querida hijita:
En el barrio sufrimos otra vez, hija mía, el miedo de los días tan angustiosos que siguieron al golpe de estado de Akerim. Los días terribles en que tu madre y tú desaparecisteis de mi lado. Desde entonces, ni mi cabeza ni mi corazón han tenido reposo.
Inútilmente he buscado noticias vuestras.
Inútilmente he presentado escritos al gobierno.
Inútilmente he vigilado horas, días y noches, semanas y meses de duda interminable delante de los edificios donde los soldados concentran a los presos políticos. Dicen que tu madre se manifestó públicamente en contra del nuevo régimen y que, por eso, habrá recibido el castigo que merecía...
Las patrullas de soldados no dejan de asediarnos. Si los vieras... Circulan incansables como lobos, olisquean como perros vagabundos, hozan otra vez en nuestras casas y en nuestras vidas igual que jabalíes. El terror vaga por los callejones. De vez en cuando se detiene un rato en un portal, en una tienda, en un bazar. Los escarabajos se esconden debajo de los escombros y la basura, corriendo de un modo que me recuerda siempre nuestro propio, imposible, delirio de ocultarnos.
Sabemos que algunos vecinos delatan a los disidentes. La traición nos aterra. Todos podemos ser, Naima, y nadie lo sabe mejor que tú, mejor que tu madre, víctimas de la persecución del dictador y de sus secuaces. Tengo miedo. Tengo miedo otra vez. Oímos gritos y carreras. Algún tiro. Y siempre, después de todo esto, el gemido de una mujer desesperada, o el de un viejo que suplica en vano por un hijo, por un yerno...
Los soldados secuestran a la gente, a nuestra gente y se los llevan en furgones, quién sabe si hacia la desaparición y el olvido.
Exactamente igual que os secuestraron a vosotras aquel día en que las dos desaparecisteis dolorosamente de mi vida.
Aún recuerdo -nunca podrá apagarse la llama de mi dolor de perderos- la despedida de tu madre desde el furgón tenebroso: "¡No temáis! -gritó- ¡No temáis!". Quiso dejarte y Ehmer, que pudo acercarse más que yo a vosotras, tiraba de ti hasta que os subieron a empujones entre otros presos. Recibió numerosos golpes de porra, de culatas de fusil. Sólo así consiguieron que te soltara. Tu madre quería darte a Ehmer, pero no lo consiguió. A él no lo detuvieron porque es un loco, un loco y un inocente...
Yo estaba en el suelo, casi sin sentido a causa de los golpes y las patadas, con la cabeza llena de sangre y una herida en la frente que me nublaba la vista. Recuerdo, sin embargo, el horrible terror de tu madre cuando vio que los soldados nos golpeaban con crueldad, más preocupada por ti y por nosotros que por su propia situación. Recuerdo tus gemidos ahogados, tu pánico cuando al fin los soldados cerraron el furgón y dejaste de vernos. Recuerdo tus manitas tendidas hacia mí, el miedo de tus ojos aterrados...
Los soldados formaron entonces una muralla de carne insensible, de odio, de violencia.
Recuerdo vuestros ojos llorosos, asustados antes de quedar a oscuras dentro del furgón militar, detrás de aquella muralla de carne de piedra.
Inútilmente nos arremolinamos en torno al furgón. El gas lacrimógeno nos obligó a retroceder, nos forzó a la humillación de retirarnos, de escondernos en los portales de las casas, indefensos, impotentes. Nuestros ojos vertían lágrimas de gas, de rabia y de amargura. Ehmer rugió y aquel rugido inconsolable sobrecogía.
Te escribo cada vez con menos esperanza, Naima mía. Akerim es sanguinario y la inclemencia de sus hombres increíble: actúan en la mayor impunidad. Nunca hemos sabido dónde estáis los hijos secuestrados, los maridos, las esposas, las nueras, los yernos, los tíos, los sobrinos, los abuelos... Habéis desaparecido en las oscuras celdas de los presidios más secretos, quizá habéis sido terriblemente torturados y sentenciados por verdugos implacables...
Demasiado conmovido para seguir escribiéndote, te dejo ahora.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: